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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (38 page)

BOOK: La abadía de los crímenes
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La hermana Petronila, asistiendo a tal explosión de gozo en su amiga Lucía, pareció tranquilizarse. Pensaba en que todo lo sucedido había sido previsto por Dios, y ellas sólo habían sido instrumentos de un plan divino para ordenar las cosas en aquel santuario dedicado a su veneración. Si era así, pensó, de nada podía sentir culpa ni nada tenía que temer. Volvió sus ojos hacia Lucía y dijo:

—Sí, hermana. Soy amante del amor, y el amor es como el fuego: abrasador.

—Y es también el dedo de Dios que escribe en las almas de igual modo que escribe en la naturaleza, hermana Petronila. No puedes arrepentirte por haber sublimado tus instintos, Dios lo quiso así.

—¡Lo quiso! ¡Sí! ¡Él lo quiso! ¡Bendito sea su santo nombre!

—Vamos hermana —Lucía invitó a Petronila a descender de la torre y reintegrarse al cenobio—. Y escucha lo que te digo: el espíritu encierra la pulsión de Eros en plenitud, no lo olvides. —Y mientras descendían la escalera del torreón, tomándola por el hombro, bajó los peldaños diciendo—: Y recuerda que el espíritu y el verbo se hacen carne. Tienes que ser una con tu cuerpo y, así, tratarlo de un modo sutil, porque cuanto en él sucede en ti es sobrenatural. Tus éxtasis son compartidos cada vez por dos cuerpos y dos espíritus: el cuerpo de Cristo y el de esas rameras. Tú simbolizas el amor de Dios; ellas, la personificación de Satanás. Sólo tú puedes participar de la experiencia mística. Disfrútala...

—¿Y nada he de temer, hermana?

—Nada has de temer de Dios. De los hombres, tal vez. Tal vez. Por eso huiremos esta noche...

Capítulo 6

—No esperaré más: voy a la celda de doña Inés —decidió el rey—. Si es preciso, aguardaré todo el día su regreso. ¿Vienes?

—Sí —dudó Constanza—. Pero antes... permitidme que compruebe algo, mi señor. Estaré allí dentro de unos momentos.

—Está bien.

Constanza se despidió de don Jaime y buscó a la hermana Cixilona por todo el monasterio. Necesitaba preguntarle quiénes eran los nobles a los que acudía a visitar con frecuencia la abadesa y si conocía el objeto de sus ausencias del cenobio. Buscándola, fue al huerto y a la capilla, al establo y al gallinero, a la enfermería y a las ruinas del
scriptorium,
preguntando por ella a las hermanas que trabajaban en unos oficios y otros, sin obtener respuesta ni encontrarla por ningún sitio. Hasta que de repente recordó, al entrar en el cementerio y acordarse del perro enterrado, que la novicia le dijo que no había visto a
Pilos
desde hacía días porque estaba atendiendo los servicios de la cocina. Sin detenerse, corrió por las galerías en dirección a las cocinas del convento y entró en ellas desbocada, tratando de dar con ella.

Pero tampoco la encontró allí. Preguntó a otras hermanas si sabían en dónde podía hallarla y le dijeron que lo ignoraban, aunque había estado en su puesto hasta la hora del desayuno, cuando la abadesa doña Inés había ido en su busca y, tras hablar en secreto con ella, Cixilona había salido en dirección al comedor real con un cuenco de leche tibia en una bandeja. Después, no había regresado. Todas extrañaban su ausencia, pero no sabían adonde podía haber ido.

Constanza abandonó las cocinas desorientada. Tal vez habría acompañado a la abadesa a realizar algún servicio o quizá hubiera sido descubierta al conversar con ella la noche anterior y estuviese siendo castigada por su indiscreción. En ese caso, al no haberla encontrado en las mazmorras de la torre, sólo podía estar en su propia celda.

Preguntó a una de las hermanas con las que se cruzó en la galería y le indicó que la suya era la tercera puerta del corredor norte, situado en la planta superior. La monja navarra subió al piso, buscó la puerta y la golpeó dos veces con los nudillos. No obtuvo respuesta. Trató de abrirla, empujándola, y no cedió. Y entonces, sin el menor disimulo, extrajo el punzón que aún llevaba en su faltriquera y forzó la cerradura, indiferente a si alguna cenobita asistía o no al allanamiento.

La visión con que se encontró fue conmovedora. En el lecho, desmadejada, en posición fetal, agarrándose el vientre con los puños crispados y con la cabeza descoyuntada hacia atrás, la novicia Cixilona estaba muerta, con la boca muy abierta, como buscando una última bocanada de aire, y los ojos desorbitados. Al lado de la cama, estrellado contra el suelo, un cuenco permanecía roto en pedazos bañados en restos de leche. Constanza tardó unos segundos en recuperarse de la visión y se acercó para ver de cerca a la joven. Le cerró los ojos mientras musitaba una oración y luego, más calmada, observó su lengua, que presentaba un color blancuzco por la leche ingerida. Metió un dedo en su boca, buscó la parte trasera de la lengua y tomó un poco de los restos de saliva. Lo olió, lo probó y no tuvo dudas: la leche estaba envenenada y le había causado una muerte espantosa.

Otra mártir inútil, pensó Constanza mientras dejaba sus ojos posados en aquella bella muchacha prematuramente muerta. Y se preguntó cuántas hermanas más tendrían que morir hasta que pudiera poner fin a aquel exterminio. Elevó los ojos al cielo para orar por ella antes de ir a dar noticia al rey de su descubrimiento cuando en lo alto de la pared de la celda reparó en una madera pintada que representaba la imagen de santa Eulalia, otra mártir.

Recordaba muy bien la historia de aquella santa. A los catorce años, para protegerla de la cruel persecución a los cristianos, fue escondida por sus padres en una casa alejada de la ciudad de Barcino, donde vivía en tiempos del emperador Diocleciano, allá por el año del Señor de 350. Pero ella no se resignó ni quiso ocultar su abrazo al cristianismo y, en cuanto le fue posible, se escapó de la casa apartada, volvió a la ciudad y declaró públicamente su fe, aun sabiendo que iba a ser sometida a martirio, como así fue. Sus sufrimientos fueron horribles: desde ser castigada a tortura en un potro, o ecúleo, atada de pies y manos sobre una tabla que, mediante poleas, la iban descoyuntando para desmembrarla, hasta ser lanzada dentro de un tonel lleno de vidrios rotos calle abajo. Finalmente fue crucificada en una cruz en forma de aspa, produciéndose el milagro de que, para cubrir su desnudez, le crecieron deprisa los cabellos y ocultaron sus partes más íntimas. Finalmente murió en esa cruz en forma de X, y los testigos que lo presenciaron aseguraron que lo último que se vio, antes de que exhalara su último suspiro, fue una paloma salir de su boca. Y que de pronto comenzó a nevar.

Constanza recordaba muy bien la historia de santa Eulalia, así como la cruz que desde entonces tomó su nombre y la callejuela de Barcelona bautizada como la Baixada de Santa Eulàlia, en remembranza de su despeño, martirio y santidad. Le pareció que Cixilona merecía ser recordada igualmente, si bien era preciso conocer antes cuál había sido la causa de aquel suicidio y saber por qué había tomado la decisión de cometer tal monstruosidad.

Y, pensando en ello, por la cabeza se le pasó una idea hija del demonio. Y, antes de que fuera tarde, salió a toda prisa de la celda de la joven para ir en busca del rey.

En ese momento, don Jaime entraba en la celda de la abadesa sin preámbulos, como acostumbraba, y al hallarla vacía paseó impaciente por la estancia de un lado a otro, esperando a que apareciera su moradora. Le habían informado de que había salido inmediatamente después de la hora del desayuno para atender unos asuntos y no tardaría en regresar. El rey, considerando la tardanza, empezó a pensar que larga iba siendo ya la demora, y temió que Constanza tuviera razón en lo que había dicho y la abadesa, atemorizada, estuviera tratando de esquivarle. Suele suceder cuando una larga espera permite que el alma se ponga a pensar, porque entonces se ven aquellas cosas que permanecen invisibles cuando se tiene delante al que se espera.

Sobre la mesa de doña Inés estaban dispuestos una copa de vino y un plato de dulces y, suponiendo que se trataría de un entremés habitual en la dieta de la abadesa, el monarca dejó de interesarse en ello. Por el contrario, se entretuvo observando los adornos que decoraban las paredes de la sala. Pasaba el tiempo y la abadesa no aparecía. Quizá Constanza tuviera razón, se repitió, y su duda comenzó a sedimentarse como se arraiga una semilla en la tierra tras un amanecer lluvioso.

Para entretener la espera, don Jaime decidió sentarse en la silla de la abadesa y picó uno de los dulces allí dispuestos. Era un pastel de almendras y azúcar, muy dulce y empalagoso. Y, tras mordisquearlo, masticarlo y engullirlo, sintió sed. Así es que tomó la copa de vino e inició el camino de llevársela a la boca.

Pero antes de que la copa de plata rozara sus labios, se abrió la puerta bruscamente y, con el mismo ímpetu que el conde Arnaldo en una de sus locas carreras, entró la hermana Constanza de Jesús gritando:

—¡Señor, señor! ¡La novicia Cixilona ha muerto!

El rey, apartando la mano de su boca, se extrañó de tal modo de la noticia que dejó de nuevo la copa sobre la mesa y preguntó:

—¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sido?

Constanza, todavía agitada y respirando con dificultad, tomó asiento frente a don Jaime y se puso la mano en el corazón, como si pretendiera aplacarlo. Jadeando, sólo alcanzó a decir:

—Envenenada.

El rey se enfureció. Golpeó la mesa con el puño y, en su aspaviento, dio un manotazo a la copa que reposaba encima y del impulso salió disparada al fondo de la estancia, derramándose por completo.

—¡Es una grave ofensa! —vociferó don Jaime—. ¡Con la presencia del rey en la abadía! ¡Es traición y deshonor!
¡Casus belli!
[13]
¡Te juro que alguien pagará por esto!

Constanza afirmó con la cabeza. Sentía más dolor por la pobre novicia que por el honor del rey, y a punto estuvo de dejar salir un suspiro de renuncia por su boca. No estaba convencida de que su presencia en el cenobio estuviera siendo de utilidad, ni siquiera si habría sido mejor que todo continuara como estaba con las esporádicas muertes que el Señor estaba permitiendo. Porque la muerte de Cixilona se añadió a su sensación de culpa y cuando la culpabilidad se hace fuerte, no hay razón que logre menguarla. Pensó que tal vez ella, y nadie más, fuera responsable de aquella muerte, del suicidio que, por terror o locura, había escogido la joven novicia para huir de sí misma y del futuro que vislumbraba. Constanza inclinó la cabeza, entrecerró los ojos y pareció abatida.

—Si la hubierais visto, mi señor...

—Cuéntamelo todo, Constanza.

A la monja navarra le costó un gran esfuerzo comenzar a hablar. Y cuando lo hizo, describió la escena contemplada en la celda de la novicia sin escamotear detalle alguno. Relató cómo había comprobado que la causa de su muerte había sido el envenenamiento, y el descubrimiento de que la leche adulterada había sido el medio empleado para ello. Tampoco ocultó que no podía estar segura de si se trataba de un asesinato o de un suicidio, pero de lo que estaba persuadida era de que la joven carecía de motivos fundados para hacer algo así. Y, para terminar, aseguró:

—Sé que lucháis para creerme, sin lograrlo, pero no me cabe ninguna duda de que vuestra real persona corre un serio peligro en esta casa, mi señor.

—Terminarás por convencerme, Constanza —suspiró don Jaime.

El silencio se hizo un hueco entre los dos y lo emplearon para meditar acerca de su situación. Constanza estaba considerando la idea de solicitar al rey licencia para regresar a Tulebras con el peso del fracaso cargado a sus espaldas, y don Jaime calculaba hasta qué punto estaba su vida asegurada en un lugar en el que la muerte se movía a plena luz del día con el sigilo de una serpiente. Uno y otro callaban y apenas levantaban los ojos de la mesa a la que estaban sentados. Hasta que Constanza movió la cabeza, como negándose una propuesta que necesitaba hacer, y sus ojos se toparon con algo que llamó su atención.

—¿Qué es eso? —señaló la copa derramada al fondo de la celda.

—Vino. Una copa de vino —respondió el rey, adoptando un gesto de extrañeza por la pregunta—. ¿No lo ves?

—¿Era para vos? —volvió a preguntar la monja.

—Estaba aquí cuando vine. El tentempié de la abadesa para tomarlo acompañando a esos pastelillos, supongo.

—No, mi señor. Juraría que era para vos.

—¿Cómo dices? —la afirmación de la monja intrigó al rey.

—Permitidme.

Constanza fue hasta donde la copa permanecía en el suelo, la tomó en sus manos y procedió a oler sus restos. Luego se mojó el dedo índice en una gota adosada al interior de la copa y lo probó. Y volviendo a la mesa, con la copa en la mano, sentenció:

—Era para vos, señor. El vino está envenenado.

—Es una acusación muy grave, Constanza —advirtió el rey—. Tendrás que probarlo.

La monja tomó asiento de nuevo, afirmó unas cuantas veces con la cabeza y no se contuvo para decir, airada:

—¿Necesitáis pruebas? ¿De veras las necesitáis? Pues apuntad unas cuantas, señor. La primera, que desde que estamos aquí, jamás hemos visto a la abadesa probar el vino, ni en vuestras comidas ni en vuestras cenas. La segunda, que la regla de San Benito prohíbe, salvo en caso de extrema enfermedad, comer entre horas, y aún menos ingerir vino. En tercer lugar considero que no hace falta ser muy astuto para comprender que la abadesa se ha ausentado deliberadamente de la abadía, sabiendo que os debe muchas explicaciones, y era lógico suponer que más tarde o más temprano la esperaríais en esta celda, al igual que supondría que no os resistiríais a probar esos dulces y el vino. Apostaría mi toca de los días festivos a que son tan azucarados que requieren de inmediato un buen vaso de licor para aliviar su ingesta dulzarrona. Y la cuarta prueba, y definitiva, majestad, es que ese vino contiene veneno. El mismo que contenía el cuenco de leche que acabó con la vida de la pobre Cixilona. ¿Necesitáis que os diga algo más, mi señor?

El rey don Jaime no lo precisó. Se levantó de la silla y fue hasta la ventana de la estancia, abatido, dolido, desmoronado, no tanto por temor a las intenciones magnicidas de la abadesa como porque una de sus damas más consideradas, a quien tanto afecto profesaba y que tan buena fama atesoraba en toda la Corona de Aragón, fuese culpable de traición y se hubiera convertido en una asesina. ¿Qué podía esperar de sus nobles si uno de los personajes principales del reino era capaz de atentar contra su vida en lugar de temblar ante la majestuosidad de lo que él representaba como cabeza de una corona a la que habían jurado someterse y verter por ella hasta su última porción de sangre, si fuera menester? El dolor de la traición es más profundo cuando nace de la familia propia, se dijo. Don Jaime no quería dejarse llevar por la ira y dar muerte por propia mano a la abadesa, que era lo que en esos momentos reclamaban sus tripas, y así se lo dijo a Constanza. Luego le preguntó:

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