—Mentira —replicó Grenn—. Yo no soy ningún perjuro. Pronuncié el juramento, y lo dije en serio.
—Yo también —replicó Jon—. Pero, ¿no lo comprendéis? Han matado a mi padre. Es la guerra. Mi hermano Robb está luchando en las tierras de los ríos...
—Lo sabemos —dijo Pyp con solemnidad—. Sam nos lo ha contado todo.
—Sentimos mucho lo de tu padre —dijo Grenn—, pero eso no importa. Una vez pronuncias el juramento, pase lo que pase no te puedes marchar.
—Tengo que hacerlo —dijo Jon, fervoroso.
—Pronunciaste el juramento —le recordó Pyp—. «Ahora empieza mi guardia. No terminará hasta el día de mi muerte.»
—«Viviré y moriré en mi puesto» —añadió Grenn, asintiendo con la cabeza.
—No tenéis que recordarme el juramento, me lo sé tan bien como vosotros. —Jon estaba enfadado. ¿Por qué no dejaban que se marchara en paz? Lo único que conseguían era que le resultase más duro.
—«Soy la espada en la oscuridad» —entonó Halder.
—«Soy el vigilante del muro» —siguió Sapo.
Jon los maldijo a todos, pero no le hicieron caso. Pyp se acercó más a caballo, sin dejar de recitar.
—«Soy el fuego que arde contra el frío, la luz que trae el amanecer, el cuerno que despierta a los durmientes, el escudo que defiende los reinos de los hombres.»
—No te acerques —le advirtió Jon, al mismo tiempo que blandía la espada—. Lo digo en serio, Pyp.
Ninguno de ellos llevaba armadura; si era necesario, los podía hacer pedazos.
Matthar había situado su caballo tras él, y se unió al coro.
—«Entrego mi vida y mi honor a la Guardia de la Noche.»
Jon picó espuelas y obligó a la yegua a girar en círculo. Sus amigos lo rodeaban, se acercaban por todos lados. Halder avanzó trotando desde la izquierda.
—«Durante esta noche...»
—«... y todas las que estén por venir» —terminó Pyp. Tendió la mano para coger las riendas de Jon—. Así que tendrás que elegir: mátame, o regresa conmigo.
Jon alzó la espada... y la volvió a bajar, impotente.
—Maldito seas —dijo—. Malditos seáis todos.
—¿Tenemos que atarte las manos, o nos das tu palabra de que volverás tranquilamente? —preguntó Halder.
—No voy a escapar, si te refieres a eso. —
Fantasma
salió de entre los árboles, y Jon lo miró—. Menuda ayuda has sido.
Los profundos ojos rojos lo miraron, llenos de inteligencia.
—Más vale que nos demos prisa —dijo Pyp—. Si no estamos de vuelta antes del amanecer, el Viejo Oso nos cortará la cabeza a todos.
Jon apenas recordaría nada del viaje de regreso. Le pareció más corto que el de ida, tal vez porque su mente estaba muy lejos. Pyp se encargó de marcar el ritmo, al galope, al paso, al trote, después otra vez al galope. Pasaron junto a Villa Topo y la dejaron atrás, el farolillo rojo de la puerta del burdel se había apagado hacía ya rato. Fue un viaje rápido: aún faltaba una hora para el amanecer cuando Jon divisó las torres del Castillo Negro, que se alzaban oscuras contra la inmensidad blanca del Muro. En ese momento no tuvo la sensación de volver al hogar.
Se dijo que lo habían obligado a regresar, pero no podrían hacer que se quedara. La guerra no iba a terminar al día siguiente, ni al otro, y sus amigos no podrían vigilarlo día y noche. Se tomaría tiempo; haría que pensaran que se conformaba... y entonces, cuando bajaran la guardia, escaparía de nuevo. La próxima vez no iría por el camino Real. Podía seguir el Muro hacia el este, quizá hasta el mar: era una ruta más larga, pero también más segura. O ir hacia el oeste, hasta las montañas, y bajar por los pasos. Ése era el camino de los salvajes, duro y lleno de peligros, pero al menos estaba seguro de que nadie lo seguiría. No se acercaría a menos de cien leguas de Invernalia o del camino Real.
Samwell Tarly los esperaba en los establos viejos, recostado contra una bala de heno, demasiado nervioso para dormir. Se levantó y se sacudió las ropas.
—Me... me alegro de que te encontraran, Jon.
—Yo no —replicó Jon al tiempo que desmontaba.
Pyp se bajó del caballo y examinó de mal humor el cielo que clareaba.
—Échanos una mano con los caballos, Sam —dijo el muchacho menudo—. Tenemos un largo día por delante, y no hemos dormido gracias a Lord Nieve.
Cuando amaneció, Jon se dirigió a las cocinas como todos los días. Hobb Tresdedos no le dirigió la palabra al entregarle el desayuno del Viejo Oso. Aquel día eran tres huevos duros con pan frito y jamón asado, y un cuenco de ciruelas pasas. Jon llevó la bandeja a la Torre del Rey. Mormont estaba sentado junto a la ventana, escribiendo. Su cuervo le iba pasando de un hombro a otro, graznando: «
maíz, maíz, maíz
». Cuando entró Jon, lanzó un graznido más agudo. El Viejo Oso alzó la vista.
—Pon el desayuno en la mesa —dijo—. Para beber quiero un poco de cerveza.
Jon abrió una ventana, cogió de la cornisa la jarra de cerveza y llenó un cuerno. Hobb le había dado un limón, todavía con el frío del Muro. Jon lo estrujó con el puño, y el zumo le corrió por los dedos. Mormont tomaba la cerveza siempre con limón; decía que por eso conservaba la dentadura.
—No cabe duda de que querías a tu padre —dijo cuando el muchacho le tendió el cuerno—. Aquello que amamos acaba siempre por destruirnos. ¿Recuerdas que te lo advertí?
—Lo recuerdo —replicó Jon de mala gana. No quería hablar de la muerte de su padre, ni siquiera con Mormont.
—Pues no lo olvides nunca. Las verdades más dolorosas son a las que más hay que aferrarse. Acércame el plato. ¿Otra vez jamón? Qué se le va a hacer. Pareces cansado. ¿Tan agotador ha sido el viaje de esta noche?
—¿Lo sabíais? —A Jon se le secó la garganta.
—
Sabíais
—graznó el cuervo desde el hombro de Mormont—.
Sabíais
.
—¿Crees que me nombraron Lord Comandante de la Guardia de la Noche porque soy un completo imbécil, Nieve? —resopló el Viejo Oso—. Aemon me dijo que te marcharías. Yo le dije que volverías. Conozco a mis hombres... y también a mis muchachos. El honor te hizo emprender el viaje por el camino Real... y el honor te hizo regresar.
—Mis amigos me hicieron regresar —replicó Jon.
—No he dicho que fuera tu honor —dijo Mormont con la vista clavada en el plato.
—Mataron a mi padre. ¿Esperabais que me quedara aquí, sin hacer nada?
—La verdad, esperábamos que hicieras lo que hiciste. —Mormont probó una ciruela y escupió el hueso—. Ordené a los guardias que te vigilaran. Te vieron al partir. Si tus hermanos no te hubieran traído de vuelta, manos menos amigas te habrían detenido por el camino. A menos que tuvieras un caballo con alas, como un cuervo. ¿Es el caso?
—No. —Jon se sentía idiota.
—Lástima. Nos iría bien tener caballos así.
—Sé cuál es el castigo por la deserción, mi señor. —Jon se irguió en toda su estatura. Se dijo que moriría con orgullo. Era lo menos que podía hacer—. No me da miedo la muerte.
—
¡Muerte!
—graznó el cuervo.
—Espero que tampoco te dé miedo la vida —dijo Mormont al tiempo que cortaba el jamón con la daga y le daba un trocito al cuervo—. No has desertado... todavía. Estás aquí. Si decapitáramos a todo muchacho que hace una escapada nocturna a Villa Topo, sólo tendríamos espíritus para vigilar el Muro. Pero quizá pienses huir de nuevo mañana, o dentro de dos semanas. ¿Es así? ¿Es lo que planeas, muchacho? —Jon no dijo nada—. Lo que pensaba —siguió Mormont mientras pelaba un huevo duro—. Tu padre está muerto, muchacho. ¿Puedes devolverle la vida?
—No —replicó de mala gana.
—Excelente —dijo Mormont—. Tú y yo hemos visto volver a los muertos, y no es una experiencia que me apetezca mucho repetir. —Se comió el huevo de dos mordiscos, y escupió por entre los dientes un trocito de cáscara—. Tu hermano está en el campo de batalla, respaldado por todo el poder del norte. Cualquiera de sus señores vasallos está al mando de más espadas de las que hay en toda la Guardia de la Noche. ¿Qué te hace pensar que necesitan tu ayuda? ¿Acaso eres un guerrero tan temible, o llevas en el bolsillo un amuleto mágico que hace tu brazo invencible?
Jon no supo qué responder. El cuervo picoteó un huevo hasta romper la cáscara. Metió el pico por el agujero, y se dedicó a sacar trocitos de clara y de yema. El Viejo Oso suspiró.
—No eres el único afectado por esta guerra —dijo—. Mi hermana cabalga con el ejército de tu hermano, junto con esas hijas suyas que visten armaduras de hombres. Maege es una arpía vieja, testaruda y malhumorada. La verdad, no soporto estar a su lado, pero no por eso la quiero menos que tú a tus medio hermanas. —Mormont frunció el ceño, cogió el último huevo y lo apretó en el puño hasta que la cáscara crujió—. O quizá sí. Sea como sea, si la mataran, me dolería, pero a mí no me verás escapar de aquí. Pronuncié el juramento, igual que tú. Mi lugar está aquí... ¿y el tuyo, muchacho?
«Yo no tengo lugar —habría querido decir Jon—. Soy un bastardo. No tengo derechos, ni nombre, ni madre, y ahora ni siquiera tengo padre.» Pero no le salieron las palabras.
—No lo sé.
—Yo sí —replicó el Lord Comandante Mormont—. Empiezan a soplar los vientos fríos, Nieve. Más allá del Muro, las sombras son cada vez más alargadas. Cotter Pyke me ha escrito, me habla de manadas de alces que se desplazan por el sur y el este hacia el mar, y también mamuts. Dice que uno de sus hombres descubrió huellas de pisadas gigantescas y deformes a menos de tres leguas de Guardiaoriente. Los exploradores de la Torre Sombría han encontrado aldeas enteras abandonadas, y Ser Denys dice que por las noches se ven hogueras en las montañas, fuegos enormes que arden desde el ocaso hasta el amanecer. Quorin Mediamano cogió un prisionero en lo más profundo de la Quebrada, un prisionero que jura que Mance Rayder está reuniendo a todos sus hombres en una fortaleza secreta que ha encontrado, sólo los dioses saben con qué objetivo. ¿Crees que tu tío Benjen es el único explorador que hemos perdido este último año?
—
Ben Jen
—graznó el cuervo, con la cabeza inclinada y trocitos de huevo en el pico—.
Ben Jen, Ben Jen.
—No —respondió Jon. Había habido otros. Demasiados.
—¿Y crees que la guerra de tu hermano es más importante que la nuestra? —rugió el anciano.
Jon se mordió el labio. El cuervo batió las alas.
—
Guerra, guerra, guerra, guerra
—cantó.
—Pues no lo es —insistió Mormont—. Que los dioses nos ayuden, muchacho; no eres ciego, y no eres idiota. Los muertos regresan en medio de la noche; ¿crees que importa quién se sienta en el Trono de Hierro?
—No. —Jon no lo había considerado desde ese punto de vista.
—Tu señor padre te envió con nosotros, Jon. ¿Quién sabe por qué?
—
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
—graznó el cuervo.
—Sólo sé que la sangre de los primeros hombres corre por las venas de los Stark. —continuó Mormont—. Los primeros hombres construyeron el Muro, y se dice que recuerdan cosas que los demás han olvidado. Además, tu lobo... ese animal nos llevó hasta las criaturas sobrenaturales; te alertó sobre el hombre muerto de las escaleras. Sin duda Ser Jaremy diría que fue una casualidad, pero Ser Jaremy está muerto, y yo, no. —Lord Mormont pinchó un trozo de jamón con la punta del puñal—. Creo que tu destino era estar aquí, y quiero que tú y tu lobo nos acompañéis cuando vayamos más allá del Muro.
—¿Más allá del Muro? —Aquellas palabras hicieron que Jon sintiera un escalofrío de emoción.
—Ya me has oído. Pienso encontrar a Benjen Stark, vivo o muerto. —Masticó y tragó—. No me quedaré aquí sentado tranquilamente, a esperar las nieves y los vientos helados. Tenemos que averiguar qué sucede. Esta vez, la Guardia de la Noche cabalgará como un ejército, se enfrentará al Rey-más-allá-del-Muro, a los Otros y a quien haga falta. Yo mismo iré al mando. —Apuntó al pecho de Jon con la daga—. Según la costumbre, el mayordomo del Lord Comandante es también su escudero... pero no quiero despertar cada mañana sin saber si habrás escapado de nuevo. Así que necesito una respuesta, Lord Nieve, y la necesito ahora mismo. ¿Eres un hermano de la Guardia de la Noche... o un chico bastardo que quiere jugar a la guerra?
«Perdóname, padre. Robb, Arya, Bran... perdonadme. No puedo evitarlo. Tiene razón. Éste es el lugar que me corresponde.»
—Soy... vuestro hombre, mi señor. —Jon se irguió, y respiró hondo—. Lo juro. No volveré a escapar.
—Bien. —El Viejo Oso resopló—. Venga, ve a por tu espada.
Catelyn Stark tenía la sensación de que habían pasado mil años desde el día en que salió de Aguasdulces con su hijo recién nacido en brazos, y cruzó el Piedra Caída en un bote para iniciar el viaje al norte, hacia Invernalia. Y en aquel momento cruzaban de nuevo el Piedra Caída, para volver a casa, sólo que el niño llevaba armadura y cota de mallas, en vez de pañales.
Robb iba sentado en el bote con
Viento Gris
, tenía la mano apoyada sobre la cabeza del lobo huargo, mientras los hombres remaban. Theon Greyjoy lo acompañaba. Su tío Brynden los seguiría en un segundo bote, con el Gran Jon y Lord Karstark.
Catelyn ocupó un lugar a popa. Descendieron por el Piedra Caída, dejando que la corriente los arrastrara más allá de la Torre del Azud. El chapoteo y el ruido de la gran rueda de aspas del interior era uno de los sonidos de su infancia, y Catelyn sonrió con tristeza. Arriba, en las murallas del castillo, los soldados y los criados gritaban su nombre, el de Robb, y también «¡Invernalia!». En todos los baluartes ondeaba el estandarte de los Tully, una trucha saltando, de plata, sobre ondas de agua azur y gules. Era un espectáculo emocionante, pero no le levantó el ánimo. Se preguntaba si alguna vez volvería a sentir alegría.
«Oh, Ned...»
Más allá de la Torre del Azud, describieron una curva amplia y cortaron las aguas agitadas. Los hombres tuvieron que esforzarse más. Pronto divisaron el amplio arco de la Puerta del Agua, Catelyn oyó el crujido de las gruesas cadenas cuando alzaron el gran rastrillo de hierro. Se fue elevando poco a poco a medida que se acercaban, y vio que la parte baja estaba roja de óxido. El trozo inferior goteó lodo marrón sobre ellos cuando pasaron por debajo, con las púas a unos dedos de sus cabezas. Catelyn observó los barrotes, y se preguntó hasta qué punto estaría oxidado el rastrillo, si resistiría una embestida, si no deberían sustituirlo... En los últimos tiempos siempre pensaba en cosas así.