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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (20 page)

BOOK: La abadía de los crímenes
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Capítulo 4

Repicaban las campanas anunciando el ángelus cuando el rey don Jaime golpeaba la puerta del aposento de su esposa doña Leonor y entraba en él sin esperar el permiso para hacerlo. Las damas, de rodillas, recitaban sus oraciones rodeando a la reina, que permanecía también recogida en sus salmos. Ni siquiera se volvieron para verlo entrar y, contrariado, el rey cerró la puerta de un empellón, provocando un sordo estampido. Entonces, sí, todas ellas se volvieron hacia él, sobresaltadas.

—¿Acabaste tus rezos, mi señora? —preguntó don Jaime, irritado.

—Vuestra presencia así lo exige, mi señor —respondió la reina y, levantándose, fue a besar la mano de su esposo—. Se me alegra el espíritu con vuestra visita.

—¿Por qué no acudís al comedor a las horas fijadas? —inquirió el rey con el gesto agrio—. ¿Acaso buscáis un oleaje de murmullos en la corte?

La reina hizo un gesto a sus damas para que salieran de la estancia y esperó a quedar a solas con su esposo para replicar. Entre tanto, con mucha calma, volvió a su bastidor y tomó asiento. Cuando doña Berenguela cerró la puerta tras ella, después de rogar con la mirada a su señora que no se alterase, doña Leonor dijo:

—La corte murmurará pronto de esa húngara que os calienta la cama, mi señor. Y se diría que vos no pensáis en qué lugar me deja esa circunstancia a mí.

A veces la razón es una luz que se apaga sola. Y en ese momento las luces del rey se cegaron, llenándose de rabia. No concebía la insolencia de quien pronto dejaría de ser su esposa, de una mujer que, en realidad, hacía tiempo que había dejado de serlo: sólo lo era de derecho y a los ojos de los súbditos. Desconcertado al no esperar semejante afrenta, excitado y lleno de ira, el rey balbució una frase sin pensarlo:

—No es cierto.

—Lo es —respondió la reina sin alterarse—. Pero no espero de su majestad que lo admita. Os conozco bien, mi señor, y no os censuro por ser como sois. Al fin y al cabo la terquedad tiene un precio alto que es preciso pagar por contradecir la realidad, y algún día vos también lo pagaréis. Por mi parte, no he de opinar sobre vuestros gustos a la hora de dormir. Pero os ruego que...

—¡No deseo hablar más sobre ello, doña Leonor! —El rey no tuvo ánimos para retractarse y responder que él ya se había ganado el derecho de usar la libertad a su antojo—. Son maledicencias y embustes que...

—Basta ya, mi señor. No insistáis, por favor. —La reina inició su costura sin alterarse—. Os amo, sabéis que os amo, y de sobra sé que doña Violante de Hungría se ha amancebado en vuestro lecho. Pensé que su juventud, al tratarse apenas de una niña, le protegería de la lujuria de vuestra majestad, pero erré. Ya no tiene importancia.

La reina pensó que aquellas palabras le dolerían, pero no se arrepintió de pronunciarlas. Al fin y al cabo sabía que quererle era una venganza, la más sofisticada manera de hacerle sentir culpable, porque él ya no la quería ni deseaba volver a quererla jamás. Esa idea de venganza le hizo más fuerte para conversar con su esposo. En cambio, el rey, por el contrario, estaba cada vez más indignado y por tanto más débil. Se dio cuenta de que la temía, como a todas las mujeres. Eran seres fuertes, seguros. Boyas que flotan día y noche por violento que sea el oleaje. Pero tenía que mantenerse erguido, y si el hecho de que su esposa dudase de su palabra le parecía una afrenta, que le insultase de ese modo, tachándolo de mentiroso, era intolerable. No dudó en alzar la voz:

—¡Os he dicho que no es cierto y que no deseo que se siga dando pábulo a tales embustes! ¿Me vais a decir quién os ha podido hablar de ese modo?

—No os incomodéis, mi señor. —La calma de doña Leonor lo exasperaba, más y más—. He sabido que Violante no ha deshecho su cama estas dos últimas noches ni ha dormido en ninguna otra más que en la vuestra. Tal vez no haya sido por su voluntad sino por imperativo regio, pero aun así...

—¿Quién os trajo ese cuento, por todos los santos? ¿Se puede saber quién...?

—Águeda lo ha sabido por la hermana que atiende el servicio de nuestras celdas, don Jaime. ¿Acaso he de dudar de una santa hermana benedictina y de mi buena amiga Águeda?

—¿Y en su lugar dudáis de mí? —el rey fingió un mayor agravio del que sentía—. ¡La maledicencia es siempre hija de la envidia y no pienso tolerarla! ¡Sea! ¡No admito injurias tales contra mi persona!

La reina guardó silencio durante unos instantes, los mismos que tardó el rey en fingir una gran indignación. Hasta que no pudo sostener por más tiempo el fingimiento y tuvo que ir a la ventana para dar la espalda a su esposa y que no viera la hipocresía en sus ojos. Doña Leonor, entonces, respiró profundamente y exhaló un suspiro.

—Tranquilizaos, esposo mío. —La reina moderó su tono de voz y lo convirtió en acariciador, comprensivo—. Sólo os ruego que me permitáis abandonar esta abadía y volver junto a nuestro hijo, el príncipe Alfonso. Os suplico que...

El rey sintió la necesidad de huir de la estancia para no seguir manteniendo una disputa en la que tenía todas las posibilidades de acabar derrotado. Se alejó de la ventana, se acercó a la reina y se volvió dos veces hacia la puerta de salida. Y otras tantas retrocedió en sus pasos para enfrentarse de nuevo a doña Leonor. Las mejillas se le habían encendido por el rubor y los ojos se le habían velado por la sangre de la duda. Al fin, gritó:

—¡No hay súplica que me conmueva, señora! ¡Resignaos!

La reina bajó la cabeza sin alterarse. De inmediato sintió lástima por sí misma, pero no permitió que él contemplara su dolor. Sólo dijo, en voz queda:

—La resignación es un susurro, pero a veces también un grito que no se quiere escuchar.

—¡No os entiendo!

—Y se convertirá en un grito enloquecedor, mi señor —añadió—. Espero que no os aturda.

—¡Basta de quejas y de reproches, mi señora! —concluyó el rey—. ¡Vos deberíais ser la primera en exigir el respeto que se nos debe a la Corona! Esa insolente de Águeda pagará por su maledicencia. Ordeno que se le corte la lengua. ¡Quiero verla servida sobre mi mesa a la hora de comer! ¿Habéis oído bien?

—Pero... mi señor... —la reina doña Leonor se sobresaltó y de un brinco se puso en pie, fue hasta don Jaime y, aterrada, cayó de rodillas ante él—. ¿Cómo podéis...?

—Quedad con Dios, mi señora.

—Indulgencia, mi señor...

El rey abandonó la sala redoblando su energía con un golpe seco a la puerta. Las damas, que sólo habían oído voces en la celda, pero sin poder escuchar cuanto allí dentro se había hablado, entraron con prisas en el aposento de la reina y la encontraron aún de rodillas, frente a la puerta, con la mirada absorta y el rostro demudado.

—¿Estáis bien, mi señora? —preguntó Berenguela, acercándose y ayudándola a incorporarse.

Las otras damas se arremolinaron para escuchar lo que la reina decidiese contar de su entrevista con don Jaime, pero tardaron en satisfacer su curiosidad. Sólo al cabo de un rato, sin dejar de tener la vista perdida, susurró:

—Tengo que mandar que te corten la lengua, Águeda. Es orden real.

La dama se llevó la mano a la boca y ahogó un grito de horror. Unas lágrimas llenaron sus ojos antes de seguir los senderos de sus mejillas.

—¿Lo vais a permitir, señora? —preguntó Berenguela, perpleja.

—¡No! ¡Águeda, no! —sollozó Teresa.

—¡Águeda! —se le abrazó Sancha, llorando también—. ¿Por qué, mi señora, por qué?

—Por propagar su lujuria, Sancha. Y yo no puedo desobedecer —se excusó doña Leonor—. Es el rey.

—¡Pero puedes huir! —insinuó Juana, dirigiéndose a Águeda.

—Eso es —afirmó Teresa—. ¿Verdad, mi señora?

—Tampoco puedo permitirlo —se negó la reina—. Pero, por favor, tranquilizaos todas. Por ahora no permitiré que se cumpla la orden. Luego, durante la comida, pediré clemencia a su majestad. Es un hombre bueno y será indulgente, os lo aseguro.

—¿Y si no lo es?

La reina no respondió. Se sentó ante el bastidor y empezó a bordar la pluma de pavo real que había dejado a medias. Águeda lloraba en silencio. Teresa sollozaba a su lado y la dueña Berenguela, con el gesto tan arrugado como el brazo de un olivo, empezó a saborear la hiel del odio y a dar forma a una idea roja, como un atardecer de vísperas.

—Él no precisa ser amado; lo que quiere es hacerse con el respeto de todos —dijo.

La reina la miró con la saña con que una víbora se lanza sobre su víctima.

—¡Calla, Berenguela!

—Perdón, mi señora.

Sancha, tomando la mano de Águeda, acercó los labios hasta su oído.

—Ten confianza, mi querida amiga. Si hasta la luna, tan lejana, no hace sino cambiar, no hay que perder nunca la esperanza de que también se mude todo en nuestras vidas. Rezaré por ti.

La reina doña Leonor daba puntada tras puntada sin fijarse en lo que estaba haciendo. Su cabeza volaba lejos, muy lejos, allá donde una vez quiso ser feliz y a punto estuvo de lograrlo. Pero aquellos días habían pasado, se habían perdido como se pierde el grano en la turbulencia de una granizada a destiempo y sólo quedaba lo que no podía eludir: un intenso amor hacia aquel hombre al que a veces quería odiar sin conseguirlo y un inmenso miedo a que se marchara definitivamente de su lado, lo que sin duda ocurriría un día cada vez más próximo.

El silencio en el aposento, y en toda la abadía, se había vuelto, de pronto, sepulcral. Ni el zureo de las palomas alteraba el doloroso mutismo del mundo. Silencio de palomas, presagio de luto, se dijo. Y en aquella orfandad sin repique de campanas, ni la respiración de sus damas era perceptible. ¡Cuánta soledad, Dios mío, cuánta soledad!

Volvió la cabeza y vio a sus acompañantes coser, mudas de espanto. Ni las agujas osaban murmurar su paso por el entretejido de hilos de sus telares. Silencio. Soledad. Nada. El alma pesa lo que pesan los recuerdos, pensó, y trató de medir la felicidad del pasado, pero sólo se topó con el dolor del presente. ¿Qué había ocurrido en esos años para que su esposo cambiase de aquella manera? ¿Acaso nunca había comprendido que no hay hombre más incompleto que el que fue amado y ya no lo es? No; él no necesitaba ser amado para mostrarse completo, pobre juglar del destino que cree que la guerra hace de un hombre un dios. O quizá se sintiera completo porque seguía convencido de ser amado, y en eso no se equivocaba. Tal vez ella debiera mostrarle que no era así, fingiendo no sentir lo que sentía, y de ese modo puede que recobrara el interés que alguna vez tuvo por ella. Pero lo amaba de ese modo en el que no cabe mentira ni fingimiento, de esa manera en que incluso la venganza se convierte en inconcebible. Doña Leonor sabía que el odio es más tenaz que el amor, la venganza más fuerte que el cariño; pero cuando estaba ante él, cuando lo veía en toda su majestuosidad y hermosura, resultaba imposible odiarlo o buscar vengarse. Ella no sabía mentir, con él nunca supo. Y él lo había descubierto hacía mucho tiempo, cuando empezó a desairarla.

Puede que don Jaime jamás llegara a saber que la esencia del amor es la necesidad de salir de uno mismo para brindarse al otro y por eso el afecto entre ellos hubiera estado siempre descompensado. Ella había amado mucho, como mucho seguía queriendo; él nunca la quiso de verdad, sólo fue su esposo por imperativo del Consejo de Regencia y mientras la edad no le permitió aún la lucidez del discernimiento. El de su esposo había sido un amor matemático, mientras que el suyo se había sublimado en lo poético. Un guarismo frente a una jarcha; una cifra contra un cántico de bardo enamorado. Una entelequia.

Y esa misma mañana, con la irrupción del rey en su aposento, con esa frialdad, esas miradas esquivas y esa altivez, se habían abierto nuevas heridas que empezaban a sangrar. Y las nuevas heridas duelen siempre más que las que ya cicatrizaron. Qué dolor tan intenso. Qué ganas de morir. Pero de morir en sus brazos... Sólo merecía la pena morir si era entre el calor de sus abrazos antiguos, aquellos que un día parecieron de hierro y el tiempo convirtió en caricias de hielo, deshaciéndose en un fuego que sólo ella alimentaba. Doña Leonor sabía cómo adorarle, pero no sabía cómo hacer para que lo supiera. Qué lejos vivía el rey de su reina, incluso compartiendo la misma morada.

Ningún ruido. Ni el viento, ni las palomas, ni las campanas, ni lágrima alguna. Cómo era posible aquel silencio ensordecedor, aquel vacío que empezaba a devorarla desde el estómago y que le impedía llorar. Doña Leonor tenía prisionera su aguja entre los dedos, los dedos eran prisioneros del telar, y el telar, del bastidor. Y ella permanecía prisionera del silencio exterior y del amor interior que le impedían seguir viva. Puede que aquella inmovilidad, aquel silencio, aquel frío..., puede que ya estuviera muerta y no lo supiera, pensó. Y no pudo reprimir un grito de pánico.

Las damas, sobresaltadas, rompieron el mutismo con diferentes exclamaciones de sorpresa y miedo.

—¿Qué tenéis, mi señora? —preguntó Berenguela.

Doña Leonor tardó en responder. Las miró una a una, sonrió a cada una de sus damas y, al final, recuperada del miedo que se había producido en su imaginación, dijo:

—Gracias.

—¿Por qué? —quiso saber la dueña.

—Porque, con tanta quietud, llegué a creer que se me había olvidado vivir —suspiró. Y después sonrió y, con su voz más dulce, preguntó—: ¿Hoy no tienes apetito, Juana? Porque estoy deseando que se llegue el tiempo de comer y no sé qué hacer para meter más prisa al andar de las horas.

—Aún queda rato largo, mi señora —Juana simuló lamentarlo—. Añoro aquellos tiempos en que la comida se servía a cualquier hora, tan sólo solicitándolo.

—Pues no calléis, por favor —dijo doña Leonor—. Que el silencio ahoga y hoy no tengo ánimos ni para respirar. Esperemos impacientes la hora nona, cuando nos sirvan de comer, que ya se sabe que el amor alimenta el corazón, pero no las tripas. Y, además, ¿sabéis una cosa? Hoy tengo pleito con el rey, nuestro señor, y creo que ha aflorado la sangre castellana de mi linaje. Presiento que ha llegado el momento de que aúllen los lobos...

Capítulo 5

—¡Un caballo, doña Inés de Osona! ¡Necesito con urgencia un caballo!

El rey alzó la voz para que la abadesa pudiera oír la exigencia desde su estancia. Doña Inés, incómoda por el alboroto de su voz en un recinto tan desacostumbrado a gritos, y aún menos tan escandalosos, corrió a asomarse a la ventana y a rogar a don Jaime que se tranquilizara.

—Presto os ensillan uno, mi señor. Pero, por Dios Nuestro Señor, contened esas voces.

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