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Authors: Ava McCarthy

Jugada peligrosa (28 page)

BOOK: Jugada peligrosa
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—No fue sólo por dinero —admitió—. Era uno de los motivos, por supuesto, pero no era el único. —Frunció el entrecejo mientras buscaba las palabras adecuadas—. No lo sé. Quizá fue por el poder. La información privilegiada nos permitía controlarlo todo, saberlo todo. —Los ojos le brillaban bajo las oscuras cejas—. La Bolsa era nuestra.

Harry se puso tensa al reconocer aquella sensación. «La Bolsa era nuestra». La frase le evocó la imagen de ella misma delante del teclado explorando alguna red, poniéndola a prueba, burlando su seguridad y
hackeando
la cuenta del administrador; una vez se hacía con el sistema, le invadía una sensación prohibida.

Su padre clavó los ojos detrás de ella en un lugar indeterminado. Inclinado hacia delante, se apretaba tanto los ojos que la piel se le abolsaba.

—El peligro y el riesgo lo hacían más emocionante, me sentía vivo. La vida no es divertida si no lo arriesgas todo alguna vez. —Movió la cabeza de un lado a otro y se recostó en la silla. Regresó aquella mirada de disculpa—. ¿Lo entiendes, Harry?

No fue capaz de contestar.

Percibió un ligero movimiento a la derecha: uno de los guardas miraba el reloj. Su padre también debió de advertirlo, porque se inclinó y extendió las manos hacia Harry otra vez.

—Mira, nada de esto va a ayudarte —aseguró—. ¿Por qué no dejas que lo arregle con Leon y El Profeta? Puedo hablar con ellos, hacerles que...

Ella negó con la cabeza.

—No vas a conseguir nada hablando con ellos. Al menos no con El Profeta.

—Entonces dime qué puedo hacer.

Harry respiró hondo.

—Necesito todo el dinero.

Retiró las manos hasta que los codos le tocaron los costados.

—¿Qué?

Harry se revolvió en la silla.

—Ya lo he explicado. Si no devuelvo los doce millones de euros a El Profeta, su matón acabará conmigo, y puede que también con otras personas. No tengo alternativa.

Su padre se quedó mirando la mesa mientras se estiraba la barba. Unas pequeñas gotas de sudor le brillaban en la frente.

Negó con la cabeza.

—No puedes confiar en un tipo como ése. ¿Quién te dice que no enviará a su esbirro a por ti aunque reciba el dinero?

—Pero por lo menos el dinero me ofrece la posibilidad de negociar. Sin él, estoy perdida.

Alzó el tono de voz, no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Cómo era capaz su padre de esgrimir argumentos en contra de aquello? Su vida estaba en peligro.

Sal se masajeó el rostro con las palmas de las manos, como si estimulando el riego sanguíneo pudiera hallar una respuesta útil. Al apartar las manos y colocarlas sobre la mesa de nuevo, Harry se percató de que tenía cara de sueño y estaba cansado.

—Ese dinero no les pertenece —aseguró sin alterarse—. Soy el único que ha pagado un precio por él: seis años en esta caja de hormigón. Seis años haciendo cola a la hora del desayuno junto a pedófilos y asesinos con un aliento tan asqueroso que te revuelve el estómago. Seis años en un lugar en el que la única salida para muchos es el suicidio. —Respiró hondo—. El dinero era lo único que me ayudaba a seguir adelante.

Harry se estremeció, cerró los ojos y trató de detener su imaginación.

—Lo siento, pero no se me ocurre otra solución. Aparte de acudir a la policía.

Su padre se puso tenso.

—Tiene que haber otra forma de arreglarlo, estoy seguro.

Harry lo miró y algo se encogió en su interior.

—No vas a ayudarme, ¿verdad? —le dijo.

Su voz sonó desconcertada y herida, incluso ella misma lo notó. Se vio de nuevo en el muro del colegio y se le hizo un nudo en el pecho. Todo seguía igual. ¿Cómo podía ser tan ingenua y creer que las cosas habían cambiado?

De repente, la actitud de su padre dio un vuelco. La miró a los ojos y dibujó una sonrisa que Harry juzgó forzada: su mirada lo delataba.

—No seas tonta, claro que voy a ayudarte —le aseguró con mirada firme—. Pero entiéndelo, desde la cárcel no puedo conseguirte el dinero, ¿no te parece? No lo tengo aquí.

Colocó las palmas de las manos hacia arriba y se encogió de hombros exageradamente, al estilo de los europeos continentales. Harry ya se había fijado con anterioridad en aquel gesto, más francés que español. Sospechaba que no lo había heredado de sus ancestros hispánicos, sino que más bien era de cosecha propia.

La puerta que había detrás de Sal se abrió y un funcionario entró en la sala.

—Caballeros, el tiempo se ha acabado —dijo sin separarse de la puerta abierta.

El anciano a la izquierda de su padre se levantó con dificultad. Gracie se quedó sentada con la intención de poner fin a su monólogo antes de que su hermano regresara a la celda.

El padre de Harry empujó la silla hacia atrás y dirigió la vista hacia los vigilantes.


Hablaremos esta tarde
—le propuso en español.

—¿Esta tarde?

Se levantó, irguió los hombros y se relajó.

—Nos vemos en las puertas de fuera a las dos.

Harry frunció el ceño.

—¿En las puertas de fuera? No lo entiendo.

Su padre inclinó la cabeza a un lado.

—Salgo hoy. Me han reducido la condena, pensaba que lo sabías.

Harry parpadeó.

—No, no lo sabía. No pensaba que fuera tan pronto.

Se acordó del mensaje que su madre le había dejado en el contestador. Seguramente intentó comunicárselo.

Así que, después de tanto tiempo, su padre quedaba aquel día en libertad. Se sintió desinflada y vencida, como un neumático al pinchar.

Harry suspiró.

—Y si quedamos, me ayudarás.

Ni se molestó en emplear un tono interrogativo. ¿Para qué, si daba igual lo que contestara?

—Claro que sí, cielo. —Su padre fue avanzando lentamente hacia la puerta—. No te preocupes, todo saldrá bien.

Harry lo miró fijamente. No se creía ni una palabra.

Capítulo 36

Harry regresó en coche a la zona de los muelles. Trató de no pensar en su padre; no tendría que haber ido a visitarlo. Sujetó con fuerza el volante y se concentró en el camino de vuelta a casa.

Las nubes estaban descargando el agua que habían prometido. Los limpiaparabrisas se movían sobre el cristal y separaban con su sonido los fragmentos de la conversación con su padre que resonaban en su cabeza.

«Tú nunca tendrías que haberte visto implicada en esto.»

«Haré todo lo posible para ayudarte.»

«No te preocupes, todo saldrá bien.»

Harry desconectó los limpiaparabrisas y se detuvo ante el semáforo en rojo. Apoyó la mejilla en el puño y observó cómo se deslizaba la abundante lluvia sobre el parabrisas hasta que éste pareció derretirse.

Su padre no iba a ayudarla, lo tenía muy claro. Le había pedido que se reunieran en las puertas de fuera, pero ¿para qué? ¿Para darle más evasivas y pedirle disculpas? Harry negó con la cabeza. No tenía ninguna intención de acercarse a aquellos muros de nuevo.

La lluvia se convirtió en granizo y las bolitas de hielo chocaron contra el coche. El conductor de detrás tocó el claxon. Harry se sobresaltó y llevó la mano con torpeza a la rígida palanca de cambios. Conducía un Nissan Micra de dos años de antigüedad, el coche que la aseguradora le había proporcionado para reemplazar provisionalmente al Mini que se llevaron a remolque. Para que la policía se mantuviera al margen, consiguió convencerles de que no hubo ningún otro vehículo implicado en el accidente. Lo último que necesitaba era otro encuentro con el detective Lynne. Cambió de marcha y suspiró al acordarse de su adorado Mini, cuya palanca de cambios se deslizaba como si estuviera engrasada con mantequilla. Ya nunca volvería a conducirlo.

Volvió a accionar los limpiaparabrisas, reemprendió la marcha despacio y giró a la derecha para tomar O’Connell Bridge. Quería regresar a casa, pero pensó que las oficinas de Lúbra Security estaban cerca y ya era hora de volver al trabajo.

Recordó a Dillon moviéndose encima de ella, con el aliento en sus labios. El calor le invadió los muslos y algo se inflamó en su interior. Se había marchado de su apartamento aquella mañana antes de las seis, cuando ella apenas acababa de despertarse. Horas más tarde, Dillon iba a tomar un vuelo a Copenhague para cerrar una fusión entre Lúbra y otra empresa de seguridad. No lo vería en un par de días. De repente, Harry sintió la necesidad de escuchar su voz.

Hurgó a tientas en el bolso con una mano y encontró el teléfono. Pulsó el botón de marcación rápida, pero le saltó el buzón de voz de Dillon. Probablemente era mejor así. Llamar a un hombre cuando estás necesitada nunca ha sido una buena idea, sobre todo al principio de una relación, cuando es mejor esconder las carencias personales.

Suspiró y lanzó el teléfono sobre el asiento del pasajero. Volvió a sonar casi de inmediato y contestó.

—¿Sí?

—Por fin. Llevamos varios días intentando localizarte.

Sus hombros se relajaron. Era su hermana Amaranta.

—Perdona —dijo Harry—. He estado muy agobiada toda la semana.

—Todos estamos ocupados, ¿sabes?

Harry volteó los ojos al captar aquel tono autoritario.

—Está bien.

—Es por papá...

Harry la cortó.

—Lo sé, sale hoy de la cárcel. Acabo de visitarlo.

Hubo una pausa. Harry se imaginó a Amaranta sentada al pie de las escaleras ordenando los blocs de notas y los lápices de la mesita del teléfono. Ya mostraba aquella obsesión por el orden cuando compartían habitación en el desván de su casa. A un lado de la comba que dividía la estancia, Amaranta tenía sus zapatos dispuestos en fila y todos los libros perfectamente alineados, como si los hubiera medido con una escuadra. En el lado de Harry, todo era mucho más impredecible.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Amaranta al fin.

Harry resopló al preguntarse cómo podía describir a aquel hombre embaucador, deshonesto y maquinador al que acababa de visitar.

Pero se limitó a decir:

—Está viejo.

—¿Dijo dónde iba a alojarse?

—No se me ocurrió preguntárselo.

Se hizo otra pausa. Harry dio la vuelta al College Green y soltó el volante un momento al cambiar de marcha. Al conductor del autobús que la seguía no le gustó demasiado la maniobra.

Se atrevió a hacerle una pregunta directa.

—¿Por qué dejaste de ir a verlo?

—No fue exactamente así, tenía que pensar en Ella. Los niños reclaman mucho tiempo. Papá lo entendió, Ella era la prioridad.

El tono de voz de Amaranta indicaba que quería zanjar aquel tema. Se aclaró la voz.

—De todas formas, las cosas cambian con la maternidad. Ves todo de una manera diferente.

—¿Quieres decir que comienzas a darte cuenta del pésimo padre que fue?

—Por lo menos no lo abandoné completamente.

Fantástico. Ahora pretendía ser la conciencia de Harry. ¿Todas las hermanas mayores se comportaban así?

—¿No como yo, te refieres? —preguntó Harry.

—En realidad, él te quería ver a ti. Siempre has sido su favorita.

Amaranta hablaba sin rencor. Sólo constataba un hecho que ambas habían asumido hacía muchos años.

Harry tensó los brazos y los hombros al intentar incorporarse a otro carril.

—Mira, es mejor que cuelgue. Estoy conduciendo y hay bastante tráfico.

—¿Habéis quedado otra vez?

Harry recordó los amenazadores muros de la cárcel y puso segunda.

—No, no. Te llamaré la semana que viene.

Lanzó el móvil sobre el asiento del pasajero y dobló la esquina para tomar Kildare Street. Odiaba lo culpable que le hacía sentir su hermana mayor. No tenía ningún sentido acordar una cita con su padre. Necesitaba que la ayudara, pero no lo iba a hacer. No había que darle más vueltas.

Una ligera duda planeaba sobre ella. Quizá debiera hablar con él de nuevo, darle otra oportunidad. Aún quedaban cuestiones por resolver. Por ejemplo, ¿quién era El Profeta? Seguramente podría ofrecerle alguna pista sobre su identidad. ¿Quién era Ralphy? Tal vez su padre lo conocía.

Negó con la cabeza. No importaba quién fuera El Profeta. Aún tenía que entregarle doce millones de euros.

Aparcó a pocos metros de las oficinas de Lúbra, cogió su bolso, cerró el coche y cruzó la calle con rapidez protegiéndose la cabeza de la furibunda granizada. Empujó la puerta y entró. Annabelle, la recepcionista, estaba al teléfono. Harry le hizo un rápido gesto de saludo con la mano, pasó de largo y se dirigió a la oficina principal.

Aquel día estaba repleta de gente. Había grupos de empleados reunidos alrededor de los escritorios que señalaban una pantalla. Su mirada no se detuvo en ellos, sino que se dirigió a la oficina del fondo de la habitación. Ni rastro de Dillon.

Harry caminó hacia su escritorio junto a la ventana. Algunos compañeros la saludaron, pero iba demasiado deprisa como para que se fijaran en los cortes de su rostro. Se sentó y encendió su portátil mientras escuchaba cómo el granizo golpeaba las ventanas. Introdujo la contraseña y abrió su correo electrónico.

—Ayer no tenías ese corte.

Alzó la mirada hacia Imogen, que observaba aquella hendidura sobre su ojo con los brazos en jarra. Harry suspiró.

—Así es. Han pasado algunas cosas en las últimas horas. Pero antes de que me lo recuerdes, te informo de que seguí tu consejo.

—¿De veras? —Imogen se sentó inmediatamente en una silla junto a ella—. ¿Y?

—No fue bien, ya te lo explicaré más tarde.

Imogen movió la cabeza de un lado a otro.

—¿No sabías qué los parientes dan tantos problemas? Siempre creí que en las familias pequeñas como la tuya resultaba más sencillo llevarse bien. —Imogen venía de un clan de seis miembros que se peleaban constantemente y formaban unas alianzas siempre cambiantes. En aquel momento no se hablaba con ninguno de ellos—. Parece que no es tan fácil.

—No lo es, créeme. —Harry hizo una pausa. Se esforzó por mostrarse despreocupada—. ¿Dillon está por aquí?

—¿El soltero oficial? No, está en Copenhague.

—¿Ya?

—Cogió un vuelo que salía más temprano. —Imogen frunció el ceño—. ¿Pasa algo?

Harry comprobó sus signos vitales. Maldita sea, aún lo echaba de menos.

Negó con la cabeza.

—Sólo quería hablar con él. Ya lo intentaré más tarde.

Miró hacia la pantalla e hizo un gesto de dolor. Movía con dificultad la cabeza y el cuello; la clásica lesión de latigazo cervical. Quizá debiera acudir a un quiropráctico.

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