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Authors: John Gribbin

Tags: #Ciencia, Ensayo

Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi) (28 page)

BOOK: Introducción a la ciencia. Una guía para todos (o casi)
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Sin embargo, cuando a los sujetos se les hace duro competir para encontrar alimento y otros recursos, deben, en el sentido literal, buscar nuevos pastos.
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El pez que tuvo más éxito siguió siendo pez, y sus descendientes son hoy peces todavía. Fueron aquellos peces a los que no les iba demasiado bien en los mares, los que se vieron impulsados hacia la frontera, las marismas sometidas a las mareas, donde evolucionaron para convertirse en anfibios, que se trasladaban tierra adentro para comerse los insectos que habían seguido a las plantas cuando éstas salieron de los mares poco profundos. Del mismo modo, fueron los anfibios que tuvieron menos éxito quienes debieron desplazarse de nuevo, adaptándose completamente a la tierra seca y convirtiéndose en reptiles, y así sucesivamente. Somos descendientes de una larga serie de criaturas que no desempeñaban muy bien sus papeles y tenían que adaptarse o morir, una larga serie de cuasi-fracasos, en términos de la evolución (no diremos fracasos totales, porque en este caso no habrían dejado descendiente alguno). Y lo que es aún peor, para ponernos en nuestro lugar, nuestro linaje no fue el primero que se trasladó a tierra firme. Fue a unos moradores del mar segmentados, con pesadas conchas, a los que les resultó más fácil salir del mar, una vez que fue posible disponer de alimentos fuera de este medio. Algunos antepasados de los miriápodos se encuentran entre los primeros animales que «conquistaron» la tierra firme; y hay que recordar que las cucarachas estaban ya bien instaladas en tierra hace 300 millones de años, mientras nuestros antepasados apenas habían dejado de chapotear en los bajíos.

De hecho, nuestros antepasados directos, los vertebrados, se trasladaron a tierra justo después de otra gran extinción, que marcó el final del período devónico, hace aproximadamente 360 millones de años. Una vez más, en gran medida se puede echar la culpa de las extinciones a la deriva del continente de Gondwana, que hizo que este continente girara y retrocediera sobre el polo Sur. En muchos aspectos, esta crisis que sufrió la vida en el devónico tardío fue una réplica de lo que había sucedido al final del ordovícico. Afectó fundamentalmente a la vida marina, en el sentido de que hubo formas de vida, adaptadas a temperaturas frías, que fueron llevadas hacia el ecuador, y otras formas de vida que estaban adaptadas a los trópicos fueron aniquiladas. También hay pruebas de que la Tierra podía haber chocado con un gran objeto procedente del espacio, un asteroide o un corneta, durante la época de las glaciaciones que estuvo asociada con la deriva del continente de Gondwana, al retroceder éste pasando sobre el polo Sur.

El efecto principal de un impacto como éste pudo ser el de extender un velo de polvo en la parte alta de la atmósfera (polvo fino, como polvos de talco), que reflejaría el calor procedente del Sol y produciría un enfriamiento aún mayor del planeta. Cualesquiera que fueran las causas exactas de este enfriamiento, no hay duda, sin embargo, de que la Tierra volvió a entrar en un fuerte período de enfriamiento al final del devónico, que dio como resultado la extinción de muchas formas de vida. En la recuperación posterior a esta gran extinción, al salir los supervivientes distribuyéndose por los nichos ecológicos que habían quedado libres, los anfibios abandonaron los mares y fueron a tierra.

Al principio del período carbonífero, enormes bosques cubrían grandes superficies de tierras bajas pantanosas. Cuando los árboles de estos bosques murieron y cayeron, sus restos, ricos en carbono almacenado por fotosíntesis, se conservaron en los pantanos, donde se apilaron en estratos de gran espesor que sufrieron luego la presión de las fuerzas geológicas y, después de un largo intervalo de tiempo, se convirtieron en carbón. Este período tuvo una duración que va desde hace 360 millones de años hasta hace aproximadamente 286 millones de años, aunque a veces se subdivide en el mississippiense (desde hace 360 hasta hace 320 millones de años) y el pennsylvaniense (desde hace 320 hasta hace 286 millones de años), llamados así por los depósitos de carbón que datan aproximadamente de esas épocas y se encuentran en la actualidad en las zonas de América del Norte que sus nombres indican.

Gran parte del carbón que se quema hoy en día en todo el mundo, y que es responsable en gran medida del agravamiento del efecto invernadero que estamos sufriendo actualmente, proviene de los depósitos que se generaron en el carbonífero. Hoy esto plantea un problema de calentamiento mundial, como ya comentaremos en el próximo capítulo. Sin embargo, en el carbonífero fue tan grande la cantidad de dióxido de carbono que las plantas tomaron del aire y fijaron como carbón, que debió de tener el efecto contrario, es decir, enfriar el planeta. Desgraciadamente, no sabemos qué efecto pudo haber tenido esto exactamente sobre los seres vivos, ya que desconocemos cuánto dióxido de carbono había en el aire al comienzo del carbonífero, ni hasta qué punto disminuyó el efecto invernadero.

No obstante, para entonces la actividad evolutiva, por lo que respecta a las líneas que conducen hasta nosotros, los humanos, se había trasladado definitivamente a tierra. Al carbonífero le siguió el período pérmico, que se prolongó hasta hace 248 millones de años, y fue aproximadamente a medio camino del pérmico, hace unos 270 millones de años, cuando entraron en escena los primeros animales de sangre caliente: los protomamíferos. Durante la última parte del pérmico, casi toda la corteza continental de la Tierra se encontraba reunida en el único continente que existía: la Pangea. Dicho continente se extendía desde un polo hasta el otro y fue el causante de otro período de frío. En estas condiciones, las criaturas de sangre caliente tuvieron mucho más éxito que sus rivales de sangre fría. Sin embargo, justo cuando parecía que estaban prosperando, la vida en la Tierra sufrió un desastre que trajo la mayor extinción que se puede ver reflejada en el conjunto del registro fósil. Fue tan espectacular que los geólogos la utilizan para marcar no sólo el final de un período (el pérmico), sino también el final de una era (el paleozoico).

En los mares, las extinciones que se produjeron a finales del pérmico (las «extinciones del pérmico terminal») hicieron desaparecer al 90 por 100 de todas las especies durante un período de, todo lo más, 10 millones de años, o quizá mucho menos. En tierra es más difícil decir qué proporción de las especies resultó extinguida, pero está claro que se trataba de la primera, y mayor, extinción que afectaba a los vertebrados establecidos en tierra, y fue especialmente grave para los protomamíferos, incluidos nuestros antepasados directos. Este enfriamiento del globo que se relaciona con la formación de la Pangea debió de hacer que la vida fuera difícil durante millones de años; sin embargo, no debemos dejar de lado la conclusión de que alguna catástrofe adicional, casi con toda seguridad un golpe proveniente del espacio, remató una situación que ya era de por sí dura, convirtiéndola en un desastre para la vida en tierra firme.

Durante el período triásico, que siguió al pérmico y duró desde hace 248 millones de años hasta hace 213 millones de años, fueron los reptiles, no los mamíferos, quienes mejor se recuperaron de la crisis y se extendieron para llenar los nichos ecológicos disponibles. Hace aproximadamente 230 millones de años, los dinosaurios ya habían hecho su entrada en la escena evolutiva. Tuvieron tanto éxito (en parte porque probablemente también eran de sangre caliente) que dominaron dos períodos geológicos completos: el jurásico (desde hace 213 millones de años hasta hace 144 millones de años) y el cretácico (desde hace 144 millones de años hasta hace 65 millones de años). En números redondos, el «día» del dinosaurio duró 150 millones de años (como dato comparativo, utilizando la definición más amplia del término «humano», nosotros hemos estado por el mundo unos 5 millones de años). Durante la época de la dominación de los dinosaurios, Pangea se rompió en trozos, primero formando dos supercontinentes distintos, Laurasia y el continente Gondwana II, y luego con la ruptura, a su vez, de estos dos supercontinentes en fragmentos que se movieron a la deriva para ocupar las posiciones que disfrutan actualmente. Pero ninguno de estos continentes pasó en su deriva por los polos, por lo que no hubo grandes períodos de glaciación, y además tampoco se produjeron grandes colisiones continentales. Fue un largo intervalo de estabilidad geológica relativa, que es la razón por la que los períodos jurásico y cretácico son unos intervalos tan largos dentro del registro geológico.

Las extinciones que marcan la frontera entre el jurásico y el cretácico se sitúan en la mitad de este prolongado lapso de calma geológica, y constituyen una especie de puzzle, en términos de deriva continental y tectónica de placas, ya que no existen razones obvias que justifiquen el hecho de que la actividad tectónica haya podido causar en aquella época cambios significativos en las condiciones medioambientales. Tanto las criaturas marinas como los dinosaurios (y otras criaturas establecidas en tierra) sufrieron ciertamente mucho al final del jurásico, y éste es uno de los motivos que se pueden barajar para pensar en un desastre provocado, aunque no sea totalmente, por un impacto proveniente del espacio. No obstante, aunque muchas especies de dinosaurios quedaron extinguidas y otras nuevas ocuparon su lugar, la línea de los dinosaurios continuó dominando la fauna terrestre. Sobrevivieron en un mundo en continua transformación adaptándose y evolucionando. Entre los cambios a los que tuvieron que adaptarse figura la proliferación de hierba y plantas de flores por todo el terreno, lo cual sucedió en el cretácico medio, hace poco más de cien millones de años. Para entonces, los propios dinosaurios llevaban ya existiendo en el planeta mucho más de cien millones de años; el tiempo transcurrido entre la aparición de los dinosaurios y la proliferación de los pastos es tan amplio como el tiempo transcurrido entre la proliferación de los pastos y nosotros. Desde luego, ninguno de los dinosaurios del jurásico (incluidos algunos favoritos de los niños, tales como el diplodocus o el brontosaurio) vio nunca una flor, ni caminó sobre la hierba.

Incluso los dinosaurios fueron incapaces de sobrevivir a la catástrofe que afectó a la Tierra al final del cretácico, hace 65 millones de años. Algunos de los cambios que trajeron por aquella época las nuevas presiones del medio ambiente estuvieron, una vez más, relacionados con una geografía cambiante. Hablando en términos generales, a ambos lados del océano protoAtlántico, al final del cretácico, existían continentes en el sur (en particular América del Sur, África y la India) y otros continentes en el norte (principalmente África del Norte, Europa y Eurasia) separados por una extensión de océano abierto, el mar de Tetis, que rodeaba todo el planeta en latitudes bajas. Gran parte de sus aguas desaparecieron cuando los continentes se unieron (el Mediterráneo es un vestigio del mar de Tetis), cambiando las pautas de circulación oceánica, alterando el clima y dando quebraderos de cabeza a las criaturas marinas que habitaban en los bajíos.

Actualmente, sin embargo, se tienen pruebas irrefutables de que la catástrofe que afectó a la vida terrestre al final del cretácico, y especialmente a los dinosaurios, fue causada por el impacto de un objeto que venía del espacio y que chocó con la Tierra en algún punto de lo que es ahora la península de Yucatán, en México. Se ha identificado el cráter formado por el impacto, y se sabe que fue producido por un objeto de más de 10 kilómetros de diámetro, que viajaba a una velocidad diez veces más rápida que una bala de rifle y que cuando impactó emitió una cantidad de energía equivalente a al menos cien millones de megatones de TNT y su energía cinética se convirtió en calor.
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Los materiales de la corteza terrestre arrancados de la misma, como en una voladura, por efecto del impacto, probablemente fueron lanzados hacia arriba, al espacio, y luego volvieron a caer, de tal modo que, en todos los lugares donde los fragmentos chocaron, su energía cinética debió convertirse en calor. Como consecuencia, muchas de las criaturas de la superficie sólida de la Tierra —incluidos muchos dinosaurios— fueron asadas vivas, mientras el calor provocaba un incendio forestal general, el cual ardió con tal virulencia que dejó una capa de hollín visible aún en los estratos de roca que tienen 65 millones de años. Después del calor vino el frío, ya que el humo y el polvo envolvieron el planeta e impidieron que el calor del Sol alcanzara el suelo. La vida vegetal, dependiente de la luz solar para realizar la fotosíntesis, fue gravemente afectada; los animales herbívoros no tenían nada para comer. Así, cuando los herbívoros desaparecieron, les tocó morir a su vez a los animales carnívoros. En total un 70 por 100 de todas las especies de la Tierra fue aniquilado en el suceso que tuvo lugar al final del cretácico, un desastre tan grave que los geólogos lo han elegido para indicar no sólo el final de este período, sino también el final de la era mesozoica y el principio de la era cenozoica.

Entre los supervivientes había algunos pequeños mamíferos, criaturas del tipo de las musarañas que habían vivido durante decenas de millones de años a la sombra de los dinosaurios, nuestros antepasados. El modo en que se extendieron y adaptaron después de las extinciones es otro ejemplo perfecto del funcionamiento de la evolución darwiniana, y además explica por qué estamos hoy aquí.

Durante los períodos geológicos que siguieron a la muerte de los dinosaurios (el paleógeno, desde hace 65 millones de años hasta hace 24 millones de años, y el neógeno, que comenzó hace 24 millones de años y aún no ha terminado), la geografía del globo ha cambiado sólo ligeramente, aunque esos cambios puedan haber desempeñado un papel importante en nuestra propia evolución. Es hora de dejar esta historia sobre el modo en que la parte sólida de la Tierra se ha transformado, para mirar los cambios mucho más rápidos que se producen en la capa de aire que rodea a nuestro planeta, que además tienen consecuencias relacionadas con las actividades humanas pasadas, presentes y futuras.

Vientos de cambio

La atmósfera de la Tierra es esencial para nuestro bienestar y sin ella proba- blemente no habría ningún tipo de vida en nuestro planeta. Ahora bien, en términos planetarios es apenas algo más que una idea geológica de menor importancia. El diámetro del volumen sólido de la Tierra mide 12.756 km. En cambio, definir el espesor exacto de la atmósfera es difícil, ya que ésta no tiene un borde preciso, sino que pierde densidad y acaba desvaneciéndose en el espacio, aunque la altitud del monte Everest sobre el nivel del mar, o sea 8'85 km, viene a ser la máxima altura a la que una persona puede subir y encontrar aún un aire respirable, mientras que la parte superior de la capa de la atmósfera, donde se deciden las situaciones meteorológicas (la troposfera), se encuentra por término medio a unos quince kilómetros de altitud sobre el nivel del mar. Si nuestro planeta tuviera el tamaño de una pelota de baloncesto, el espesor de la atmósfera respirable no sería más que un cuarto de milímetro, es decir, un poco de suciedad apenas perceptible sobre la superficie de la pelota. También se puede pensar de otra manera: si se tratara de viajar por la superficie de la Tierra, una distancia de diez kilómetros (justo algo más de seis millas) sería un viaje muy cortito. Saliendo de cualquier punto del planeta, si se recorren diez kilómetros en cualquier dirección, en la mayoría de los casos esperaríamos ver un entorno muy parecido al del punto de donde hemos salido. Sin embargo, si viajáramos diez kilómetros verticalmente hacia arriba y al llegar intentáramos respirar el aire que hay allí, moriríamos.

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