Los niños, con los trajes hechos por Juanita, salieron tan bien vestidos el primero de Noviembre, día de todos los Santos, que daba gloria verlos, y la gente los admiraba y los seguía en la calle. La vanidad maternal de doña Inés quedó muy satisfecha. Ni la propia Cornelia se ufanó más cuando enseñaba a sus Gracos. Pero doña Inés fue más allá de Cornelia: no se contentó con lucir a sus hijos, sino que se propuso competir con ellos y aun superarlos en indumentaria, y decidió que Juanita también la vistiese.
Juanita se prestó a todo con el mejor talante y prodigioso acierto e hizo a doña Inés corsés y varios trajes.
Nacieron de aquí la confianza y alguna familiaridad, hasta donde es lícito y decoroso que la familiaridad se entable entre una dama principal y una trabajadora plebeya; pero al fin, como doña Inés tenía que mostrarse a Juanita en paños menores para probarse corsés y vestidos, ¿qué mucho que la confianza naciese y creciese?
Juanita supo después, con lentitud y por sus pasos contados, darse tal maña, que doña Inés que ya le había confiado su cuerpo para que le vistiese, empezó a confiarle también y a descubrirle su espíritu, aunque sólo hasta cierto punto, porque el espíritu de doña Inés, según pensaba Juanita, acaso con malicia sobrada, tenía más conchas que un galápago, y jamás se desnudaba y se descubría por completo.
Juanita tenía una voz melodiosa y clara y sabía leer muy bien, lo cual es bastante raro, dando a lo que leía entonación y sentido. Pronto atinó a mostrar a doña Inés que ella poseía habilidad tan útil, y no tardó doña Inés, que se fatigaba algo leyendo, en tomar a Juanita para lectora.
Claro está que doña Inés, que era mística, muy elevada en sus pensamientos y un tanto cuanto asceta, aunque más en lo especulativo que en lo práctico, hacía que Juanita le leyese vidas de santos y libros devotos y morales como
Monte Calvario, Gracias de la gracia, Gritos del infierno, Espejo de religiosos, Casos raros de vicios y virtudes
y
Estragos de la lujuria
.
Era doña Inés aficionadísima a disertar y a convencer a sus oyentes y contradictores cuando disertaba. Si por algo se dolía de haber nacido mujer era por no poder trasformarse en predicador o en catedrático.
Juanita supo con tanto pulso seguirle el humor, que no se callaba ni lo aceptaba todo desde luego, sino que impugnaba algo sus tesis y discursos para darle ocasión de que hablase más y desplegase su elocuencia, a la cual acababa por ceder, reconociéndose vencida. De esta suerte se alegraba y se exaltaba el ánimo de doña Inés, corroborando la creencia que ella tenía en su virtud persuasiva y en su saber y talento, y haciéndole creer además que después de ella, aunque a muy razonable distancia, no había en toda Villalegre, salvo quizás el padre Anselmo, persona más talentosa ni más sabia que Juanita.
La privanza de ésta con doña Inés llegó al fin a su colmo.
En presencia de cualquiera persona, Juanita seguía atendiéndola con el mayor respeto y dándole el tratamiento de
su merced
, pero en momentos de expansión, una vez que Juanita la oyó atentísimamente, impugnó sus razones y terminó por ceder a ellas, doña Inés, entusiasmada, se allanó hasta el extremo de mandarle que cuando estuviesen las dos solitas la tutease.
Estas prodigiosas conquistas de la paciente y despejada muchacha le prestaron desde luego confianza en sí misma, y pudieron darle mucha honra, si ella entendiese que la necesitaba, mas apenas le dieron material provecho, que era de lo que más necesidad tenía.
Pensaba doña Inés que no había mejor ni más espléndida paga que su afecto. Suponía tal la elevación de alma de Juanita, que hubiera sido injuriarla ofrecerle dinero. Un ochavo más que doña Inés le hubiese dado sobre el jornal que de ordinario ganaba, hubiera parecido una limosna. No era delicado socorrer a Juanita como a una pordiosera.
Y después de estos razonamientos tan juiciosos, como doña Inés no pagaba a Juanita sino lo que cosía, y no le pagaba, para no humillarla, ni las horas que empleaba leyéndole libros, ni el tiempo que perdía escuchando sus disertaciones, resultaba que doña Inés, por obra y gracia de lo mirada que era, tenía lectora y auditorio y acompañanta de balde.
La gloriosa servidumbre en que Juanita había llegado a ponerse, si no era útil, era molesta en extremo, porque la amistad de doña Inés no podía ser más exigente ni más imperativa. Y mientras más rebosaba en entusiasmo y en ternura, más se recrudecía también en exigencia y en imperio.
Había días en que no le quedaba a Juanita ni hora libre ni momento de sosiego. Doña Inés la llamaba y se valía de ella para todo.
En los lugares, al menos hace algunos años, pues no sé si habrán variado las costumbres, nunca salía una señora principal de visita o de paseo sin llevar a una acompañanta. Juanita tuvo, por consiguiente, a más de leer y de escuchar disertaciones, que acompañar a doña Inés en sus visitas y en sus paseos. Y cuando a ésta se le antojaba de súbito visitar o pasear, y no tenía a Juanita en casa, iba a buscarla a la suya, haciéndose acompañar hasta allí por Serafina.
En los paseos rara vez leía o hacía leer doña Inés, pero, convertida en filósofa peripatética, disertaba de lo lindo, y siempre sobre religión, moral, menosprecio del mundo, alabanza del recogimiento y de la conversación interior, y aspiraciones a lo sobrenatural y divino.
Conviene que se sepa que doña Inés tenía un carácter tan dominante, que no se aquietaba ni se satisfacía como no decidiese y gobernase cuanto hay que decidir y gobernar.
Ella designaba el nombre que había de recibir en la pila bautismal cada villalegrino que naciese; ella decretaba, después de estudiar aptitudes, capacidades y recursos, el oficio que cada cual había de aprender y ejercer; y ella escogía marido para cuantas niñas casaderas vivían en el pueblo y pertenecían a familias merecedoras por algún título de su atención y cuidado.
El concepto que formaba doña Inés del universo visible y de cuantas cosas hay en él y en él se sustentan, era concepto más pesimista que el del propio Schopenhauer; pero el de doña Inés estaba dulcificado por dos potencias benéficas y fecundas que había en su alma. Ella podría ser, o era más o menos pecadora. Yo no he llegado a ponerlo bien en claro, de suerte que al ir escribiendo esta historia lo probable es que lo deje turbio o nebuloso. De cualquier modo que fuese, y sin escudriñar los secretos de doña Inés en lo tocante a la conducta, aseguro con evidencia que ella, en lo teórico, sin afectación ni mentira, tenía la más acendrada fe religiosa. Con esta fe, y con las otras dos consoladoras y divinas virtudes que de ella nacen, doña Inés iluminaba el mundo, hermoseándole con celestiales resplandores.
Toda deformidad moral, todo vicio, toda dolencia, la fealdad física, las enfermedades, la miseria, el dolor y la muerte, se despojaban en su pensamiento de horror y de amargura al considerar que deben sufrirse por el amor de Dios, y desvanecerse y disiparse, como la oscuridad de la noche cuando aparece la aurora, ante la esperanza de lo trascendente y ultramundano. Para doña Inés este mundo en que vivimos era un valle de lágrimas y un transitorio lugar de prueba, indispensable camino para otra vida mejor. La presente, pues, aunque fuese muy mala, no era nunca mala, ya que en ella, si se padecía con resignación, mientras más se padeciese, mejor y más abundante cosecha se recogía y se atesoraba de frutos que no se corrompen y de riquezas que nadie roba. Y como doña Inés no gustaba de quedarse atrás en nada, sino de adelantarse en todo y ser también importante cosechera de los mencionados frutos y riquezas, muy candorosamente estaba persuadida de que padecía o había padecido mucho, ejercitando y luciendo su paciencia, compitiendo un poquito con Job y granjeándose los medios de ir al cielo derecha, sin tropezar en rama, ya se entiende que contando con la misericordia de Dios, que le perdonaría sus pecados, si los tenía, pues, según ya he dicho, no lo sabemos.
La otra potencia de que se valía doña Inés, sin estudio, espontánea y sencillamente, para blanquear y hasta para dorar la tenebrosa negrura de su concepto
schopenhauerino
del mundo, era el sentimiento vivísimo y atinado, fuente inexhausta de puros deleites, con que percibía su alma toda belleza, tanto espiritual cuanto corpórea. Llamar a esto buen gusto me parece poco. El buen gusto, por lo general, es pasivo y estéril. En doña Inés alcanzaba actividad creadora. La visión de la belleza, concebida por doña Inés, relucía en las profundidades de su alma y creaba allí otro universo ideal, semejante al exterior universo, salvo que de él todo mal y toda mengua habían sido expulsados.
Como se ve, no era doña Inés mujer adocenada, sino persona memorable, o dígase digna de la historia, por lo cual me complazco yo en ponerla en la mía.
Doña Inés, y perdone el pío lector si me repito, a pesar de sus ocho vástagos, estaba aún muy guapa; en lo mejor de su edad, bien cuidada, alimentada y vestida.
El asomo de rivalidad que brotó en su alma el día de la intempestiva y pomposa aparición de Juanita en la iglesia, había desaparecido enteramente, merced a la humildad de la muchacha y a la sumisión con que la acataba y servía. Desechados así los celos, la mente y el corazón de doña Inés dieron entrada franca al afecto y a la admiración de la bondad, del talento y de la hermosura de que Juanita estaba dotada.
No había primor en Juanita que doña Inés no advirtiese, celebrase y ponderase. Llegó a notar, a pesar del pobre pañolito con que se cubría la chica espalda y pecho, la admirable perfección de toda aquella sana y virginal estructura. De su rostro no quiero ni puedo decir más sino que le parecía el de un ángel. Y por último, ponía en Juanita casi casi tanta discreción, ingenio y bondad como en ella misma. En suma, doña Inés miraba y estudiaba a Juanita como el sabio crítico, buen gramático y mejor estético, mira y estudia un bello poema, o como el gran conocedor y perito en las artes plásticas mira y estudia una obra maestra de escultura.
Cualquiera imaginará que, llegadas las cosas a este punto, Juanita podría apoderarse de la voluntad de doña Inés y hacer de ella lo que le diese la gana; pero sucedió lo contrario. Frecuentemente recelaba Juanita que se le iba a acabar la paciencia y allá en sus adentros decía: peor está que estaba. A fin de que se comprenda el fundamento que tenía Juanita para decir
que estaba peor
, pondré aquí uno de los discursos que doña Inés con frecuencia le dirigía:
—Hija mía —exclamaba—, hay en las condiciones y circunstancias que han de influir en tu destino cierta contradicción que puede ser causa de mil desventuras. Por tu belleza, por tu talento y por la elevación moral de tu alma mereces casarte con un príncipe, dechado de todas las perfecciones. Por tu desventurado nacimiento, por la clase humilde a que perteneces y por la pobreza que te obliga a residir en este lugar, tendrás que quedarte soltera o tendrás que casarte con un labrador rudo y zafio. Si te quedas soltera, de continuo te verás expuesta a los tiros de la envidia y a las emponzoñadas mordeduras de la calumnia, y te rodearán además groseras seducciones, a alguna de las cuales quién sabe si cederás en un momento de flaqueza, porque todas somos débiles y ninguna puede estar segura de no tropezar y de no caer si en un solo momento la deja Dios de su mano y no la sostiene con su gracia. Pues no digo nada si movida por la vanidad o por pasiones más tiernas y propias de tus verdes años y cegada por ellas hasta desconocer la ruindad del sujeto que te enamore, te casas al fin con un hombre de tu clase, con algún palurdo de esta tierra. ¡Qué desgracia la tuya entonces! ¡Pronto llegaría el desengaño! Vaya… me horrorizo de pensar en ello. Sería una profanación. Sería un sacrilegio nefando. ¿Cómo entregar tanto tesoro a quien sería incapaz de comprenderle y de saber lo que vale? En mi sentir, sería locura semejante a la de echar ramilletes de flores en vez de paja y cebada en el pesebre del mulo o a la de derramar perlas en la pocilga del marrano en vez de un celemín de bellotas. Por otra parte, hija mía, ¿cuántos disgustos, desvelos y cuidados no vendrían sobre ti con el matrimonio? Quiero prescindir de que tu marido acaso sería pobre; y si era también torpe y holgazán, tendrías que matarte trabajando para mantenerle; y quiero prescindir de los sobresaltos y penas que te darían tus hijos si los tenías. Lo más espantoso… aunque no lo sé por experiencia, me horripilo de imaginarlo… es si descubrías en tu consorte vicios y miserias que te le hiciesen aborrecido y que hasta asco te causasen. Acudiría entonces a tu espíritu, ¡obsesión diabólica!, un pensamiento pertinaz que puede conducir a los mayores pecados. Figúrate tú que pensase y discurriese como ser racional y filantrópico la turquesa en que se forman las balas, ¡qué desesperación no tendría de que la empleasen tan en perjuicio de la humanidad! Pues no es menor la rabia de la esposa que, cuando va a ser madre, recela que ha de dar al mundo copias exactas de la ruindad o de la perversidad de su marido. Tan horrible pensamiento la inclinará a ser infiel o la arrastrará a la locura.
Esto, con adornos y variantes, era lo que decía doña Inés casi de diario a su amiga y acompañanta, sentando premisas; pero sin sacar por lo pronto consecuencia ninguna.
Otras veces le describía con viveza y con sombríos colores la corrupción de nuestro siglo, el bajo nivel en que estaban las almas, las mezquindades y maldades del mundo y lo agradable y lo conveniente que sería retirarse de él, en vista de que no puede satisfacer ninguna de nuestras nobles aspiraciones.
Afirmaba doña Inés que ella había deseado y deseaba siempre buscar un santo retiro; pero que ya no podía ser por las mil obligaciones que había contraído y que le era indispensable cumplir, por enojosas que fuesen; porque tenía hijos que criar y educar, marido de que cuidar y hacienda que ir conservando y mejorando, a fin de trasmitirla a los que habían de heredar un nombre ilustre, que deslustrarían al quedar huérfanos y abatidos por la villana pobreza.
En resolución, doña Inés quiso persuadir a Juanita, y me parece que hasta logró persuadirse ella misma, de que deseaba ser monja, de que por imposibilidad no lo era y de que hacía un sacrificio en no serlo.
De todo ello acabó por deducir y por declarar, como lógica solución, que Juanita debía huir de los peligros, miserias y adversidades de esta sociedad corrompida, la cual no merecía gozar de su presencia, y que debía refugiarse en el claustro mientras permaneciese en la tierra, ya que la tierra no la merecía y ya que por su valer para el cielo sin duda estaba predestinada.