Juan Raro (25 page)

Read Juan Raro Online

Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Juan Raro
6.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

Después de escribir y revisar este informe, advierto que no expresa, de ningún modo, el espíritu de aquella comunidad. Me es imposible describir concretamente la extraña combinación de ligereza y pasión, de demencia y sobrehumana cordura, de sentido común y fantástica extravagancia que caracterizaba a los habitantes de la isla.

Pasaré a narrar, por lo tanto, los hechos que condujeron a la destrucción de la colonia y a la muerte de todos sus miembros.

21

El principio del fin

Me encontraba en la isla desde hacía cuatro meses, cuando nos descubrió una nave inglesa. Supimos enseguida, por medios telepáticos, que se acercaría a nosotros, pues estaba estudiando las condiciones oceánicas del sudeste del Pacífico. Sabíamos también que contaba con una brújula giroscópica y sería difícil desviarla.

Esa nave, el
Viking
, investigó el océano durante varias semanas. Después de innumerables zigzags, se acercó a la isla. Sus oficiales se asombraron. Entre la brújula magnética y la giroscópica, había una discrepancia evidente, pero la nave conservó su rumbo y llegó a pasar a treinta kilómetros de la isla, aunque de noche. ¿Pasaría sin vernos en la próxima bordada? ¡No! Se acercó por el sudoeste y nos avistó a popa. El resultado fue inesperado. Como ninguna isla tenía nada que hacer allí los oficiales concluyeron que la brújula giroscópica funcionaba mal, aunque la observación del sol parecía confirmar sus indicaciones. La isla, pensaron, debía de formar parte del grupo de Tuamotu, y el
Viking
se alejó de nosotros. Tsomotre, nuestro principal telépata, informó que la oficialidad se sentía como perdida en la noche.

Un mes después, la nave volvió a avistarnos. Esta vez cambió de rumbo y puso proa a la isla. Vimos cómo se acercaba, pequeña como un juguete, de casco blanco y chimenea oscura. Cabeceando y balanceándose, fue aumentando de tamaño. Cuando estuvo a unos pocos kilómetros, dio una vuelta alrededor de la isla. Se acercó uno o dos kilómetros más y describió otro círculo, usando la sondaleza. Echaron el ancla y bajaron una lancha de motor. La lancha se alejó del
Viking
, y recorrió la costa hasta encontrar la entrada del puerto. Un oficial y tres hombres descendieron a tierra y avanzaron entre las malezas.

Esperábamos todavía que se limitaran a un examen superficial, y regresaran al barco. Entre los dos puertos y en la misma costa había unos densos matorrales que harían titubear a cualquier curioso. Una cortina de vegetación, colgada de una cuerda, ocultaba la entrada del puerto interior.

Los invasores caminaron un rato por la playa y al fin se volvieron. De pronto, uno se detuvo y recogió algo. Juan, que estaba detrás de mí, espiando los movimientos y las mentes de los cuatro hombres, exclamó:

—¡Dios mío! Ha encontrado una de tus malditas colillas.

De un salto me puse de pie, gritando horrorizado:

—Entonces es preciso que me encuentre a mí.

Bajé por la colina, dando gritos. Los hombres se volvieron y me esperaron con la boca abierta. Sin aliento, improvisé una historia. Era el único sobreviviente de un naufragio. Había fumado ese día mi último cigarrillo. Al principio me creyeron. Las preguntas empezaron cuando nos dirigíamos al
Viking
. Interpreté mi papel con bastante corrección, pero al llegar a la nave ya sospechaban. Aunque superficialmente sucio a causa de la corrida, estaba bastante presentable. Tenía el cabello corto, la cara afeitada y las uñas cortas y limpias. Cuando el Comandante del barco comenzó a interrogarme, me lié, y al fin, desesperado, confesé la verdad. Por supuesto, creyeron que estaba loco. El Comandante resolvió, sin embargo, examinar la isla.

Fingí entonces una completa idiotez, con la esperanza de que no encontraran nada. Pronto descubrieron, sin embargo, la cortina vegetal. La lancha entró en el puerto interior, y apareció la colonia. Los isleños habían decidido que era inútil ocultarse, y estaban de pie en el muelle, esperándonos. Juan se adelantó a recibirnos. Era una figura extraña, pero imponente, con su pelo de un blanco deslumbrante, sus ojos de bestia nocturna y su cuerpo delgado. Detrás de él, esperaban los otros: un grupo de muchachos y muchachas desnudos de enormes cabezas. Uno de los oficiales exclamó:

—¡Jesucristo! ¡Qué
troupe
!

Llevamos a los oficiales a la terraza de la casa de comidas, y les ofrecimos nuestro mejor chablis. Juan les habló largo rato de la colonia, y aunque, por supuesto, no podían comprender el sentido de la aventura, y se mostraban franca, pero amablemente incrédulos ante la idea de una «nueva especie», escucharon con simpatía. Apreciaban el aspecto deportivo del asunto. Les sorprendió que yo, la única persona normal y adulta de esa isla de monstruos juveniles, tuviese en la colonia tan poca importancia.

Juan los llevó a la fábrica de energía, en la que no creyeron, y al ver el
Skid
, que los impresionó sobremanera, les pareció una mezcla de barco y pesadilla. Visitaron luego los otros edificios. Juan, observé sorprendido, parecía ansioso por mostrarlo todo, y en ningún momento le pidió al Comandante que no hablara de la isla. Pero su actitud era intencionada. Concluidas las visitas, convenció al Comandante de que permitiera a los hombres bajar a tierra y beber algo. Pasó así otra media hora. Juan, Lo y Marianne conversaban con los oficiales; otros isleños con el resto de los hombres. Cuando llegó el momento de despedirse, el Comandante aseguró a Juan que haría un extenso informe y alabaría a los colonos.

La lancha partió. Algunos de los jóvenes sonreían abiertamente. Juan explicó que los visitantes, sometidos en la isla a un adecuado tratamiento psicológico, tendrían al llegar al
Viking
un oscuro recuerdo de la isla. No podrían redactar un informe plausible, ni siquiera relatar la aventura.

—Pero —agregó Juan— éste es el principio del fin. El tratamiento no ha sido completo, ni ha alcanzado a todos los tripulantes. Algo se sabrá y despertará la curiosidad de tu especie.

Durante tres meses, la vida en la isla siguió su curso. Pero era una vida distinta. La certeza del fin próximo dio a las relaciones personales y a la actividad social una intensidad mayor. Los isleños sintieron por la colonia un amor nuevo y apasionado, una especie de exaltado patriotismo, como el que debieron sentir las ciudades griegas con el enemigo a sus puertas. Pero era un patriotismo curiosamente libre de odios. No se pensaba que aquel desastre inminente fuese obra de enemigos humanos, sino una catástrofe natural, como un terremoto, por ejemplo.

El programa de actividades cambió considerablemente. Los trabajos que no pudieran concluirse en un plazo de pocos meses fueron abandonados. Ciertas tareas, de orden superior, debían realizarse antes del fin. La colonia tenía, me recordaron, dos fines importantes: ayudar a construir el mundo y desarrollar un culto inteligente.

La actividad práctica había creado algo hermoso, aunque efímero, un microcosmos, un mundo en pequeño. Pero el intento más ambicioso de esta actividad, la creación de una nueva especie, no podría realizarse. Debían concentrarse, por lo tanto, en el segundo objetivo: una concepción del universo precisa y apasionada, y una exaltación de los valores supremos. Con ayuda de Langatse podrían realizar en este aspecto algo definido. Aunque la meta parecía lejana, algunos de los colonos ya la había vislumbrado. La experiencia práctica y una activa conciencia del destino les permitirían, me dijeron, ofrecer al espíritu universal, en un plazo de pocos meses, un don precioso y raro, que ni el mismo Langatse, solo e impedido, podía concebir.

La urgencia y las dificultades de esta tarea obligaron a abandonar toda otra actividad. El trabajo quedó reducido a lo imprescindible —el campo y la pesca—, y se aumentaron las horas de descanso. Los colonos se bañaban a menudo en el puerto libre de tiburones; se hacían el amor; había bailes, música, poesía y pintura. Estas artes me resultaban casi incomprensibles, pero me pareció que el sentimiento de la fatalidad había agudizado la sensibilidad de los colonos. En lo que concierne a las relaciones personales, la inminente destrucción del grupo tuvo como consecuencia un aumento de la vida social. La soledad había perdido su encanto.

Una noche, Chargut, el vigía telepático del puerto, informó que un crucero británico estaba buscando una isla misteriosa. Ésta había arruinado, de algún modo, la salud mental de los tripulantes del
Viking
.

Una semana después, el barco entró en la zona de nuestro desviador; pero mantuvo sin dificultades el rumbo. Se esperaba una alteración de la aguja magnética, y se confió solamente en el compás giroscópico. Luego de algunos tanteos, la nave llegó a la isla. Los isleños no trataron esta vez de esconderse. Observamos, desde una ladera, cómo la nave gris echaba el ancla. Un bote se destacó de la nave. Cuando estuvo bastante cerca, le señalamos la entrada del puerto.

Juan recibió a los visitantes en el muelle. El Teniente, de uniforme blanco y cuello duro, parecía querer representar, con sus aires de dignidad, a toda la marina inglesa. La presencia de mujeres blancas desnudas destruyó su equilibrio, y acrecentó todavía más su altivez. Sin embargo, los refrescos tomados en la terraza, unidos a un tratamiento psicológico, dieron como resultado una atmósfera más cordial. Volvió a impresionarme la astucia de Juan, que había guardado para la ocasión un buen vino y cigarros.

No me es posible aquí, por razones de espacio, describir minuciosamente este segundo encuentro con el
Homo Sapiens
. Hubo, por desgracia, muchas idas y venidas entre el crucero y la isla, y no se pudo hipnotizar profundamente a todos los hombres. Se logró bastante, sin embargo, y la visita del Comandante, simpático marino, fue particularmente satisfactoria. Juan descubrió enseguida que era un hombre de imaginación y coraje que no concedía a la visita un particular interés. En esto se diferenciaba notablemente de los otros invasores. Como el tratamiento psicológico aplicado a los marinos había sido superficial, Juan decidió que no valía la pena sugestionar al Comandante. Era preferible despertar en él cierto interés por la colonia.

El Comandante era uno de esos marinos excepcionales que se pasan la mayor parte del tiempo leyendo. Sus ideas podían, quizá, llegar a convertirlo en un defensor de la aventura. No era, por cierto, de una inteligencia brillante, pero sabía algo de ciencia y filosofía, y su sentido de los valores, aunque poco desarrollado, era bastante fino.

El crucero permaneció algunos días en la isla, y el Comandante pasó gran parte del tiempo en tierra. Su primer acto oficial fue anexar la isla al Imperio Británico. Me recordó la costumbre de gorriones y otros pájaros que se anexan jardines y huertas sin pensar en las intenciones de los hombres. Pero en este caso, ¡ay!, el gorrión representaba a una gran potencia. Era en verdad el poder de la selva que invadía un minúsculo jardín de verdaderos seres humanos.

Sólo el Comandante pudo llevarse de la isla un recuerdo personal y claro. A los demás visitantes se les inculcó una imagen agradable de la isla, de acuerdo con sus temperamentos. Algunos, naturalmente, eran impermeables a esa clase de sugerencias; pero la mayor parte quedó bien impresionada. Se los incitó sutilmente a que considerasen la colonia, por lo menos, como una aventura romántica. La mayor parte de los hombres, como es natural, no aceptó siquiera esa idea; pero en uno o dos casos se logró que las mentes, rudimentarias o atrofiadas, desarrollasen una insólita actividad.

Cuando al fin los visitantes debieron abandonar la isla, advertí que su comportamiento había cambiado. Había menos formalidad, menos distancia entre oficiales y marineros. La disciplina era menos estricta. Noté asimismo que algunos que en un principio habían mirado a las mujeres con desaprobación o concupiscencia, o de ambos modos, se despedían de ellas con cortesía, y hasta apreciando su extraña hermosura. Vi también en los rostros de los más sensibles cierta ansiedad, como si en su interior no se sintieran cómodos. El Comandante estaba pálido. Al estrechar la mano de Juan, murmuró:

—Haré lo posible, pero no tengo esperanzas.

El crucero partió. Seguimos los sucesos de a bordo con gran interés. Tsomotre, Chargut y Lankor informaron que en algunos hombres los recuerdos de la isla se borraban rápidamente. Los otros se sentían muy perturbados, y el contraste entre la isla y la nave destruía todo sentido del patriotismo y la disciplina. Dos se habían suicidado. Una especie de pánico se extendía por el navío. Algunos creían que la locura estaba infectando a todos. Salvo el Comandante, los que habían visitado la isla con cierta frecuencia sólo tenían unos recuerdos vagos e inverosímiles. Aquellos que habían escapado al tratamiento estaban también confundidos, pero recordaban bastante como para ser peligrosos. El Comandante se había dirigido a la tripulación ordenando —implorando— que nadie hablase en tierra de las últimas experiencias. Él, naturalmente, elevaría un informe al Almirantazgo; pero no debía olvidarse que el asunto era un secreto oficial. Difundir historias increíbles sólo serviría para confundir las cosas, y haría la desgracia de la nave. Íntimamente, como es natural, se proponía redactar un informe inofensivo y descolorido.

Semanas después, los telépatas recogieron unas historias fantásticas. Un diario extranjero había hablado de «una colonia de niños, inmorales y comunistas, en una isla británica del Pacífico». Los Servicios Secretos de varias naciones investigaban la noticia para utilizarla diplomáticamente. El Almirantazgo británico llevaba a cabo una encuesta secreta. El Comandante del crucero había sido destituido por presentar un informe falso. El Gobierno soviético había reunido una numerosa documentación y quería molestar a Inglaterra enviando una expedición a la isla. El Gobierno británico se había enterado de este proyecto y haría evacuar la isla inmediatamente.

Supimos también que el mundo, en general, aún no se había enterado de la historia. La prensa británica tenía orden de no mencionar el asunto. La prensa extranjera, por su parte, no había recogido el rumor.

La visita del segundo crucero terminó aproximadamente como la otra; pero en un momento hubo que recurrir a medidas desesperadas. El segundo Comandante había sido elegido, quizá, por su carácter intransigente. En realidad, era una especie de tirano. Además, sus instrucciones eran precisas, y sólo tenía una idea: hacerlas cumplir.

Other books

Mother Love by Maureen Carter
La chica del tambor by John Le Carré
The Frozen Heart by Almudena Grandes
Heaven Sent Rain by Lauraine Snelling
El cuento número trece by Diane Setterfield
Only We Know by Karen Perry