Jinetes del mundo incognito (24 page)

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Authors: Alexander Abramov

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Jinetes del mundo incognito
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—En tanto que tú, a la sazón, sangrabas en la habitación de Zernov. Por suerte él llegó a tiempo, cuando todavía respirabas.

—¿De dónde llegó?

—Del hall. El yacía allí casi sin sentido y con todo el cuerpo llagado por golpes. ¡Qué milagros! Parecía haber regresado de las Cruzadas.

—Pienso que de una época posterior a ellas. Quizás del siglo XVI. Sus espadas no tenían vainas y las hojas eran finas como una cañita. ¡Trata de repeler un rayo!

—¿Y tú lo repeliste? ¡Qué buen mosquetero! Primeramente debes aprender la técnica de la esgrima.

—La aprendimos en el instituto. Nosotros, los cineastas, debemos saberlo todo. Ese conocimiento me fue muy útil.

—Tan útil que caíste en la mesa de operaciones.

—Porque fui atrapado en una trampa. Detrás de mí se encontraba la pared y a un lado había una zanja, en tanto que él ¡podía maniobrar libremente!

—¿Quién?

—Mongeusseau. Intenta alguna vez luchar contra el campeón olímpico. ¿Recuerdas al joven que llevaba una venda sobre un ojo en la mesa del hotel?

Irina no se sorprendió:

—El sigue en el hotel, y como siempre junto a Garresi. ¡Y yo que creía que él era un actor de cine! Ellos son los únicos, con la excepción de nosotros, que continúan hospedados en el hotel después de aquella noche terrible. ¡Qué pánico! El portero hasta se suicidó.

—Qué portero? —prorrumpí.

—Aquel calvo…

—¿Etienne? —pregunté intrigado—. ¿Por qué?

—Nadie lo sabe. Antes de suicidarse no dejó ningún papel que pudiese aclarar la decisión que tomó. Aunque creo que Zernov sospecha algo.

—Su muerte es maravillosa —afirmé—. Un perro necesita una muerte de perro: a tal vida tal muerte.

—¿Tú también sospechas?

—No sospecho; lo sé.

—¿Qué sabes?

—Es una historia muy larga. Te la contaré otra vez.

—¿Por qué ustedes me ocultan sus secretos?

—Porque hay cosas que no debes saber aún. Las sabrás más tarde. No te enfurezcas, lo hacemos por tu bien. Dime ahora, ¿qué le sucedió a Lange? ¿Dónde está?

—Se fue. Posiblemente abandonó Paris. Existe también otra historia relacionada con él —dijo riéndose—. Martin, por razones desconocidas, le pegó de tal manera que lo dejó irreconocible; por lo menos, en los primeros días. Se pensaba que habría un escándalo diplomático, pero no ocurrió nada. Los alemanes occidentales permanecieron quietecitos: Martin es norteamericano y la mano derecha de Thompson. Los Ribbentrops actuales consideran que él es un hueso duro de roer. Hasta el mismo Lange desistió de toda protesta. El afirmó que a los locos no se les condena. Los periodistas, buscando una explicación del hecho, rodearon a Martin, pero éste les brindó whisky y aseveró que Lange quiso quitarle una muchacha rusa. Se refería a mí. Todo esto es ridículo, sin embargo, creo que tras esas risas hay también gato encerrado. Martin partió ya con Thompson. No te asombres, ésta también es una historia larga de contar. Te coleccioné los recortes de los periódicos a fin de que te enteraras de todo. Entre estos recortes hay una nota que te envió Martin, aunque no dice nada sobre la pelea. Sospecho que Zernov conoce las causas de esto también. A propósito, él debe hablar mañana en la reunión plenaria. Los periodistas están esperando su intervención como tiburones tras el barco que los alimenta. Mas, él continúa postergándola; y todo por tu causa, pues desea conversar previamente contigo sobre lo acontecido y ahora mismo. ¿Estás asombrado otra vez? Ya te dije: «ahora mismo».

Zernov, rápido como una película acelerada, entró en la habitación. Le acompañaban Carresi y Mongeusseau. El efecto que produjo no pudo ser mayor. Al ver a Mangeusseau, abrí la boca por el asombro y ni respondí a su saludo.

—Les ha reconocido —afirmó Zernov en inglés, dirigiéndose a sus acompañantes—. Y ustedes no lo creían.

Me enfurecí, y por suerte para mí, me era mucho más fácil enfurecerme en inglés que en otro idioma, excepto el ruso:

—No me volví loco ni perdí la memoria. ¡Cómo podría olvidar la espada que se me clavó en la garganta!

—¿Recuerda usted aquella espada? —inquirió Carresi regocijado (lo que me extrañó mucho).

—¡Que si la recuerdo! Eso será lo último que olvidaré en mi vida.

—¿Y la suya? —preguntó de nuevo Carresi, levantándose levemente por la inquietud—. Esta era un trabajo de Milán. Una serpiente de acero que partía de la guarnición y envolvía la empuñadura. ¿La recuerda?

—Deje que la recuerde él —respondí malignamente, señalando a Mongeusseau.

Mas éste, sin ofenderse ni turbarse, respondió flemáticamente:

—Ella cuelga en mi habitación desde el año 1960. Fue el premio que recibí en Toulouse.

—Recuerdo perfectamente su hoja y su serpiente porque la vi en tu casa —apuntó Carresi.

Pero ya Mongeusseau no le escuchaba.

—¿Qué tiempo se sostuvo Ud? —inquirió él, mirándome por primera vez con interés—. ¿Un minuto? ¿Dos minutos?

—Más —repuse—. Porque usted combatía con la mano izquierda.

—Eso no tiene importancia, porque a pesar de que mi mano izquierda es mucho más débil y no posee la agilidad necesaria para la lucha, en los entrenamientos… Por una razón desconocida no terminó la frase y, de pronto, cambió de tema: —Conozco a todos sus compatriotas que han tomado parte en competiciones internacionales; pero a usted nunca le he visto entre ellos. ¿No le han incluido aún en el equipo?

—No, abandoné la esgrima —repuse: yo no quería «delatarme»—. Hace ya mucho tiempo.

—¡Qué lástima! —dijo con lentitud y miró a Garresi.

Yo no acertaba a comprender por qué se lamentaba: ¿o porque yo había abandonado la esgrima o porque le había robado tres minutos preciosos? Al notar mi perplejidad, Carresi se sonrió:

—Gastón no estaba presente en este duelo.

—¿Qué quiere insinuar usted con esas palabras? —inquirí sin comprenderle—. ¿Y esto? —agregué tocando delicadamente con mis dedos la sutura que atravesaba mi garganta.

—El culpable soy yo —prorrumpió Carresi confuso—. Me imaginé todo eso mientras yacía acostado en el diván de mi habitación. El Gastón que fue sintetizado y que recibió la espada sintetizada, fue producto de mi imaginación. Rehúso a comprender cómo fue creado todo esto. Ahora bien, el verdadero y real Gastón no tomó parte en ese combate. No se irrite.

—Quiero decirle honestamente, que no recuerdo haberle visto sentado a la mesa del hotel —agregó Mongeusseau.

—Esa es la vida falsa —afirmó Zernov, haciéndome recordar la conversación que sostuvimos en la escalera—. Yo admitía que fue realizada una copia de suposiciones y situaciones imaginadas— le aclaró a Carresi.

—Yo no suponía nada —objetó aquél con impaciencia— y tampoco deseaba tomar a pecho esa noticia sensacional. Al principio yo me negaba a creer en la existencia de las «nubes" rosadas, igualmente que no creía en la existencia de los platillos voladores, pero luego, al ver su película, quedé petrificado. ¡Empecé a creer! Estuve una semana entera pensando sólo en eso; posteriormente me acostumbré, como nos acostumbramos a las cosas extrañas y lejanas que se repiten un sinnúmero de veces. Mi pensamiento y mi corazón estaban absorbidos por los intereses profesionales; hasta aquella tarde en vísperas del Congreso no pensaba en ninguna cosa más que en la nueva película. Anhelaba revivir una película histórica, una película que no fuese la melaza de Hollywood ni una pieza de museo, sino algo que fuera evaluado por los ojos y el pensamiento del hombre contemporáneo. Elegí el siglo, el héroe y, como dicen ustedes, el fondo histórico-social. En el restaurante del hotel encontré a la sazón a la "estrella" y le convencí. No le agradaba sólo una cosa: el combate con la mano izquierda. Y, aunque parezca extraño, yo insistía en lo mío. Recordé sus actuaciones en las competiciones y deduje que si él utilizara la espada con la mano derecha, la imagen sería demasiado profesional y él mismo no podría representar como es debido al protagonista. Por el contrario, la lucha con la mano izquierda, ¡era una genialidad! Fuerza bruta, errores, odio a sí mismo y el milagro de la naturalidad. El quedó convencido con mis proyectos y nos separamos. Luego subí a mi habitación del hotel, me acosté y comencé a meditar. La niebla roja me molestaba. "Al diablo» dije y cerré mis ojos. Comencé entonces a imaginarme el camino sobre el mar, las piedras, los viñedos y una pared blanca que contorneaba el parque de un conde. De pronto, sucede una cosa absurda: los mercenarios de Gastón, él es Bonneville de acuerdo con el papel, detienen en el camino a dos personas extrañas, que no parecen ni vagabundos ni turistas, en una palabra, a dos intrusos. El siglo cambia y el argumento también. Trato de apartarlos del pensamiento y no puedo: están como pegados a él. Entonces decido incluirlos a ellos también. El argumento se cambia y me parece hasta muy original: vagabundos o actores callejeros. Mientras yo pensaba en todo esto, Gastón, en el hotel, meditaba sobre la película, no sobre el argumento, sino sobre la participación que tendría en ella y sobre el dilema: ¿con la derecha o con la izquierda? Discuto entonces mentalmente con él, me enfurezco, trato de convencerle, exijo, hasta que finalmente le ordeno: ¡Basta!

—Vi todo eso —apunté—. Sobre el camino flotaban espumas rojas desde las que salió usted, como satanás emergiendo desde un cajón.

Carresi cerró los ojos, tal vez imaginándose visualmente todo lo escuchado y de nuevo se regocijó:

—¡Pero, ésta es una idea genial! ¡Qué argumento! Restableceremos todo tal y como sucedió. En una palabra, ¿desea usted hacer ese papel junto con Gastón?

—No, muchas gracias —repuse irritado—, no deseo morir por segunda vez.

Mongeusseau se sonrió cortésmente, aunque con cierta picardía:

—Yo, en su lugar, habría declinado también la proposición. Pero no deje de venir a verme a Rívoli, como amigos. Practiquemos allí la esgrima. No se asuste, el combate será realizado de acuerdo con las reglas de la esgrima, con máscaras y coletos. Me intriga sólo una cosa, cómo pudo sostenerse tanto tiempo. Cuando estemos juntos probaré con mi izquierda.

—No, gracias por la invitación —dije, sabiendo que no le vería jamás.

Capítulo 25 - Destino: Groenlandia

Cuando el director de cine y el floretista se alejaron, imperó un silencio embarazoso. Yo, exasperado por esta visita innecesaria, trataba con dificultad de retener mi furia. Zernov se sonrió, en tanto que esperaba mis palabras. Irina, notando lo importante que era esta pausa, hizo mutis también.

—¿Estás furioso? —quiso saber Zernov.

—Sí —repuse—. ¿Crees acaso que se puede galantear con el individuo que te asesina?

Inconscientemente, sin acuerdo mutuo, empezamos a hablarnos de «tú»; pero ninguno lo notó.

—Yuri, Mongeusseau no es culpable. No es culpable ni indirectamente —continuó Zernov—. Lo he acabado de comprender ahora.

—Presunción de inocencia —dije con malicia. Zernov no se inmutó:

—La culpa fue mía. Los traje a los dos intencionadamente, porque quería confrontar la copia y el original. No te enfurezcas. Para mi informe necesitaba comprobar exactamente qué se copiaba, la psiquis de quién. Y lo que es más importante, qué se copiaba: la memoria o la imaginación. Ya lo sé. Ellos examinaron la una y la otra. Mientras, Gastón simplemente quería dormir, pensando amodorrado en la proposición de Carresi: ¿no es un trabajo muy duro para mí? ¿son aceptables los honorarios? Y Carresi estaba absorto en el proceso de creación, ideaba conflictos y situaciones dramáticas, o sea, creaba una vida ilusoria. Esta ilusión fue copiada por las «nubes», y bastante bien. ¿Recuerdas el paisaje? ¿Recuerdas el viñedo a la orilla del mar? Lo copiaron mejor que una fotografía.

Me toqué involuntariamente la garganta:

—¿Y esto? ¿Es también una ilusión?

—Eso fue un accidente. Probablemente al hacer sus experimentos no se dieron cuenta del peligro que éstos encerraban.

—No comprendo nada de esto —dijo Irina pensativa—. Pienso que esto no es vida, sino otra cosa. Biológicamente, esto no puede ser vida, incluso si la reproducen, porque es imposible crear la vida de la nada.

—¿Por qué de la nada? Probablemente poseen para esto su material de construcción, algo así como la materia primaria de la vida.

—¿La niebla roja?

—Tal vez. Hasta el momento nadie ha podido hallarle una explicación ni ha podido exponer una hipótesis al respecto. —Zernov suspiró—: Mañana, no esperen de mí hipótesis, pues sólo expondré una suposición mía con relación a lo que se copia y al porqué de esa copia. En cuanto a cómo se realiza esa copia, perdónenme, pero no lo sé…

Me reí y afirmé:

—Alguien encontrará la explicación. Ya veremos.

—¿Dónde?

—¿Cómo que dónde? En el Congreso, naturalmente.

—No lo verás —afirmó y se alisó su pelo lacio y rubio. Siempre hacía esto antes de decir algo desagradable.

—No creas que me podrás retener aquí —dije con malicia—, pues no lo lograrás. Yo estoy sano ya.

—Lo sé. Pasado mañana te darán de alta y por la tarde tendrás que arreglar las maletas.

Dijo esto tan firme y decididamente que me hizo saltar y sentarme en la cama.

—¿Es que nos hacen regresar?

—No.

—¿Tendremos que ir de nuevo a Mirni?

—No, a Mirni no.

—Entonces, ¿adonde?

Zernov, sonriéndose y mirando de reojo a Irina, mantuvo silencio.

—Bien, ¿y si no acepto? —inquirí.

—Sí que lo aceptarás. Y saltarás de alegría.

—No me atormentes, Boris Arkádievich. ¿Adonde tendré que ir?

—A Groenlandia.

En mi rostro se dibujó una desilusión tan profunda, que Irina soltó una carcajada.

—Irina, él no salta.

—No, no salta.

Demostrativamente, me acosté:

—No he tomado drogas para saltar. Además, ¿por qué tengo que ir a Groenlandia?

—Ya verás —afirmó Zernov, en tanto que le guiñaba un ojo a Irina.

Esta, imitando la voz de un locutor, empezó:

—Copenhague. Nuestro corresponsal especial informa, que pilotos observadores de la estación polar norteamericana Soenre Stremfjord (Groenlandia) detectaron un curioso fenómeno natural o artificial al norte del paralelo 72, en el área de la expedición de Simpson…

Me levanté levemente sobre la almohada.

—…sobre una meseta de hielo extensa han sido observadas protuberancias azules de varios kilómetros de longitud. Algo así como una Aurora Boreal disminuida. Tiene la forma de una enorme elipse rodeada por una cinta de fuego azul, cuyas llamas se elevan a la altura de un kilómetro, formando un octaedro inmenso. ¿No es así, Boris Arkádievich?

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