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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

Ira Dei

BOOK: Ira Dei
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La Laguna. Tenerife. Los trabajos de excavación de una obra dejan al descubierto, accidentalmente, una cripta subterránea. En ella se amontona un grupo de cadáveres que presentan una mutilación especial, pertenecen a personas desaparecidas en el siglo XVIII. La policía sigue la pista de otro asesinato ocurrido días antes. El inspector Galán constata que la víctima ha sufrido la misma mutilación que los cadáveres de la cripta. ¿Casualidad?

La Laguna, fascinante y desconocida, renacentista y barroca, es el escenario en el que interactúan cuatro personas sin aparente relación —un inspector de policía, una arqueóloga, un funcionario de hacienda en excedencia y una periodista—, cuyas pesquisas se entrecruzan en el presente siguiendo rastros que se hunden en el pasado de la ciudad.

Mariano Gambín

Ira Dei

La ira de Dios

ePUB v1.0

morlock
29.03.12

Primera edición: octubre, 2010.

Diseño de portada y maquetación: Mª Victoria Martínez Lojendio

www.creaconvictoria.com

Los personajes y situaciones de esta novela son ficticios, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

1

San Cristóbal de La Laguna, Tenerife. Febrero de 1751.

No cesaba de llover. El alguacil Torres, cansado de esperar a que amainase, salió de la casa de los Justiniano pasada la medianoche. La luz, proveniente de las ventanas de las contadas casas en las que sus ocupantes todavía no dormían, apenas se reflejaba en los charcos de las oscuras calles de la ciudad. Torres se arrebujó en su capa y se caló bien el sombrero. La partida de naipes había durado más de lo habitual, pero había valido la pena. Notaba en la faltriquera los veinte reales que había ganado esa noche, y, además, el vino del dueño, don Sebastián Justiniano, era de los mejores de la Isla. Las cuatro jarras vacías que habían quedado en la mesa daban fe de ello.

Soltó un juramento al meter la bota derecha en un charco de agua embarrada. Se acercó a la pared del edificio para resguardarse del viento y la lluvia, y enfiló por la calle Real en dirección a la plaza de la iglesia de la Concepción, donde vivía.

Aquel invierno estaba siendo más largo y frío de lo habitual. Había llovido todos los días en los últimos dos meses, y ya empezaba a estar harto del mal tiempo. La lluvia era el comentario cotidiano de los vecinos de la ciudad. Unos más que otros, todos tenían tierras plantadas en algún punto de la Isla, y los cultivos amenazaban con echarse a perder si continuaba lloviendo. Torres no tenía tierras, por lo que, en el fondo, aquello le importaba poco, pero sí le incomodaba ver intranquilos a los habitantes de Tenerife. Si las cosechas se perdían, podría haber hambre, descontento y alguna revuelta, y eso sí que acabaría por afectarle.

Al doblar la esquina de la calle del Norte, advirtió que el fanal de la casa de los Franchi se mantenía encendido. Antes de llegar a su altura, Torres se revolvió incómodo al notar la caída sobre su espalda del chorro del desaguadero de un tejado. El agua se escurrió por debajo del ala del sombrero y se deslizó por su espalda, tras colarse por el cuello de la chaqueta. Estaba helada. Soltó una maldición, y se colocó mejor la capa y el sombrero. La pálida luz de la vela, a través del vidrio grueso y verdoso, era la única luz exterior en todos los edificios de la calle. Seguro que Miguel, el hijo mayor de los Franchi, estaba otra vez de juerga y su madre había ordenado a los criados que dejaran la luz encendida para facilitar el regreso del chico a la casa. Torres arrugó la nariz al pensar en ello, aquella noche no le apetecía que nadie le llamara para ir a buscar a algún borrachín de buena familia y sacarlo de la mancebía, o de algún mesón, para llevarlo a su casa a rastras.

Una sombra cruzó rápidamente en la siguiente bocacalle. Algo en ella llamó la atención del alguacil. Le había parecido una persona encorvada que cojeaba. Había pasado como una exhalación, demasiado deprisa para un anciano. Torres conocía a todo el vecindario y nadie caminaba de esa manera. Debía ser el efecto del vino, pensó, y volvió a prestar su atención a la tierra embarrada tratando de no meterse de nuevo en otro charco. Al llegar a la esquina miró a ambos lados. No se veía a nadie. Tan solo destellaba a lo lejos un farol encendido en otro portal, cerca de la iglesia.

Torres notó como el viento helado azotaba la piel de su rostro obligándole a entrecerrar los ojos. El vino no había logrado entumecer todos sus sentidos.
Todavía tenía aguante
, pensó. Siguió avanzando por la calle. Tuvo que dar un pequeño rodeo alrededor de un muro que se había derrumbado hacia la calzada, dejando un montón de escombros en el paso.
Mañana iré a presionar a Martín Jiménez
, se recordó,
para que repare la pared caída
.

Estaba mirando la oscura huerta que se hallaba tras el muro caído, ahora visible, cuando notó un movimiento a su izquierda. Al volver la cabeza vislumbró una silueta que desaparecía en la siguiente esquina. Se preguntó si estaría rondando la casa de Jiménez. Con ojo experto, comprobó que las ventanas estaban bien cerradas, por lo que desechó la idea.

Se le pasó por la mente la sospecha de que alguien lo estuviera siguiendo a él.

Inquieto, Torres echó mano a su espada y otra imprecación salió de su boca cuando descubrió que se la había dejado en casa de Justiniano.

Estaba desarmado.

El alguacil resopló dos veces y se impuso tranquilidad. El idiota que estaba jugando al escondite se las iba a pagar cuando lo pescara. Decidió volver a buscar la espada, asiendo al pasar una estaca que sobresalía del muro derribado. Es mejor ser precavido, se dijo. Apresuró el paso y dobló la esquina. Allí se detuvo. Muy despacio, se giró y miró atrás. Nadie. Dejó escapar un suspiro, aliviado, y reemprendió la marcha.

Cuando llegaba a la siguiente bocacalle, oyó delante un sonido metálico contra una piedra del suelo, seguido de unos pasos apresurados chapoteando en los charcos. Torres aceleró el paso y giró la cabeza a ambos lados al doblar la esquina. Nadie. Aquello empezaba a disgustarle seriamente. Gritó en medio del aguacero:

—¡Mostraos si apreciáis en algo la vida, que a fe mía que esta noche cenaréis con el Diablo!

Nada se movió en la calle. La valentía que le había insuflado el grito comenzó a desvanecerse en favor de un creciente desasosiego. Decidió cambiar de táctica. Comenzó a correr por la calle a su izquierda, sin importarle el barro que se adhería a sus botas a cada paso. Al cruzar la siguiente esquina, buscó la oscuridad de los soportales de la casa de los Mesa y se escondió tras una columna. Intentó escuchar los pasos de su perseguidor acercándose, pero no oía otra cosa que su agitada respiración. Poco a poco recuperó el resuello. Dejó pasar varios minutos. Torres no oía otro sonido que el agua cayendo de los tejados. Cansado de la espera, asomó la cabeza. A ambos lados no veía nada extraño, solo distintos tonos de oscuridad. Ninguna sensación de movimiento en la calle.
Debo haberlo espantado
, pensó.

Cauteloso, salió de su escondite y lentamente, pegado al muro, volvió en la dirección en que había venido. Llegó a la esquina. Se separó de la casa esquinera en previsión de un ataque del otro lado. No había nadie. El alguacil resopló de alivio.

Comenzó a reírse para sus adentros.
¿A qué venía aquel nerviosismo?
En otras ocasiones se había visto en situaciones realmente peligrosas.
¿Cómo podía tener miedo de la sombra de un cojo?

Ya repuesto, apretó el paso camino de la casa de los Justiniano. De nuevo pasaba debajo del farol de los Franchi.
Mejor, por lo menos este tramo está iluminado
, se dijo. Tiró el madero, que no hacía sino estorbarle con la capa. Al pasar, Torres echó un vistazo al portal de la casa. La luz del farol oscurecía el interior.
Doña Águeda todavía tendrá que echar mano de paciencia con su hijo
, pensó sonriendo.

Torres no vio, pero sí sintió un rápido movimiento tras él. Un brazo de una fuerza irresistible le rodeó el cuello, dejándolo sin respiración, al tiempo que notó un pinchazo doloroso en la espalda. Quiso gritar, pero no pudo. El abrazo se hizo más fuerte y el alguacil notó que perdía las fuerzas. En un instante se vio en el suelo. Su sombrero aterrizó en un charco y todo se volvió negro. Lo último que sintió fue que una mano enguantada le agarraba los cabellos.

BOOK: Ira Dei
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