Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (77 page)

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Newton dedujo de ello que la luz blanca corriente era una mezcla de varias luces que excitaban por separado nuestros ojos para producir las diversas sensaciones de colores. La amplia banda de sus componentes se denominó
spectrum
(palabra latina que significa «espectro» «fantasma».)

Newton llegó a la conclusión de que la luz se componía de diminutas partículas («corpúsculos»), que viajaban a enormes velocidades. Así se explicaba que la luz se moviera en línea recta y proyectara sombras recortadas. Asimismo, se reflejaba en un espejo porque las partículas rebotaban contra la superficie, y se doblaba al penetrar en un medio refractante (tal como el agua o el cristal), porque las partículas se movían más aprisa en ese medio que en el aire.

Sin embargo, se plantearon algunas inquietantes cuestiones. ¿Por qué se refractaban las partículas de luz verde más que las de luz amarilla? ¿Cómo se explicaba que dos rayos se cruzaran sin perturbarse mutuamente, es decir, sin que se produjeran colisiones entre sus partículas?

En 1678, el físico neerlandés Christian Huyghens (un científico polifacético que había construido el primer reloj de péndulo y realizado importantes trabajos astronómicos) propuso una teoría opuesta: la de que la luz se componía de minúsculas ondas. Y si sus componentes fueran ondas, no sería difícil explicar las diversas refracciones de los diferentes tipos de luz a través de un medio refractante, siempre y cuando se aceptara que la luz se movía más despacio en ese medio refractante que en el aire. La cantidad de refracción variaría con la longitud de las ondas: cuanto más corta fuese tal longitud, tanto mayor sería la refracción. Ello significaba que la luz violeta (la más sensible a este fenómeno) debía de tener una longitud de onda más corta que la luz azul, ésta, más corta que la verde, y así sucesivamente. Lo que permitía al ojo distinguir los colores eran esas diferencias entre longitudes de onda. Y, como es natural, si la luz estaba integrada por ondas, dos rayos podrían cruzarse sin dificultad alguna. (En definitiva, las ondas sonoras y las del agua se cruzaban continuamente sin perder sus respectivas identidades.)

Pero la teoría de Huyghens sobre las ondas tampoco fue muy satisfactoria. No explicaba por qué se movían en línea recta los rayos luminosos; ni por qué proyectaban sombras recortadas; ni aclaraba por qué las ondas luminosas no podían rodear los obstáculos, del mismo modo que pueden hacerlo las ondas sonoras y de agua. Por añadidura, se objetaba que si la luz consistía en ondas, ¿cómo podía viajar por el vacío, ya que cruzaba el espacio desde el Sol y las estrellas? ¿Cuál era esa mecánica ondulatoria?

Aproximadamente durante un siglo, contendieron entre sí estas dos teorías. La «teoría corpuscular», de Newton fue, con mucho, la más popular, en parte, porque la respaldó el famoso nombre de su autor. Pero hacia 1801, un físico y médico inglés, Thomas Young, llevó a cabo un experimento que arrastró la opinión pública al campo opuesto. Proyectó un fino rayo luminoso sobre una pantalla, haciéndolo pasar antes por dos orificios casi juntos. Si la luz estuviera compuesta por partículas, cuando los dos rayos emergieran de ambos orificios, formarían presuntamente en la pantalla una región más luminosa donde se superpusieran, y regiones menos brillantes, donde no se diera tal superposición. Pero no fue esto lo que descubrió Young. La pantalla mostró una serie de bandas luminosas, separadas entre sí por bandas oscuras. Pareció incluso que, en esos intervalos de sombra, la luz de ambos rayos contribuía a intensificar la oscuridad.

Sería fácil explicarlo mediante la teoría ondulatoria. La banda luminosa representaba el refuerzo prestado por las ondas de un rayo a las ondas del otro. Dicho de otra forma: Entraban «en fase» dos trenes de ondas, es decir, ambos nodos, al unirse, se fortalecían el uno al otro. Por otra parte, las bandas oscuras representaban puntos en que las ondas estaban «desfasadas» porque el vientre de una neutralizaba el nodo de la otra. En vez de aunar sus fuerzas, las ondas se interferían mutuamente, reduciendo la energía luminosa neta a las proximidades del punto cero.

Considerando la anchura de las bandas y la distancia entre los dos orificios por los que surgen ambos rayos, se pudo calcular la longitud de las ondas luminosas, por ejemplo, de la luz roja o la violeta o los colores intermedios. Las longitudes de onda resultaron ser muy pequeñas. Así, la de la luz roja era de unos 0,000075 cm. (Hoy se expresan las longitudes de las ondas luminosas mediante una unidad muy práctica ideada por Angström. Esta unidad, denominada, en honor a su autor, angström —abreviatura, Å—, es la cienmillonésima parte de 1 cm. Así, pues, la longitud de onda de la luz roja equivale más o menos a 7.500 Å, y la de la luz violenta, a 3.900 Å, mientras que las de colores visibles en el espectro oscilan entre ambas cifras.)

La cortedad de estas ondas es muy importante. La razón de que las ondas luminosas se desplacen en línea recta y proyecten sombras recortadas se debe a que todas son incomparablemente más pequeñas que cualquier objeto; pueden contornear un obstáculo sólo si éste no es mucho mayor que la longitud de onda. Hasta las bacterias, por ejemplo, tienen un volumen muy superior al de una onda luminosa y, por tanto, la luz puede definir claramente sus contornos bajo el microscopio. Sólo los objetos cuyas dimensiones se asemejan a la longitud de la onda luminosa (por ejemplo, los virus y otras partículas submicroscópicas) son lo suficientemente pequeños como para que puedan ser contorneados por las ondas luminosas.

Un físico francés, Augustin-Jean Fresnel, fue quien demostró por vez primera, en 1818 que si un objeto es lo suficientemente pequeño, la onda luminosa lo contorneará sin dificultad. En tal caso, la luz determina el llamado fenómeno de «difracción». Por ejemplo, las finísimas líneas paralelas de una «reja de difracción» actúan como una serie de minúsculos obstáculos, que se refuerzan entre sí. Puesto que la magnitud de la difracción va asociada a la longitud de onda, se produce el espectro. A la inversa, se puede calcular la longitud de onda midiendo la difracción de cualquier color o porción del espectro, así como la separación de las marcas sobre el cristal.

Fraunhofer exploró dicha reja de difracción con objeto de averiguar sus finalidades prácticas, progreso que suele olvidarse, pues queda eclipsado por su descubrimiento más famoso: las rayas espectrales. El físico americano Henry Augustus Rowland ideó la reja cóncava y desarrolló técnicas para regularlas de acuerdo con 20.000 líneas por pulgada. Ello hizo posible la sustitución del prisma por el espectroscopio.

Ante tales hallazgos experimentales, más el desarrollo metódico y matemático del movimiento ondulatorio, debido a Fresnel, pareció que la teoría ondulatoria de la luz había arraigado definitivamente, desplazando y relegando para siempre a la teoría corpuscular.

No sólo
se
aceptó la existencia de ondas luminosas, sino que también se midió su longitud con una precisión cada vez mayor. Hacia 1827, el físico francés Jacques Babinet sugirió que se empleara la longitud de onda luminosa —una cantidad física inalterable— como unidad para medir tales longitudes, en vez de las muy diversas unidades ideadas y empleadas por el hombre. Sin embargo, tal sugerencia no se llevó a la práctica hasta 1880 cuando el físico germano-americano Albert Abraham Michelson inventó un instrumento, denominado «interferómetro», que podía medir las longitudes de ondas luminosas con una exactitud sin precedentes. En 1893, Michelson midió la onda de la raya roja en el espectro del cadmio y determinó que su longitud era de 1/1.553.164 m.

Pero la incertidumbre reapareció al descubrirse que los elementos estaban compuestos por isótopos diferentes, cada uno de los cuales aportaba una raya cuya longitud de onda difería ligeramente de las restantes. En la década de 1930 se midieron las rayas del criptón 86. Como quiera que este isótopo era gaseoso, se podía abordar con bajas temperaturas, para frenar el movimiento atómico y reducir el consecutivo engrosamiento de la raya.

En 1960, el Comité Internacional de Pesos y Medidas adoptó la raya del criptón 86 como unidad fundamental de longitud. Entonces se restableció la longitud del metro como 1.650.763,73 veces la longitud de onda de dicha raya espectral. Ello aumentó mil veces la precisión de las medidas de longitud. Hasta entonces se había medido el antiguo metro patrón con un margen de error equivalente a una millonésima, mientras que en lo sucesivo se pudo medir la longitud de onda con un margen de error equivalente a una milmillonésima.

La velocidad de la luz

Evidentemente, la luz se desplaza a enormes velocidades. Si apagamos una luz, todo queda a oscuras instantáneamente. No se puede decir lo mismo del sonido, por ejemplo. Si contemplamos a un hombre que está partiendo leña en un lugar distante, sólo oiremos los golpes momentos después de que caiga el hacha. Así, pues, el sonido tarda cierto tiempo en llegar a nuestros oídos. En realidad es fácil medir la velocidad de su desplazamiento: unos 1.206 km/h en el aire y a nivel del mar.

Galileo fue el primero en intentar medir la velocidad de la luz. Se colocó en determinado lugar de una colina, mientras su ayudante se situaba en otro; luego sacó una linterna encendida: tan pronto como su ayudante vio la luz, hizo una señal con otra linterna. Galileo repitió el experimento a distancias cada vez mayores, suponiendo que el tiempo requerido por su ayudante para responder mantendría una uniformidad constante, por lo cual, el intervalo entre la señal de su propia linterna y la de su ayudante representaría el tiempo empleado por la luz para recorrer cada distancia. Aunque la idea era lógica, la luz viajaba demasiado aprisa como para que Galileo pudiera percibir las sutiles diferencias con un método tan rudimentario.

En 1676, el astrónomo danés Olaus Roemer logró cronometrar la velocidad de la luz a escala de distancias astronómicas. Estudiando los eclipses de Júpiter en sus cuatro grandes satélites, Roemer observó que el intervalo entre eclipses consecutivos era más largo cuando la Tierra se alejaba de Júpiter, y más corto cuando se movía en su órbita hacia dicho astro. Al parecer, la diferencia entre las duraciones del eclipse reflejaba la diferencia de distancias entre la Tierra y Júpiter. Y trataba, pues, de medir la distancia partiendo del tiempo empleado por la luz para trasladarse desde Júpiter hasta la Tierra. Calculando aproximadamente el tamaño de la órbita terrestre y observando la máxima discrepancia en las duraciones del eclipse que, según Roemer, representaba el tiempo que necesitaba la luz para atravesar el eje de la órbita terrestre, dicho astrónomo computó la velocidad de la luz. Su resultado, de 225.000 km/s, parece excelente si se considera que fue el primer intento, y resultó lo bastante asombroso como para provocar la incredulidad de sus coetáneos.

Sin embargo, medio siglo después se confirmaron los cálculos de Roemer en un campo totalmente distinto. Allá por 1728, el astrónomo británico James Bradley descubrió que las estrellas parecían cambiar de posición con los movimientos terrestres; y no por el paralaje, sino porque la traslación terrestre alrededor del Sol era una fracción mensurable (aunque pequeña) de la velocidad de la luz. La analogía empleada usualmente es la de un hombre que camina con el paraguas abierto bajo un temporal. Aun cuando las gotas caigan verticalmente, el hombre debe inclinar hacia delante el paraguas, porque ha de abrirse paso entre las gotas. Cuanto más acelere su paso, tanto más deberá inclinar el paraguas. De manera semejante, la Tierra avanza entre los ligeros rayos que caen desde las estrellas, y el astrónomo debe inclinar un poco su telescopio y hacerlo en varias direcciones, de acuerdo con los cambios de la trayectoria terrestre. Mediante ese desvío aparente de los astros («aberración de la luz»), Bradley pudo evaluar la velocidad de la luz y calcularla con más precisión. Sus cálculos fueron de 285.000 km/s, bastante más exactos que los de Roemer, pero aún un 5,5 % más bajos.

A su debido tiempo, los científicos fueron obteniendo medidas más exactas aún, conforme se fue perfeccionando la idea original de Galileo. En 1849, el físico francés Armand-Hippolyte-Louis Fizeau ideó un artificio mediante el cual se proyectaba la luz sobre un espejo situado a 8 km de distancia, que devolvía el reflejo al observador. El tiempo empleado por la luz en su viaje de ida y vuelta no rebasó apenas la 1/20.000 de segundo, pero Fizeau logró medirlo colocando una rueda dentada giratoria en la trayectoria del rayo luminoso. Cuando dicha rueda giraba a cierta velocidad, regulada, la luz pasaba entre los dientes y se proyectaba contra el siguiente, al ser devuelta por el espejo; así, Fizeau, colocado tras la rueda, no pudo verla (fig. 8.1.). Entonces se dio más velocidad a la rueda, y el reflejo pasó por la siguiente muesca entre los dientes, sin intercepción alguna. De esta forma, regulando y midiendo la velocidad de la rueda giratoria, Fizeau pudo calcular el tiempo transcurrido y, por consiguiente, la velocidad a que se movía el rayo de luz.

Fig. 8.1. Dispositivo de Fizeau para medir la velocidad de la luz. La luz reflejada por el espejo diagonal a la fuente luminosa pasa por una muesca de la rueda dentada giratoria hasta un espejo distante (a la derecha), donde se refleja para alcanzar el siguiente diente o la siguiente muesca.

Un año más tarde, Jean Foucault —quien realizaría poco después su experimento con los péndulos (véase capítulo 4)— precisó más estas medidas empleando un espejo giratorio en vez de una rueda dentada. Entonces se midió el tiempo transcurrido desviando ligeramente el ángulo de reflexión mediante el veloz espejo giratorio (fig. 8.2). Foucault obtuvo un valor de 300.883 km/s para la velocidad de la luz en el aire (solo un 0,7% más bajo). Por añadidura, el físico francés utilizó su método para determinar la velocidad de la luz a través de varios líquidos. Averiguó que era notablemente inferior a la alcanzada en el aire. Esto concordaba también con la teoría ondulatoria de Huygens.

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