¿Quién, quién sabe las ideas que pasan por el cerebro de un hombre joven que sueña bajo los vientos dormidos, sin más horizonte a su mirada que las aguas silenciosas y monótonas?...
La campana de proa daba las dos de la mañana, cuando el criado avanzó resueltamente y con cierto aire de autoridad y un
«Je vous en prie, monsieur»
insistente y suave, pidió a Carlos que se recogiera. El joven descendió; la luna continuaba brillando a través de la niebla húmeda que se aumentaba por momentos, el círculo amarillento que la rodeaba se extendía y las aguas comenzaban a moverse con más rapidez en la superficie del estuario inmenso.
A la mañana siguiente, al alba, la inquieta expectativa del desembarco animaba a todo el mundo. Parecía que la felicidad, abiertos sus cariñosos brazos, esperara en tierra a los que tanto ansiaban pisarla. La mayor parte, sin embargo, iban a cambiar la vida libre de a bordo con la exigua existencia detrás de un mostrador o la ingrata tarea del jornalero. Los trajes nuevos habían hecho su aparición; por todas partes cajas de sombreros, jaulas con antipáticos loros dentro, maletas de viaje, gorras, bultos.
Por fin, llegaron los vapores de desembarco, se llenaron las formalidades sanitarias y pronto el buque quedó solo con su tripulación, y allá en la proa, los emigrantes apiñados, mirando con ojos de ingenua curiosidad cuanto pasaba a su alrededor y sintiendo pesar sobre su alma esa impresión de abandono que gravita sobre el extranjero al pisar por primera vez las playas de una tierra desconocida. Pronto la atmósfera fácil y cómoda de nuestra patria iba a borrar la nube de tristeza e iluminar la vida de esos desgraciados con las perspectivas de un porvenir seguro.
Carlos había bajado sencillamente en el vapor de la agencia, seguido de Pedro, silencioso siempre y grave en su levita abotonada hasta el cuello. Cumplidas las formalidades de aduana, Carlos hizo avanzar un carruaje, y media hora después se encontraba alojado en un cuarto del hotel de Provence. A su llegada se le habían entregado cinco o seis cartas, que en ese momento leía con atención. Una de ellas, tres renglones escritos con una letra de una pulgada y con una ortografía capaz de hacer rugir de espanto a un académico español, parecía haberle causado una viva satisfacción. Traducida, decía así:
«Desde el martes, estoy con los caballos en el Azul, esperándole».
Tobías.
Las otras cartas eran puramente de intereses, cuentas, etc.
Carlos comió solo en su cuarto, y al caer la noche, encendió un cigarro y salió, después de indicar a un sirviente hiciera acompañar a Pedro al teatro de Variedades.
Carlos tomó la calle de Reconquista, llegó a la plaza, la cruzó diagonalmente, entró por Victoria hasta Perú, dio algunos pasos a la derecha, pero retrocediendo, tomó resueltamente hacia la izquierda. A cada instante, a pesar de la confianza que tenía en no ser conocido, por el cambio completo operado en su fisonomía en los últimos cinco años, ocultaba el rostro al pasar junto a alguna de sus antiguas relaciones. Iba agitado por el tumulto interior de sus sensaciones; echó una mirada vaga a los balcones iluminados del Club del Progreso, sus ojos se llenaron de sombras, inclinó la cabeza y siguió marchando lentamente. Así vagó cuatro horas, deteniéndose en un punto, mirando con atención una casa, impregnando la mirada con el espectáculo de la ciudad que tanto había querido y en la que marchaba hoy como un desconocido. A las 11 de la noche se encontraba en el Retiro, frente al río sereno y resplandeciendo bajo la luna. Uno que otro carruaje volvía de Palermo o tomaba la calle de Charcas; a veces una explosión de alegría llegaba a oídos del solitario.
Bien solo, por cierto. Esa alma debía estar enferma, rendida por una lucha sostenida tal vez sin energía, pero no por eso menos agobiadora. Y así marchando en los sueños íntimos, llegó tristemente a su hotel, se tendió en un sofá, tomó un libro quo pronto cayó de sus manos y quedó inmóvil, con la mirada fija en el techo. Su cara fue perdiendo la expresión adusta, sus ojos se llenaron de lágrimas y un sollozo ahogado pasó por su garganta. La reacción fue violenta, se puso de pie, enjugó el rostro, sonrió con desprecio de sí mismo, se paseó largo rato por la pieza y luego llamó a Pedro.
—El tren sale a las 7, Pedro. Que todo esté pronto.
Luego se acostó y empezó para él el infierno cotidiano de los que han perdido el dulce sueño, reparador de la vida
...
Corría el tren por los campos iguales y monótonos. En el vagón que ocupaba Carlos iban dos o tres personas desconocidas entre sí, lo que no impidió que a partir del almuerzo trabaran una larga conversación, sobre los temas eternos de la vida de campo, la lluvia que hacía falta, porque los pastos estaban flojos, el cardo que tardaba, las barbaridades de los jueces de paz de los partidos respectivos a que pertenecían los viajeros y, por fin, la política, vista al microscopio, las profesiones de fe grotescas, una estrechez de espíritu inconcebible. Carlos oía con cierta atención la insípida charla; como los campos que atravesaba le traían la perdida nota impresional de la patria, así el palabreo que llegaba a sus oídos hacía revivir en su memoria el mundo normal en cuyo seno pasó su juventud. Luego sus ojos se perdían en la dilatada llanura, extensa como el mar y como él generadora de tristezas.
Pedro, solo y grave en un vagón de segunda, miraba con asombro nuestros campos, buscando en ellos el cultivo, la subdivisión, el canal de riego, el bosque, el aspecto europeo, en una palabra. Una sensación indefinible le oprimía y a veces sacaba la cabeza por la portezuela, ansioso, en la expectativa de un cambio que no se producía.
Por fin, a la caída del día, el tren llegó al Azul; Carlos se dirigió a la posada. En la puerta del gran patio donde llegaban las diligencias, carruajes y gente de a caballo, se encontraba un hombre recostado en un poste. Tendría de cuarenta a cincuenta años; alto, delgado, barba canosa, ojos negros, serenos. Su traje era el de nuestros gauchos: chiripá, poncho, un modesto tirador viejo ya, un sombrero de felpa entrado en años y unas fuertes botas de baqueta, nuevas, compra sin duda de la víspera. A pesar de haber visto a Carlos, no hizo un movimiento. Éste avanzó sonriendo hacia él y le puso la mano en el hombro.
—¿No me reconoces, Tobías?
—Niño Carlos...
No pudo decir más; se sacó el sombrero, empezó a darle vueltas entre las manos y se quedó mirando a Carlos con tamaños ojos de asombro.
—Sí, mi buen Tobías, estoy muy cambiado. Además, hace como diez años que no nos vemos. ¿Y cómo va la salud? ¿Y los hijos?
—Buenos todos, señor; los muchachos andan en tropa. Anselmo salió anteayer con una punta y Gregorio debe llegar mañana o pasado.
—¿Y quiénes hay en la Quebrada?
—Manuel Tabares, cuatro peones y la vieja Nicasia.
—¿Aún vive Nicasia?
—Cuando ha sabido que el niño iba a venir se ha puesto como loca.
—Bueno; tenemos tiempo de hablar. ¿Cuántos caballos has traído?
—Cuatro por si acaso, aunque ninguno hemos de tener que cambiar.
—¿Y el carro?
—Llegará mañana a la tarde. ¿Cuándo nos vamos, señor?
—Mañana bien temprano, para llegar con día.
—Saliendo a las seis, estamos a las cinco en la Quebrada.
—Tobías, este hombre (y señalaba a Pedro, que, con un saco de noche en la mano, correcto e inmóvil, había presenciado el diálogo sin entender una palabra), este hombre es mi sirviente, pero no habla español. Dice que aunque no es muy de a caballo, quiere ir montado, en vez de esperar el carro. Dale uno de buen andar y manso.
—El moro, señor.
—Vaya por el moro. A las cinco me recuerdas con todo listo.
Desfiló el clásico
menú
de los hoteles de campaña en nuestra tierra. ¿Un buen puchero? ¿Un buen asado? ¡Jamás! Frituras, guisos pseudo-franceses, combinaciones de un
chef
que, para elevarse al arte, cree deber salirse de la naturaleza. Carlos recorrió la lista, recordó su experiencia pasada y pidió un ingenuo bife con
dos de a caballo,
una botella de cerveza inglesa y queso. ¡Ay de aquel que sale de ese régimen higiénico!
El cansancio del ferrocarril le dio algunas horas de sueño. Pero cuando a las cinco de la mañana Tobías vino a golpear su puerta, le encontró vestido y pronto a montar.
Así que dejaron el pueblo y que el espacio abierto se presentó, Carlos sintió esa sensación deliciosa, que sólo los argentinos sabemos apreciar, cuando, sobre un buen caballo, se galopa por los campos en la mañana. Una leve brisa, fresca, con un olor sano e intenso, venía de oriente, donde el sol se elevaba ya, pugnando por abrir camino a sus rayos a través de un grupo de nubes. Las estancias esparcidas en la extensión de la llanura, como islas en un mar inmenso, manchaban con sus tonos oscuros la sabana de verde pálido en la que la vista se perdía hasta el confín del horizonte. Los caballos, contentos y briosos, resoplaban con energía, levantando sobre el camino resecado una nube de polvo, que iba a disolverse a la espalda en fugitivos remolinos. Un grupo de ovejas, que comía al borde de la ruta, se precipitaba al lado opuesto, y detrás iba la majada, desatentada, como si corriera un peligro inmenso. Cuatro o cinco corderos quedaban rezagados, con la colita entre las piernas enclenques, temblorosas bajo su cuero desnudo y arrugado, balando con un quejido lastimoso. Diez o doce madres habían dado vuelta la cara y respondían al llamado sin cesar, como sacando la voz de las entrañas para que sus hijos las reconocieran. Un perro, girando a la carrera, alrededor del rebaño, ladraba furioso al pasar junto al grupo de jinetes, cuyos caballos agachaban las orejas e hinchaban ligeramente el lomo. Luego, una manada de yeguas que sale a escape, se detiene a cincuenta varas y queda inmóvil, las orejas rectas, los ojos grandes e ingenuos. El sultán está a la cabeza, soberbio con su larga crin y opulenta cola. Brilla su pelo inmaculado como un tejido de acero. Un potrillo más audaz se acerca, hace una cabriola, rompe a la carrera, se detiene al pie de la madre y se pone tranquilamente a mamar. Las vacas son más reposadas; algunas levantan la cabeza, pero pronto la inclinan sobre la tierra y continúan rumiando. Uno que otro toro espléndido se cuadra noblemente, escarba el suelo y mira con arrogancia.
Los
teros
atruenan el aire; parecen la bocina del derecho indio, clamando eternamente sobre la pampa contra la conquista europea. Avanzan audaces, cruzan a dos varas de los jinetes como una saeta y se pierden a lo lejos, dando la voz de alarma, que hace poner en fuga a los patos que reposan en la próxima laguna, rica en juncos y pobre en agua. La lechuza, inmóvil sobre una vizcachera o en la punta de un palo de alambrado, abre el pico como un resorte mecánico, lanza su grito gutural, que en la noche inquieta los espíritus más serenos, deja caer sus párpados amarillentos, que tienen más expresión que sus ojos mismos y queda en su postura egipcia. Multitud de pequeñas aves saltan a cada instante de entre el pasto; por momentos, una perdiz hiende el aire con su silbido característico y el ruido estridente de sus alas al batir precipitadas; otras se agachan, se disuelven entre los tonos grises de la tierra y quedan inmóviles. De tiempo en tiempo, Tobías les lanza su rebenque, no siempre sin resultado, ante el asombro de Pedro, que contempla atónito el nuevo sistema cinegético.
Y así avanzan en silencio, Carlos perdido en sus reflexiones, el sirviente un tanto dolorido ya, Tobías con la indiferencia suprema del gaucho por todas las cosas de la vida. Cada media hora, Tobías da la señal de reposo deteniendo su caballo y poniéndolo a un trote suave, pero que rinde camino. Según él, el secreto para llegar pronto no está en andar ligero, sino en andar seguido. Tobías nombra las estancias que aparecen a lo lejos, a medida que se avanza y que las copas de álamos que se veían suspendidas en el aire se unen a sus troncos al cesar el miraje. A las doce se hace alto junto a un jagüel rodeado de algunos sauces y paraísos que ofrecen una sombra suficiente. Carlos no ha querido ir a una pulpería que está a diez cuadras, en una estancia donde indudablemente habría sido muy bien recibido, pero en la que habrían tardado tres horas en matar algunos pollos y donde habría tenido que hablar sobre cuanto Dios crió. Tobías, que se ha avanzado, después de manear cuidadosamente los dos caballos de repuesto, vuelve a la media hora con un carnero muerto y degollado, pan, vino y sal, hace fuego, fabrica un asador con una rama de sauce y a los veinte minutos se presenta con un asado color de oro, chisporroteando aún y chorreando de jugo.
Diez, veinte años de París, comiendo en Bignon, cenando en el café Anglais, no alcanzan jamás a borrar en nosotros el tinte criollo, la tendencia indígena, el amor a las cosas patrias... y el gusto por el cordero al asador. Se quema uno los dedos, es cierto, queda en la boca cierto saber
empâté
, pero es ésa una sensación posterior, altamente compensada por las delicias del primer momento.
La charla de sobremesa animó a Tobías, que aprovechó una buena ocasión para echar fuera lo que sin duda le estaba trabajando hacía tiempo.
—Dígame, señor, ¿viene por mucho tiempo a la Quebrada?
—Por mucho tiempo, Tobías; no pienso moverme de allí hasta que vuelva a Europa.
—¡Pero cómo va a vivir en esos ranchos, señor! ¿Cómo no se ha ido más bien a las Tunas?
—¿Te incomoda mi visita, mi buen Tobías?
—¡Por dónde, señor!
—Entonces, no hay que hablar.
Tobías se rascó la nuca, ensilló de nuevo los caballos y pronto la partida estaba en marcha. Fue ése el momento duro para Pedro. Al principio, el buen galope del moro recomendado por Tobías le había seducido; pero pronto le dolió la cintura, las rodillas le empezaron a arder en la parte que frotaban la silla, y cuando, después del reposo del almuerzo, volvió a su postura de centauro, todo el cuerpo protestó en un estremecimiento. Se dominó, sin embargo; sonrió a Carlos y partió heroicamente al galope.
A las tres de la tarde, poco después de atravesar el arroyo de Chapaleofú, algunas gotas de agua empezaron a caer. El cielo se había cubierto por completo y pronto un aguacero tremendo cayó sobre los viajeros. La tierra parecía revivir bajo la onda; un olor de humedad se desprendía del suelo. El horizonte se había estrechado y los montes de las estancias más próximas se iban disolviendo entre la bruma. La lluvia redoblaba de violencia a cada instante y los viajeros estaban empapados hasta la carne. Así marcharon dos horas, lentamente, al paso, porque el suelo se había hecho resbaladizo. Carlos, rebelde a la fatiga física, había recibido con placer la lluvia. En cuanto a Pedro, sólo Dios y él saben lo que pasó en esos momentos por su alma y la opinión que formó de nuestra tierra argentina y de sus modos de vialidad.