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Authors: Antonio Gómez Rufo

La abadía de los crímenes (9 page)

BOOK: La abadía de los crímenes
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De nada sirvió la oposición de los nobles aragoneses don Blasco de Maza, don Jimeno Cornel y don Pedro de Ahones, ni la defensa del buen hacer del anterior Consejo de Regencia que esgrimió don Sancho Raimúndez. El papa se había salido con la suya y nadie podía oponerse a su imperio. Y es que en 1219 la Iglesia no era una idea de Dios sino una fortaleza de muros gruesos como carretas en la que parecía gobernar la mano del diablo con más habilidad que la del mejor de los cómicos en su oficio de templar el laúd para un juego de acordes y jarchas.

Por fortuna, dos años después acabó aquella impudicia con sus bodas con doña Leonor de Castilla, celebrada en 1221. Y ese mismo año, reinando ya por propia mano, en las Cortes de Daroca le prestaron lealtad el conde de Urgel y el vizconde de Cabrera; y los enfrentamientos posteriores entre nobleza y monarquía los supo sofocar y resolver con la fuerza acumulada tras cuatro años de una rabia intensa y contenida que se desbordó sin mesura.

Con todo, tres años más duró el enfrentamiento soterrado con los nobles, porque a la luz no se atrevieron a mostrarse; pero con su firmeza, y a veces con la brutalidad que siempre llevó de compañera, logró restablecer la precaria situación económica del reino que había heredado de su padre y dar sabia solución a los tres graves problemas internos que interrumpían de manera continua su deseo de dedicar la salud y el tiempo al aprendizaje que le proporcionaba la joven doña Leonor en la asignatura de las artes amatorias. Tres problemas que zanjó con energía y prudencia, porque supo que no era posible eludir la crueldad en el ejercicio del poder: la guerra abierta entre los Cabrera y los Monteada, los problemas sucesorios en el condado de Urgel y la revuelta de los nobles aragoneses cuando se produjo la extraña muerte de don Pedro de Ahones.

Don Jaime aprendió pronto que no bastan los triunfos en política para obtener el reconocimiento de los adversarios. A un monarca se le obedece, pensaba, porque se le ama y también porque se le teme. ¿O acaso un rey podía ser un buen gobernante si carecía de instinto asesino?

La suya fue, pues, una infancia dura, marcada por la muerte al principio y por la ambición al final; una infancia larga en la que pudo aprender de la crueldad de los hombres y de la inmoralidad de sus actos; una infancia difícil, en la que sólo pudo observar para conocer lo que no podría consentir en el futuro; una infancia, en fin, sin amigos, en la que, como el ateniense Timón, se tuvo que conformar con deleitarse, en soledad, con la sabiduría que poco a poco iba adquiriendo.

Hasta que llegó su hora.

La hora de la victoria.

Todos nacen en disposición de escribir las páginas más bellas, pero la mayoría muere después de haber emborronado miles de pergaminos que al final no sirven sino para prender la hoguera del olvido. Sin embargo, ése no iba a ser su caso. Don Jaime se lo juró allí mismo, en las sombras de una sacramental que de repente recuperó por unos instantes la luz del sol.

Capítulo 6

A la hora nona, con el cielo cubierto por nubes negras y un viento zigzagueante que sacudía la copa de los árboles y su hojarasca por toda la región, don Jaime llegó al comedor. Acostumbraba a comer antes, pero esa mañana anduvo entretenido en conocer rincones de la abadía y enredado en pensamientos que con frecuencia no se le presentaban porque lo perentorio de los asuntos inmediatos no suele dejar tiempo para la reflexión y ese mal aqueja a todos cuantos llevan a cuestas el peso del poder. Pero la serenidad del claustro, la soledad del monasterio, el sosiego de su quietud y la placidez de sus habitantes extendían las horas como hilos de miel y facilitaban el recogimiento y la lectura de los renglones del alma, y esas frases posadas como aves sin prisa traían cada cual un recuerdo o una emoción, y con ellos un motivo para pensar en cosas que creía olvidadas, sin estarlo. Unas de hierro; otras de fuego. Pero todas intensas, robustas.

Eran, por tanto, las dos en punto cuando entró en la sala donde servían de comer. No le sorprendió no encontrar allí a su esposa doña Leonor: lo extraño habría sido que hubiera querido compartir mesa con quien ya no amaba; pero en su lugar hacían guardia, esperándolo, la princesa Violante y la abadesa, doña Inés de Osona, de pie y escoltadas por las tres benedictinas que atenderían el ágape.

Al final de la mesa, sentada y sin protocolo, Constanza de Jesús revisaba unas notas en los papeles que tenía ante ella y ni siquiera levantó la cabeza tras la entrada del monarca.

—Buenas tardes —saludó don Jaime mientras todas le hacían una reverencia en señal de acatamiento.

—Buenas sean —la monja Constanza, sin levantar la vista de sus escritos, fue la única en responder, con la distracción de quien replica con una moneda a un menesteroso en la plaza. Y antes de que el rey tomara siquiera asiento, añadió—: Sorpresas da la vida, mi señor. Os vais a divertir.

El rey hizo un gesto similar de indiferencia, como indicando que no le incomodase con otros pleitos, que ahora lo que correspondía era atender a las necesidades del cuerpo y que los demás asuntos podían esperar. Por eso se dirigió a la abadesa.

—¿Comerás con nosotros, doña Inés?

—Ya lo hice, señor —respondió la religiosa—. Me he limitado a cuidar de que todo sea de vuestro agrado en esta mesa. ¿Puedo retirarme ya?

—Bien. Sea. ¿Y tú, Violante? ¿Comiste ya?

—Hará una hora, señor —respondió la dama, no sin mostrar un encendido rubor en las mejillas, como si le avergonzara que las demás mujeres asistieran a esa invitación del monarca y lo que de ello pudieran colegir.

—Pues entonces será una comida íntima, Constanza. Solos tú y yo. Empecemos.

—Haremos lo que podamos —sonrió la navarra—. Por mi parte, el buen apetito no ha faltado a su cita y percibo un olorcillo a asado que me está inundando la boca de jugos.

—En ese caso, vayamos a ello —ordenó el rey.

Sopas de verduras, una docena de pichones estofados, seis piernas de cabrito doradas y crujientes, medio queso de oveja bien curado y diversas frutas de primavera se sirvieron junto a dos jarras de vino y varias hogazas de pan de trigo. Don Jaime probó la sopa y la dejó pronto en su tazón, sin hacer gesto alguno que indicara si le agradaba o no; luego desmenuzó tres o cuatro muslos de pichón con los dedos y los comió deprisa, y después, con más calma, fue saciando su apetito con una pierna de cabrito, que degustó despacio y, entonces sí, alabó generosamente. Tres veces se lavó los dedos en la palangana que le ofreció Violante y otras tantas apuró la copa de vino según se la iba rellenando una de las monjas de comedor. Y al terminar de rebañar la pierna miró la fuente, como calculando si se atrevería o no con una segunda, pero antes de decidirse fue Constanza de Jesús quien le distrajo de su consideración.

—Revuelta anda al-Andalus, me dicen en una carta que he recibido de Tulebras... Desde que la morería quedó derrotada y desperdigada en Las Navas de Tolosa, parece que...

—Pero... ¿a qué viene ahora si al-Andalus anda o no revuelta, vive el Cielo? —el rey pareció salir de sus pensamientos alimenticios con un gesto a medio camino entre la sorpresa y la irritación que la monja no terminó de comprender.

—Erais muy joven, señor, allá por el año de 1212, pero ya se sabe que desde la fragmentación del poder almohade...

—Pero ¿se puede saber a santo de qué me das semejante monserga mientras como? —el rey se mostró ahora abiertamente irritado—. ¡Nunca hablo de política en la mesa! ¿Acaso no lo sabes, señora doña Constanza de Jesús?

—Yo, señor... —se trató de excusar la monja navarra.

—Pero... es que no alcanzo a comprenderte... ¡Si ya es un fastidio hablarlo con mi Alférez Real, que es el primer caballero del reino, imagina contigo, mujer! ¿Qué pueden importarme ahora los intestinos de al-Andalus si lo que sopeso es atacar otro bocado de esa fuente? ¿Lo ves? ¡Ya me has quitado el apetito!

—Lo lamento, mi señor —Constanza lo dijo pero, por su gesto risueño, se notaba que la regañina no le causaba el menor impacto—. Tal vez con un poco de queso se os pase este enorme disgusto que os he dado sin ninguna intención.

—¡Vaya! Puede ser —aceptó don Jaime la broma y mordisqueó un pedazo de queso—. En verdad que un día de éstos ordenaré que te corten la lengua...

—En ese caso, tal vez no consigáis que me enfade, mi señor; pero os prometo que desde entonces no volveré a dirigiros la palabra —sonrió con franqueza y luego, tras unos segundos de indecisión, se rió con ganas—. ¡Nunca!

Don Jaime no pudo contener la sonrisa ni, al poco, una gran carcajada.

—¡Sin lengua! ¡Claro! ¡No podrías...!

Doña Inés, la abadesa, que en ese momento regresaba al comedor por ver si todo estaba del agrado del rey, al verlos en un estado tan risueño alzó las cejas con disgusto y torció la boca en una mueca de desagrado, sin comprender a qué venía tanta complicidad entre el rey y una vulgar monja a la que, como quien dice, acababa de conocer. Para disimular su irritación, se detuvo en la puerta y dio un par de palmadas llamando a las benedictinas del servicio de mesa para ordenarles que se apresuraran a disponer unas fuentes de fruta variada ante el monarca, antes de volver a abandonar la sala.

—¿Hablamos ahora? —preguntó don Jaime.

—Como deseéis, mi señor.

—De todos modos —reflexionó el rey—, no quiero que pienses que te considero lerda para hablar de política conmigo, Constanza.

—Por Dios, señor...

—No, no. —El rey mordisqueó una manzana—. Tal vez me he irritado contigo porque no sabes el cansancio que me produce esa procesión de nobles pidiéndome a cada momento algo a lo que no tienen derecho y, a pesar de ello, insisten como las moscas sobre el culo de una vaca. Exijo que durante las comidas no se me aturda con ello, pero, claro, tú no tenías por qué saberlo.

—No es preciso que vos...

—No me excuso, Constanza. Sólo te informo. Y, por cierto, te aclaro que poco pienso en al-Andalus ahora, y lo que me inquieta lo resolveré muy pronto cuando marche sobre Mallorca en su conquista. Otros son los quebraderos de cabeza que me ocupan.

La monja guardó unos instantes de silencio y dejó que el rey terminara de comer la manzana. Y al cabo, preguntó:

—¿Queréis hablar de ello?

El rey la miró sorprendido, como si ante él estuviera sentado un confesor o uno de sus favoritos. Y tardó en responder.

—En realidad, no creo que te interese. —Posó sus ojos sobre la navarra y esperó a que respondiera. Pero no lo hizo—. ¿Callas?

—Bueno, ya sabéis, señor: la verdadera sabiduría está en el silencio y en la quietud... Y sólo somos libres para callar, no para pronunciar palabras.

—Un día, Constanza, colmarás mi paciencia con tanta sabiduría y te haré decapitar.

—Primero la lengua y ahora la cabeza... Terminaré siendo para vos una especie de butifarra en rodajas... —ironizó la monja con los ojos risueños—. Pero, mi señor, si lo digo por no forzaros a hablar. ¿Cómo pensáis que no va a interesarme cuanto tengáis que decir? No soy como Simeón el Estilita, que estuvo más de treinta años viviendo en lo alto de una columna sin importarle nada las cosas de este mundo. A mí me gusta la política: ¡soy benedictina!

Don Jaime sonrió la broma de Constanza y se relajó en su sillar, tomando una pera para jugar con ella en la palma de la mano antes de mordisquearla.

—Está bien —aceptó—. Te lo diré: me preocupa la insistencia de los nobles catalanes en pedirme cuentas, en medirlo todo en dineros y en buscar cada vez más poder en menoscabo del poder de la Corona. Confundo esa ambición desmedida con la falta de lealtad. Y mucho me temo que pasen el día en conjura para resquebrajar la unidad de la Corona de Aragón y convertirse en reino, como lo son Galicia, Navarra o Asturias desde hace muchos siglos. Lo que parecen ignorar es que Asturias se lo ganó y Castilla y León lo fueron desde que se lo arrebataron a los árabes, igual que Navarra. Pero Cataluña, ¿se puede saber por qué aspira a florecer alejada de la fuerza que da nuestra unidad? Y además olvidan que soy el conde de Barcelona...

—No os enfadéis, señor —rogó Constanza, tratando de aliviar a don Jaime.

—¿Cómo no voy a enfadarme? —el rey golpeó la mesa y exhaló un bufido—. Les he prometido nombrar a mi hijo, el príncipe Alfonso, rey de Cataluña cuando llegue el momento, para que estas tierras dejen de ser un principado; y además asisto a sus aburridas Cortes Generales, a pesar de lo poco que me apetece, por complacerles. Parece que olvidan que juré en Lérida, que mis tropas defienden sus cosechas y navíos, que paso más tiempo junto a ellos que junto a los aragoneses o cualesquiera otros súbditos de mi reino y, aun así, siempre se muestran disgustados. ¿Qué derechos históricos escriben en el escudo que exhiben? ¿En qué se amparan, por todos los santos? ¿Acaso en los de aquel Wifredo, llamado el Velloso, o en los viejos condados de campesinos alodiales convertidos ahora en señoríos? ¿Qué más habría de hacer para contentarlos?

—Calmaos, señor.

—Es verdad. Tienes razón. —El rey mordisqueó la pera y la arrojó sobre la mesa como si en ella se alojasen las demandas de los nobles y su propia ira—. Será mejor que me calme. Al fin y al cabo, no son asuntos de tu incumbencia ni hay razón para que me desahogue contigo. Vayamos a lo nuestro, será mejor.

—Como deseéis.

El rey se recostó en su asiento otra vez y murmuró algo que no se le entendió pero que se parecía mucho a un improperio. Estaba irritado, pero respiró profundamente, se sosegó e hizo un gesto a Constanza para que iniciase su narración de los hechos.

—Un momento, señor —respondió la monja, hundiendo los ojos en sus papeles—. En cuanto acabe de mirar estas anotaciones os pongo al corriente de cuanto se me ha permitido descubrir. Porque, ¿sabéis?, para mí que aquí, en este monasterio, hay más cera que la que arde... ¡Pero que mucha más!

Capítulo 7

Doña Leonor había rezado la hora nona con la dueña y sus damas en su aposento y se disponía a descansar la hora de la siesta, después de haber comido frugalmente un caldo de ave y unos pichones que en su mayoría quedaron sin consumir. La reina tenía los ojos tristes, como cuando se habita en el desamor o en la espera, y se notaba a la legua que andaba mohína y contrariada; y sus damas intentaban guardar silencio para respetar el soliloquio de sus pensamientos ocultos, que, no obstante, se mostraban bastante visibles. Cuando Águeda intentó iniciar una nueva conversación, una mirada recriminatoria de doña Berenguela fue bastante para reponer el silencio en los aposentos reales. Doña Leonor dijo, con poca voz:

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