Kafka y la muñeca viajera (5 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Relato, Infantil y Juvenil

BOOK: Kafka y la muñeca viajera
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Quince minutos.

Se resignó a lo inevitable. Si se trataba de un resfriado, la pobrecilla lo estaría pasando tan mal como él, sin posibilidad de avisarlo. Si por el contrario era el cansancio, el fin de su interés... Por lo menos habría cumplido con su tarea, impidiendo que una enorme herida presidiera la existencia de Elsi a causa de la pérdida de Brígida. Bastante había hecho con serle fiel dos semanas enteras.

–Podrás volver a escribir algo de provecho –se dijo.

¿Acaso no era de provecho la correspondencia de Brígida?

Tal vez tuviera más valor que cualquiera de aquel os relatos que nunca publicaría, y que estaban condenados al fuego y al olvido cuando Max Brod cumpliera con su voluntad tras su muerte.

Se sentía triste.

Decepcionado.

Veinte minutos.

¿Por qué seguía esperando? Nada menos que él, Franz Kafka, un adulto, esperando a una niña de poquísimos años...

Iba a levantarse.

Entonces la vio, como siempre, corriendo desde el extremo del parque, más veloz y congestionada que otras veces. Corriendo como aquel o fuese lo más importante de su corta vida.

Ningún olvido.

Allí estaba Elsi.

Franz Kafka sonrió aliviado

–¡Oh, lo siento de veras, señor cartero! –la niña casi se le echó encima al l egar a su lado–. Mi madre se encuentra indispuesta y he tenido que... ¡Pero está aquí, no se ha ido! –sus ojos brillaban intensos–. ¿De dónde es hoy la carta?

m

El mapa del mundo, de pronto, se le antojaba muy pequeño.

Lo examinó con detenimiento. Países, ciudades, maravillas. Las ilusiones no tenían límites. En el mundo de las muñecas no existían las fronteras, ni las razas, ni los problemas con las distintas lenguas. En el mundo de las muñecas, Brígida era la reina por obra y gracia de su libertad y por el afán de su dueña, siempre dispuesta a imaginarla feliz.

Una prolongación de sí misma.

Dora lo abrazó por detrás y le besó la cabeza, por entre el cabello enmarañado.

Franz Kafka sintió la caricia y el susurro de su voz hablándole casi al oído.

–Mañana bajaré al parque contigo para conocerla.

–No, prefiero que no.

–¿La quieres para ti solito?

–No es eso.

–¿Seguro que tiene pocos años?

La agarró por las muñecas y le hizo dar la vuelta hasta situarla a su lado. Entonces se apartó de la mesa y la sentó sobre sus rodillas. Dora era hermosa. A veces la comparaba con sus dos prometidas anteriores, Felice Bauer y Julie Wohryzek, y también con aquel a joven de dieciocho años con la que tuvo el breve romance en el sanatorio de Hartungen en el que se trataba la tisis, o con Milena Jesenská, su dulce Milena, su mejor confidente, pero no había comparación posible. O quizás no la hubiese por ser la última, la que estaba ahora a su lado, mientras que las demás ya no existían más que en su recuerdo.

Una profesora de hebreo dedicada a él en cuerpo y alma en lo más duro de su descenso hacia la muerte.

–Cuando crezca romperá muchos corazones –predijo él.

–Ahora ya ha roto uno –Dora le pasó una mano por el pelo.

–Soy su cartero, no lo olvides.

El a le hizo la pregunta más temida.

Y obligada.

–¿Hasta cuándo?

Franz Kafka se quedó pensativo. La demora de aquel a mañana le había hecho comprender algunas cosas. Había tenido tiempo de meditar. Elsi no se cansaría jamás. Brígida era su muñeca, y cada carta un maravilloso juego y la posibilidad de seguir a su lado, unidas, compartiendo los días felices de su existencia. El final no estaba del lado de el a, sino de sí mismo.

Y no podía prolongarse demasiado.

El invierno podía ser muy duro.

–No puedes pasarte la vida así –continuó Dora ante su silencio.

–Ya lo sé.

–¿Entonces?

–Me siento bien, ¿sabes? Es algo muy extraño.

–Siempre es hermoso procurar la felicidad ajena.

–Es algo más que verla contenta. Yo sólo me metí en todo este lío para que aquel día no estuviese tan triste. Después se ha ido complicando.

–Ves en el a la hija que no tienes.

–No, no se trata de eso.

–Adquiriste un compromiso y pretendes llevarlo hasta las últimas consecuencias.

–¿Cuánto tarda en crecer una niña? –sonrió.

–No lo sé –Dora lo acompañó en su sonrisa–. Creo que yo ya era así a los pocos días de nacer.

–¿Sabes qué me ha preguntado esta mañana?

–No.

–Que dónde estaban las otras cartas que se supone debía repartir.

–¿Y qué le has dicho?

–Que era una época de poco trabajo, y que sólo recibía la carta para el a por la mañana y la de otra niña llamada Renata por la tarde –suspiró con fuerza–. Pero el quid de la cuestión no es ese, sino que ya ha empezado a hacer preguntas de difícil respuesta. Cualquier día querrá saber de dónde saca Brígida el dinero para viajar.

–¿Y qué le dirás?

–¿Que ha encontrado oro?

–¿Por qué no la casas?

Franz Kafka se quedó mirándola en silencio.

El os también habían hablado de casarse. Vivir juntos era motivo de rumores y comentarios malintencionados, en la vecindad y fuera de el a. Pero el padre de Dora jamás aceptaría que su hija se condenase junto a un escritor que llevaba un año jubilado anticipadamente debido a su enfermedad, detectada por primera vez la noche del 12 al 13 de agosto de 1917, casi seis años antes, cuando tuvo su primer ataque de hemoptisis, síntoma de una tuberculosis pulmonar.

–¿Se casan las muñecas? –preguntó.

–Brígida es capaz de todo, si tú lo quieres.

Un resquicio. Una ventana abierta.

Era escritor, así que tenía que encontrarle un final a la historia de la muñeca viajera.

Abrazó a Dora, apoyó la cabeza en su pecho y se quedó al í sentado, con el a en su regazo, un largo rato, arropado por su amor en el silencio.

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Su voz fluía igual que un murmullo, rompiendo apenas el aire a su alrededor. Un riachuelo que serpenteaba por los meandros de la atención de Elsi, recostada con lánguida pereza a su lado. Cualquiera hubiera creído, al verlos, que él le contaba un hermoso cuento. Y no era un cuento. Era la carta, personal y emocionada, de una extraordinaria muñeca, escrita desde un remoto lugar en el mismo corazón de África.

Porque Brígida se encontraba de safari por Tanzania.

… Así que en lo que a mí respecta, sería incapaz de matar a un león o un elefante. Incapaz de todo punto. ¿Para qué destruir una vida? Son tan hermosas estas bestias salvajes, Elsi. Tan hermosas y nobles en su libertad. Es tan pródiga la naturaleza con sus hijos. A veces me doy cuenta de que el mundo es el lugar más bel o que existe, y comprendo lo afortunados que somos nosotros por vivir en él. Hemos de cuidarlo y protegerlo, para legarlo a nuestros descendientes, de la misma forma que un día lo recibimos de nuestros mayores. No somos más que huéspedes momentáneos de su generosa grandiosidad.

Hizo una pausa para carraspear. Eso lo obligó a toser. Apartó la cabeza hacia el otro lado y tuvo mucho cuidado de preservar a Elsi. Había llovido y la humedad flotaba en el ambiente, impregnándolo todo, saturando sus pulmones. Por esta razón sostenía la carta con una mano y el pañuelo con la otra.

Las nubes eran muy negras, y se apretaban más unas con otras.

Volvería a llover.

Pero en Tanzania brillaba el sol.

No sé si te has dado cuenta, Elsi, pero con esta son ya diecisiete las cartas que te he mandado desde todos los lugares en los que he estado. Cuando miro hacia atrás me doy cuenta de que ha sido como un sueño, ¿no crees? Te imagino con tu amigo, el cartero, sentada en un banco del parque Steglitz, dejando volar tu imaginación para acompañarme en mis peripecias a la búsqueda de mis sueños.

Y es que los sueños son la base de la vida. Sin sueños no somos más que cuerpos perdidos que vagan por lo cotidiano. No olvides nunca que soy libre porque tú fuiste libre y me comunicaste esa felicidad. Algún día, cuando deje de escribirte…

–¿Por qué va a dejar de escribirme? –se envaró Elsi.

–No sé, déjame que siga.

–Está triste –musitó con el rostro atravesado por un rictus de seriedad.

–Yo no lo creo así.

–Pues lo está –insistió la niña.

–¿En qué lo notas?

–Habla de cosas diferentes.

Era una buena carta. De las más bonitas que había escrito. Y seguía el plan diseñado para poner punto final a la correspondencia de Brígida.

Sin embargo... Bueno, tal vez sí.

Rezumaba el prematuro aroma del adiós.

Y el a lo había captado.

–Una persona no siempre tiene ganas de reír, o de cantar. A veces se detiene y, simplemente, se siente en paz. ¿No te ha dicho al comenzar que está en mitad de la sabana africana, rodeada por esa inmensa tierra salvaje y maravillosa? Es como si la oyeras suspirar, ¿no te parece? Yo creo que es una carta muy hermosa.

–Lo es, pero suena distinta.

–Creo que Brígida está creciendo –repuso con tacto–. Y tú también, si eres capaz de darte cuenta de esa diferencia.

–¿Y qué ocurre cuando las niñas y las muñecas crecen?

«Se olvidan de que un día fueron niñas y muñecas», pensó.

Pero no se lo dijo.

–Lo hermoso de crecer es que cada día suceden cosas nuevas, y la vida es un regalo –agitó las hojas de papel–. Te lo dice Brígida.

–Nunca hubiera imaginado que Brígida se hiciera mayor –repuso llena de solemnidad.

–¿Y tú?

–Mamá dice que ya lo soy –levantó la barbilla con orgullo.

–Entonces has de apreciar el auténtico corazón de lo que te cuenta tu muñeca.

Elsi volvió a recostarse a su lado. Le agarró el brazo con sus dos manos y apoyó la cabeza en él. Miró la hoja llena de cuidadas palabras y letras entrelazadas con mimo, invitándolo a continuar.

Algún día, cuando deje de escribirte, las dos sabremos que la una sin la otra no habríamos llegado nunca tan lejos. Viviremos cada cual en la memoria de la otra, y eso es la eternidad, Elsi, porque el tiempo no existe más al á del amor. Sé que lloraste cuando me fui. Pero yo quiero que rías y cantes y pienses siempre que el futuro no es un problema por resolver, sino un misterio por descubrir. Hay lugares en el mundo que cambian a las personas, y África es uno de el os. Espero que las personas nunca puedan llegar a cambiar esos lugares. Desde el fondo de mi corazón, esta noche estrellada, pienso mucho en ti y envidio lo que te espera...

Por el rabillo del ojo vio cómo Elsi sonreía.

«¡Bien!», gritó su alma.

Quedaban apenas unas líneas, así que continuó la lectura antes de que las primeras gotas de lluvia emborronaran la estupenda carta enviada por Brígida desde Tanzania.

o

Aquella mañana el que llegó tarde fue él.

Casi quince minutos.

El día anterior había sido complicado. Malestar, poca concentración, la urgencia de una salida acompañando a Dora... Y otra noche de parcial insomnio. Nada bueno para su salud. Había terminado la carta apenas unos minutos antes, tan febril como siempre, y aunque era más corta que otras, rezumaba una no disimulada alegría, la compensación justa.

Elsi le esperaba de pie. Se quedó quieta al verlo aparecer y no se sentó hasta que lo hizo él. Sus excusas fueron banales. La niña nunca le preguntaba por él.

¿Qué más daba? Los menores se imaginan la existencia de los demás según a su propia existencia. Para el a lo esencial eran las cartas. Vio el sobre que asomaba por el bolsillo de la chaqueta de su cartero y eso fue suficiente. La mañana era muy alegre, sin nubes, y el calor apretaba. Su vestido azul con encajes blancos la convertía en una deliciosa mujer en miniatura.

Como siempre, Elsi recibió la carta con emoción y comprobó el remite.

–Sigue en Tanzania –le hizo notar con extrañeza.

–Sí, es curioso –convino él.

–Nunca ha estado dos días seguidos en un mismo lugar.

Elsi abrió el sobre, extrajo la solitaria hoja de papel y se la entregó siguiendo el ritual de cada día. Franz Kafka comenzó a leer intentando no perder de vista las reacciones de su compañera.

Querida Elsi, hoy me siento muy feliz, radiante, como si mi cuerpo fuese una fiesta y en mi cabeza tocara una banda de música. Me gustaría que esta carta fuese sonora, para que pudieras escuchar mi voz y los latidos de mi corazón, para que bailaras conmigo. Es tanto lo que quiero contarte, y tan intenso lo que siento, que ahora mismo no sé por dónde empezar.

–Ayer estaba triste –recordó la niña.

¿Y por qué estoy así? ¡Pues porque me he enamorado!

¡Oh, sí, Elsi! ¿Puedes creerlo? ¡Me he enamorado! –lanzó una rápida mirada justo a tiempo de ver la forma en que su amiga reaccionaba, alzando las cejas ante la noticia, pero sin dejar de leer aquel as líneas llenas de gozo–. ¡Ha sido todo tan rápido, tan hermoso y fascinante que ni yo misma sé cómo explicar esta transformación! Ayer contemplaba mi existencia con la paz y la serenidad del paso del tiempo, y hoy parece que de la Brígida que fui hace apenas un día no queda más que un recuerdo perdido en mi propia memoria. Pero lo esencial no es el cambio en sí, sino el descubrimiento del amor, porque, sin ti, notaba que una parte de mi alma estaba vacía. Tú me diste todo el amor que he tenido en la vida, el único que había conocido, y no he sabido lo mucho que lo echaba de menos hasta que ahora ha aparecido él. Por esta razón me siento completa de nuevo.

Franz Kafka dejó de leer un instante.

Elsi mostraba una sonrisa parecida a la de la misteriosa Mona Lisa.

–Qué sorpresa, ¿no te parece? –tanteó el terreno.

–Ahora sí que es una mujer –dijo la niña.

–¿Te alegras?

–Claro –le hundió las piedras negras de sus ojos–. Yo la enseñé a ser feliz.

Ocultó su propia sonrisa. También detuvo el gesto de acariciarla. De haber tenido una niña le habría gustado que fuese como Elsi. Aquel os cuentos de hadas escritos tiempo atrás hubieran tenido un mayor sentido.

–¿Dice quién es él? –preguntó el a.

–Oh, sí, ahora viene esa parte –se concentró en la carta–:

Sigo en Tanzania, en el cráter de Ngorongoro, que es también la más fabulosa reserva de animales salvajes que existe, porque Gustav es explorador, el hombre sin duda más fascinante que jamás haya conocido. Ha viajado por toda África, siguiendo el curso de sus ríos, escalando sus cumbres, explorando tierras vírgenes, dejando su huella por donde pasa. Los nativos lo quieren y lo respetan. Te preguntarás cómo lo he conocido y yo misma creo que ha sido de la forma más novelesca: caminaba con mis porteadores por un sendero cuando un viejo elefante, que sin duda se dirigía a su cementerio para morir, se cruzó en nuestra marcha. Los porteadores se asustaron tanto que echaron a correr, y yo, sola y muerta de miedo, creía llegada mi hora, y entonces apareció él, a cabal o. No sólo me subió a su grupa con una facilidad pasmosa sino que ahuyentó al elefante. Es alto y hermoso, Elsi. Sus ojos son limpios como este cielo africano, y su alma tan noble como la de las estrellas que de noche nos iluminan. Pasamos las horas hablando hasta que de pronto cal amos, nos miramos a los ojos y...

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