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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Jesús me quiere (15 page)

BOOK: Jesús me quiere
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—¿Qué te había dicho? —pregunté.

No quiso contestar.

Volvía a tener los ojos muy tristes. En aras de su misión, no había renunciado sólo a su familia. También al amor. Demasiada renuncia, en mi opinión.

Jesús ya se había acabado el helado y tenía una mano sobre la mesa. De nuevo quise cogérsela para consolarlo. Aquella vez no me corté. Me daba igual que fuera el Hijo de Dios; para mí, en aquel momento sólo era un hombre triste que me gustaba mucho. Quizás demasiado. Mi mano se acercó a la suya. Él se dio cuenta y retiró la mano serenamente de la mesa. No quería que lo consolaran. No yo.

Él tampoco era capaz de consolarse, seguía poniendo cara de pena. Puesto que no me gustaba verlo así, pensé en cómo podría distraerlo de sus recuerdos. Jesús quería ver cómo vivía la gente actualmente. Por lo tanto, teníamos que ir al sitio donde más vida había en todo Malente.

—Ya sé qué voy a enseñarte ahora —dije sonriendo.

—¿Qué? —preguntó intrigado.

—¡Salsa!

Capítulo 27

A eso de las once entramos en el único local que aún estaba abierto a esas horas en Malente, un club de salsa que se llamaba Tropicana, haciendo honor a la típica falta de originalidad de Malente. El club estaba en un sótano, el prohibido fumar era un término desconocido allí y el ambiente era fenomenal: un montón de gente joven bailando al ritmo fantástico de la música latinoamericana. Jesús y yo superábamos de largo el promedio de edad, y no sólo porque él tuviera más de dos mil años. Saltaba a la vista que encontraba chocante aquel baile alegre, los vestidos ceñidos y las camisas de los hombres, que dejaban al descubierto de manera desagradable parte del pelo en el pecho.

—¿Está prohibido bailar? —pregunté para mayor seguridad, aunque de repente tuve miedo de haber cometido un error llevándolo al club.

—No, el rey David bailó despojado de sus vestiduras para venerar a Dios.

¿Despojado de sus vestiduras? Grrr…

Nos metimos entre el gentío a apretujones, era evidente que algunas mujeres le parecían demasiado despojadas de vestiduras a Jesús, se le notaba en las miradas de desaprobación.

—¿Quieres que nos vayamos? —le pregunté.

—No, estoy acostumbrado a moverme entre pecadores —contestó.

—Pero… no te pondrás a escribir sus pecados en el suelo, ¿verdad? —pregunté.

—No.

—Bien.

—Los convertiré.

Y se dirigió hacia una chica que llevaba un top con el que anunciaba a los hombres: lo llevo por pura formalidad.

Fui tras él, le di alcance y me le planté delante:

—No vas a convertir a nadie —le advertí. Supuse que la mayoría de las personas que había en el club no eran verdaderos pecadores, al menos según mi definición.

—Pero… —empezó a protestar Jesús.

—¡Esta noche, ni hablar!

Enarcó una ceja, desconcertado.

—Tú quieres que te enseñe cómo vive la gente de hoy en día. Pero no puedo hacerlo si eres el Hijo de Dios.

—Pero soy el Hijo de Dios —replicó Jesús. Era la primera vez que lo veía confundido. Le sentaba bien. Parecía tan tierno y frágil.

—Pero también eres una persona —le aclaré. Lo había notado perfectamente cuando me habló de sus padres y de María Magdalena.

Entonces enarcó también la otra ceja.

—Esta noche, sé simplemente Joshua.

Lo meditó y luego se mostró conforme:

—De acuerdo.

* * *

Inmediatamente establecí unas cuantas normas de «sé una persona normal» para una noche de salsa.

1. Nada de cantar salmos.

2. Nada de compartir el pan.

3. Nada de enfrentarse a los pecados.

4. Nada de bailar despojados de vestiduras.

Al oír la última norma, Jesús se echó a reír; por lo visto, le gustaba reírse con mis bromas.

—No temas —dijo.

Por lo demás, aceptó las reglas divertido. Sin embargo, Joshua no era el único que debía arrinconar el hecho de que era el Hijo de Dios, yo también tenía que hacerlo. Claro que, tratándose de hombres, yo era capaz de pasar por alto algunas cosas: ante los continuos flirteos de Marc con otras mujeres o con la desagradable costumbre de Sven de cortarse las uñas de los pies en la sala de estar, siempre había hecho la vista gorda. Como sólo sabemos hacer las mujeres cuando estamos fieramente decididas a quedarnos con un tío. Y aquella noche pensaba sacar partido de esa capacidad femenina para el autoengaño.

—¿Quieres tomar algo? —pregunté.

—¿Te apetece volver a tomar unos vinos conmigo?

—Más bien pensaba en unos mojitos.

* * *

Pedí dos copas en la barra y dudé de si eso no se interpretaría como un intento de seducir al Mesías. Aunque, con la cantidad de vino que podía tolerar su sangre semidivina, un mojito seguramente no lo tumbaría. Después de descubrir cómo se sorbía con la pajita, lo paladeó con auténtico placer:

—Es una alternativa riquísima al vino —afirmó.

Joshua (sí, funcionó, conseguí volver a llamarlo Joshua) sonrió ampliamente. Su buen humor mejoraba minuto a minuto. Observé a aquel montón de gente, que se divertía cantidad bailando ritmos calientes. ¿Sacaba a Joshua a bailar? ¿Y por qué no? ¡Sólo era una persona!

Hice acopio de valor y le pregunté con el corazón latiéndome con fuerza:

—¿Bailamos?

Dudó.

—Vamos.

—Yo… no he bailado en la vida.

—Pues el rey David te lleva ventaja en algo —dije sonriendo y un poco desafiante.

—Pero lo que suena no son canciones de Dios —señaló.

—Tampoco del demonio.

Joshua sopesó mi argumento y, mientras aún lo sopesaba, lo arrastré hacia la pista.

Se le veía agobiado. Estar agobiado también le sentaba bien. Lo cogí por las caderas y se dejó hacer, firmemente decidido al fin a implicarse. Luego empecé a deslizarme con él por la pista. Vale, al principio iba un poco tieso. Un hombre corriente. Tropezamos y empujamos a una pareja que también bailaba y que se quejó a grito pelado.

—¿No podríais tener más cuidado? —refunfuñó el hombre, que se vestía como Antonio Banderas, pero parecía un presentador de las noticias al estilo de Tom Buhrow.

—Cuida tu lengua o haré que te seques —dije sonriendo burlona, y seguí llevando a Joshua por la pista.

—Yo nunca haría eso… —protestó.

—Algún día te enseñaré en qué consiste la ironía —lo interrumpí.

Y continué llevándolo. Entonces me pisó un pie.

—¡Au! —exclamé.

—Perdona —se avergonzó.

—No pasa nada —repliqué, y lo decía realmente en serio. Incluso el pisotón me pareció bien. Gracias a él, olvidé definitivamente que no estaba con una persona normal.

De manera lenta pero segura, cogimos el ritmo juntos. Joshua me pisaba cada vez menos y acabamos moviéndonos como una unidad. Como una unidad que no bailaba demasiado bien. Pero como una unidad.

Nunca había bailado tan armoniosamente con un hombre en medio de una pista. Para mí, volvía a ser Joshua, el carpintero de voz maravillosa, ojos fantásticos y… Sí, hasta me atreví a pensarlo otra vez…, un trasero formidable.

Bailamos salsa. Y merengue. Incluso un tango. Y, aunque no dominábamos los pasos y cosechamos alguna que otra mirada de extrañeza, tipo «¿Qué hacen esos dos viejos disléxicos moviendo el esqueleto por aquí?», me lo pasé bien. Increíblemente bien. Y Joshua también. ¡Ya lo creo!

—No sabía que el esfuerzo físico que no está asociado al trabajo podía ser tan divertido —dijo radiante entre dos bailes. Luego, mucho más serio, concluyó—: Ni que fuera tan divertido ser simplemente Joshua.

Capítulo 28

Cuando el club de salsa cerró las puertas, fuimos al lago a ver la salida del sol. Había sido una noche fantástica, ¡y yo quería el programa completo! Para ser más exactos: había sido la noche más fantástica que había pasado en años.

Nos sentamos en la pasarela. Sí, ya teníamos algo así como un sitio habitual. Un rincón romántico, perfecto como sitio habitual y para contemplar la salida del sol… y para un primer beso…, un beso tierno, hermoso… ¡Dios mío! ¡No podía pensar en eso! ¡Ni entonces ni nunca! Yo misma me di un cachete de castigo en la cabeza.

—¿Qué te pasa? —preguntó Joshua, desconcertado ante mi penitencia.

—Nada, nada…, sólo era un mosquito… —contesté, disconforme a la verdad.

Joshua quería refrescarse los pies en el lago y se descalzó. Entonces le vi las cicatrices.

Tragué saliva: ahí le habían clavado los clavos.

—Eso tuvo que doler mucho —se me escapó.

Joshua me miró severamente. Yo me apresuré a desviar la mirada. ¿Me había extralimitado?

—Tenía que ser simplemente Joshua —me advirtió.

—La… la noche casi ha acabado —contesté.

Después de ver aquello, me costó horrores quitarme de la cabeza las imágenes de la crucifixión de la película de Mel Gibson, que, para colmo de males, se mezclaban en mi mente con la banda sonora de
Jesucristo Superstar
.

No pude engañarme más pensando que el hombre que estaba a mi lado no era Jesús. Eso me entristeció grandemente. Habría continuado engañándome con mucho gusto.

Joshua vio que amanecía y asintió.

—Sí, la noche ha acabado.

Me pareció notar un deje de pena en su voz.

Balanceaba los pies en el agua.

—¿Cómo… cómo soportaste el dolor? —pregunté. Me preocupaba demasiado para callármelo.

Joshua siguió contemplando el cielo, no quería abordar el tema. Por lo visto, yo, tonta de mí, realmente me había extralimitado con esa pregunta. Estaba a punto de volver a atizarme en la cabeza, cuando Joshua contestó:

—Mi fe en Dios me ayudó a soportarlo todo.

La respuesta sonó demasiado declamatoria y valerosa para ser toda la verdad.

—¿No perdiste la fe en Dios en ningún momento, a pesar del suplicio? —insistí.

Joshua guardó silencio. Rumiaba. Finalmente, contestó en tono melancólico:

—Eli, Eli, lema sabachtani.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Un salmo de David —contestó.

—Ya… —balbuceé. Naturalmente, no entendí ni una palabra. Pero seguro que ese salmo no tenía nada que ver con David bailando despojado de sus vestiduras.

—Significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? —dijo Joshua quedamente.

—Eso… eso… suena triste —dije.

—Lo grité en la cruz, antes de morir. —Sus ojos se llenaron de dolor.

En ese momento, volvió a darme pena. Una pena infinita. Tanta que volví a tender mi mano hacia la suya. Esta vez, no la retiró de inmediato. Le toqué la mano con cautela. Siguió sin retirarla. Entonces se la cogí. Con firmeza.

* * *

Estuvimos así sentados, Joshua y yo, callados mano sobre mano en la pasarela, y contemplamos la salida del sol sobre el lago de Malente.

Capítulo 29

Unas horas antes

Satanás volvió a notar por primera vez en mucho tiempo algo así como fuego en su interior: la batalla final iba a comenzar por fin. De repente, la vida volvía a tener sentido.

Primero decidió reclutar a una serie de personas a las que dotaría de poderes sobrenaturales para que se convirtieran en sus jinetes apocalípticos. En la lista de candidatos, para el primer jinete, llamado Guerra, tenía al 43° presidente de Estados Unidos, que por aquel entonces se aburría en su residencia de verano en Kennebunkport. Para el segundo jinete, Enfermedad, había en la lista un cardenal que les decía a los africanos que renunciar a los condones era una excelentísima idea. Y para el tercero, Hambre, Satanás había elegido a una
top-model
que presentaba un programa de castings donde convencía a chicas delgadas de que eran unos monstruos grasientos y fofos.

Sin embargo, Satanás no acababa de estar satisfecho con su lista de candidatos para los tres primeros jinetes. Tenía que encontrar a los mejores compañeros, sólo así podría vencer a Dios. Esta vez tocaba, puesto que ésa sería la última batalla por el destino de la humanidad. Y Satanás era de antemano el perdedor; hasta entonces, el Todopoderoso siempre lo había dejado con un palmo de narices (metafóricamente hablando, se entiende). Pensativo, se acomodó en un banco a orillas del lago de Malente, al lado de una mujer que estaba dibujando.

—Me tapas la luz —se quejó la mujer.

Satanás activó su sonrisa-George-Clooney.

—Pero soy George Clooney.

—Tienes cierto parecido, y vas que chutas. O sea que no exageres —replicó la mujer—. Además, soy lesbiana.

Luego le dio a entender con un gesto que la dejara tranquila.

Satanás siempre había tenido debilidad por las mujeres con voluntad de hierro. Quebrarles la voluntad siempre le deparaba una alegría especial. Evidentemente, sabía que era por envidia. Sí, envidiaba el libre albedrío de los humanos. ¿Qué no haría él por conseguirlo? Entonces pondría las llaves del infierno en manos de algún demonio inferior y se instalaría cómodamente en una isla solitaria de los mares del Sur. Sin que la gente le sacara de quicio con sus ideas, sus ambiciones y sus pecados. No tendría que volver a escuchar nunca más una fantasía sexual extravagante, a cambio de cuya realización alguien quería vender su alma… Seguro que aquello sería el paraíso.

Se llamó al orden, tenía que dejar de soñar; después de todo, él no tenía libre albedrío y estaba obligado a seguir su destino, y para ello debía reunir tropas para la batalla final. En aquel momento, su mirada se posó en el cuaderno de dibujo de la mujer y vio que dibujaba una historieta:

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