Read La Abadia de Northanger Online
Authors: Jane Austen
—¿Ves a esa muchacha con la tiara de cuentas blancas? —musitó Catherine al oído de Isabella, en un aparte—. Es la hermana de Mr. Tilney.
—¿Qué dices? ¿Es posible? A ver, deja que la mire. ¡Qué chica tan encantadora! Jamás he visto una mujer tan bonita. Y su conquistador y todopoderoso hermano, ¿dónde está? ¿Ha venido al baile? Enséñamelo; me muero por conocerlo. Mr. Morland, le prohíbo que escuche lo que hablamos; entre otras cosas, porque no se refiere a usted.
—Pero ¿a qué viene tanto secreto? ¿Qué ocurre?
—Ya está. ¿Cómo era posible que no pretendiera usted enterarse? ¡Qué curiosos son los hombres! y luego tachan de curiosas a las mujeres... Ya le he dicho que lo que hablamos con mi amiga a usted no le interesa.
—¿Y cree acaso que semejante argumento puede satisfacerme?
—Es el colmo... Jamás he visto cosa igual. ¿Qué puede importarle a usted nuestra conversación? Además, como podría ocurrir que mencionásemos su nombre, será preferible que no escuche, no sea que oiga alguna cosa que no le agrade.
Tanto duró aquella discusión insustancial que el asunto que la provocó quedó relegado al olvido, y aun cuando Catherine se alegró de ello, no pudo por menos de asombrarse ante la falta de interés que por Mr. Tilney mostró repentinamente Isabella. Cuando sonaron las primeras notas de un nuevo baile, James pretendió sacar a danzar de nuevo a su bella pareja, pero ésta, resistiéndose, exclamó:
—De ninguna manera, Mr. Morland. ¡Qué cosas se le ocurren! ¿Querrás creer, querida Catherine, que tu hermano se empeña en bailar otra vez conmigo? Y eso a pesar de haberle dicho que su deseo es contrario a lo que manda la costumbre. Si ambos no eligiéramos a otra pareja todo el mundo nos criticaría.
—Le aseguro —insistió James— que en esta clase de bailes y en salones públicos uno puede bailar con cualquiera.
—¡Qué disparate! Es usted tozudo, de verdad. Cuando un hombre se empeña en una cosa no hay quien convenza de lo contrario. Catherine, ayúdame a pedir a tu hermano, te lo ruego. Haz el favor de decirle, incluso a ti te sorprendería verme incurrir en semejante incorrección. ¿Verdad que te parecería mal?
—Pues lo cierto es que no; pero si para ti es un problema, puedes cambiar de pareja.
—Ya ha oído usted a su hermana —dijo Isabella dirigiéndose a James—. Imagino que habrá bastado para convencerlo. ¿Que no? Está bien, pero medite sobre ello y piense que no será culpa mía si todas las viejas de Bath nos censuran. Catherine, no me abandones, te lo suplico.
Y con estas palabras Isabella se marchó acompañada de James. Como poco antes John Thorpe había hecho lo propio, Catherine, deseosa de ofrecer a Mr. Tilney ocasión de repetir la agradable petición que poco antes había dirigido, se encaminó hacia donde se hallaban Mrs. Allen y Mrs. Thorpe, con la esperanza de encontrar allí a su amigo, pero se llevó una desilusión.
—Hola, hijita —le dijo Mrs. Thorpe, que quería oír elogiar a su hijo—. ¿Te ha resultado agradable la compañía de John?
—Mucho, sí, señora.
—Lo celebro; es un muchacho encantador, ¿no te parece?
—¿Has visto a Mr. Tilney, hija mía? —intervino Allen.
—No,... ¿Dónde está?
—Hasta hace un momento estaba aquí, pero dijo que se cansaba de mirar y que iba a bailar. Supuse que había ido en busca tuya.
—¿Dónde estará? —se preguntó en voz alta Catherine buscando por todas partes, hasta que al fin lo vio acompañado de una hermosa muchacha.
—¡Ay!, ya tiene pareja —exclamó Mrs. Allen—. ¡Qué lástima que no te haya invitado a ti! —Hizo una pausa y añadió—. Es un chico encantador, ¿verdad?
—Sí que lo es, Mrs. Allen —comentó Mrs. Thorpe.
—No lo digo porque sea su madre, pero en el mundo no existe muchacho más amable y simpático.
Semejante afirmación habría dejado confusas a otras personas, pero no desconcertó a Mrs. Allen, quien, tras titubear por un instante, dijo luego en voz baja a Catherine:
—Por lo visto ha creído que me refería a su hijo.
Catherine estaba desolada. Por retrasarse unos minutos había perdido la ocasión que desde hacía tanto tiempo aguardaba. Su desengaño la impulsó a tratar con desdén a John Thorpe cuando éste, acercándose poco después, le dijo:
—Bueno, Miss Morland, supongo que estará usted dispuesta a que bailemos juntos otra vez.
—No, muchas gracias —contestó ella con tono áspero—. Se lo agradezco mucho, pero estoy cansada y por esta noche no pienso bailar más.
—Vaya... En ese caso nos pasearemos y nos reiremos de los demás. Cójase de mi brazo y le indicaré las personas más bromistas que hay aquí esta noche. ¿Sabe cuáles son? Se lo diré. Me refiero a mis hermanas más pequeñas y sus parejas. Hace media hora que me divierto observándolas.
La muchacha se excusó de nuevo y, al fin, logró que Mr. Thorpe se marchara a bromear con sus hermanas. El resto de la velada fue para Catherine extremadamente aburrido. Mr. Tilney tuvo que ausentarse del grupo a la hora del té para acompañar a su pareja. Miss Tilney no se separó de allí, pero no tuvo ocasión de cambiar con ella frase alguna. En cuanto a James e Isabella, se veían tan enfrascados charlando, que ésta no pudo dedicar a su amiga del alma más que una sonrisa, un apretón de mano y un «Querida Catherine».
La desdicha de Catherine pasó aquella noche por las siguientes fases: primero, descontento general con cuanto la rodeaba en el salón de baile; luego, un tedio insuperable, y, finalmente, un deseo imperioso de marcharse a su casa. Al llegar a Pulteney Street sintió hambre y, saciada ésta, deseos de acostarse. Esto último supuso el fin de su tristeza, pues una vez en la cama logró dormirse, para despertar, tras nueve horas de sueño, completamente repuesta de cuerpo y de espíritu, animada, contenta y dispuesta a llevar a cabo los planes más ambiciosos. Su primer impulso fue proseguir su amistad con Miss Tilney, y para lograrlo resolvió bajar aquella misma mañana al balneario, donde solían acudir todos los recién llegados, y como quiera que los salones de bañistas habían resultado lugar sumamente propicio para establecer relaciones, pues invitaban a charlar y a pasar el rato agradablemente, así como a mantener charlas íntimas y animadas, supuso con razón que entre sus paredes tal vez lograse entablar una nueva e interesante amistad. Resuelto el plan de acción para aquella mañana, se sentó satisfecha a almorzar y a leer al mismo tiempo, decidida a no interrumpir su lectura hasta después de la una, sin que las observaciones de Mrs. Allen consiguieran incomodarla ni distraerla en absoluto. La incapacidad mental de aquella excelente dama era tal, que, no pudiendo sostener una conversación por mucho tiempo, satisfacía sus ansias de hablar haciendo en voz alta comentarios acerca de cuanto ocurría en torno a ella, lo mismo en casa que en la calle, sirviéndole de pretexto cosas tan banales como el paso de un coche o de un transeúnte conocido, la rotura de una aguja o una mancha hallada en su traje, sin preocuparse jamás de que la escuchasen ni, mucho menos, de que se molestaran en contestar.
Al dar las doce y media, un ruido de coches que se detenían a la puerta de la casa llamó la atención de Mrs. Allen, que se asomó a la ventana, y apenas hubo informado a Catherine de que se habían detenido dos vehículos, ocupados, el primero, por un lacayo, y el segundo por Mr. Thorpe y su hermana Isabella, dicho joven, después de apearse con rapidez sorprendente y de subir de dos en dos las escaleras, se presentó en la estancia diciendo:
—Ya estoy aquí, Miss Morland. ¿Hace mucho que espera? Nos ha sido imposible llegar antes pues el demonio de cochero ha tardado una eternidad en buscare un vehículo decente, y el que al fin ha encontrado tan poco que no me extrañaría que al ocuparlo se hiciera pedazos. ¿Cómo está usted, Mrs. Allen? Buen baile el anoche, ¿eh? Vamos, Miss Morland, no perdamos tiempo, que los otros tienen gran prisa por salir. Por lo que vi quieren acabar de una vez con su vida y con el coche.
—Pero ¿qué está usted diciendo? —preguntó Catherine—. ¿Adónde quieren ustedes ir?
—¿Cómo que adónde queremos ir? ¿Se ha olvidado usted del paseo que proyectamos ayer? ¿No decidimos que hoy por la mañana saldríamos en coche? ¡Qué cabeza la suya! Vamos a Claverton Down.
—Sí; ahora recuerdo que hablamos de ello —convino Catherine mirando a Mrs. Allen como para pedirle opinión—. Pero yo, la verdad, no les esperaba...
—¿Que no nos esperaba? Pues ¡sí que la hemos hecho! En cambio, si no hubiéramos venido, bien que nos lo habría reprochado, ¿eh?
Las súplicas silenciosas que Catherine dirigía con la mirada a su amiga pasaban inadvertidas para ésta. Dado que a Mrs. Allen jamás se le habría ocurrido transmitir una impresión por medio de una mirada, no era fácil que comprendiera el que otras personas empleasen para tal fin los ojos, de modo que Catherine, pensando que el placer de dar un paseo en coche compensaba la necesidad de demorar su encuentro con Miss Tilney, y persuadida de que no podía estar mal visto el que ella pasease a solas con John Thorpe, ya que en las mismas circunstancias lo hacían James e Isabella, se decidió a hablar claro y pedir a Mrs. Allen que la aconsejara.
—Bueno, señora, ¿qué le parece que haga? ¿Acepto o rechazo esta invitación?
—Haz lo que quieras, hija mía —contestó la señora con su acostumbrada y tranquila indiferencia.
Y Catherine, siguiendo sus consejos, salió de la habitación para cambiarse de traje. Pocos minutos después, y mientras las dos personas que quedaban en la estancia se entretenían en elogiarla, la muchacha volvió a presentarse, y Mr. Thorpe, después de haber oído de labios de Mrs. Allen grandes elogios del calesín y fervientes deseos de un feliz regreso, condujo a la joven a la puerta de la calle.
—Querida mía —dijo Isabella, a quien Catherine se apresuró a saludar antes de subir al coche—. Has tardado tres horas en arreglarte. Temí que te hubieras indispuesto. ¡Qué baile fantástico, el de anoche! Tengo mil cosas que contarte, pero no nos entretengamos más, sube al coche, que estoy deseando partir.
Catherine complació de inmediato a su amiga, que en ese mismo instante le decía a su hermano James:
—¡Qué criatura tan encantadora! No sabes lo mucho que la quiero.
—No se asustará usted, señorita —le dijo Mr. Thorpe al ayudarla a subir— si a mi caballo le da por hacer cabriolas en el momento de partir. No puede decirse que sea un defecto, lo hace de puro juguetón, y siempre consigo dominarlo.
Catherine no encontró nada tranquilizadoras las costumbres del animal, pero era demasiado joven para atreverse a demostrar que sentía miedo, y subió al calesín sin pronunciar palabra, esperando que el caballo se dejaría dominar por Mr. Thorpe, quien, después de comprobar que ella estaba perfectamente instalada, se sentó en el pescante, a su lado. Una vez allí, dio orden al lacayo que sujetaba la brida del caballo, de soltar a éste, y, con gran sorpresa por parte de Catherine, el animal echó a andar con una mansedumbre admirable. Ni una coz, ni una cabriola, nada de cuanto se le había anunciado, hasta tal punto era manso, que la chica se apresuró a festejar su placer por aquella conducta ejemplar. Mr. Thorpe le explicó que ello obedecía, única y exclusivamente, a la maestría con que él lo guiaba y a la singular destreza con que manejaba las riendas y la fusta. Catherine no pudo por menos de sorprenderse de que estando tan seguro de sí mismo John le hubiera transmitido tan infundados motivos de alarma, pero ello no impidió el que se alegrara de hallarse en manos de tan experto cochero y teniendo en cuenta que a partir de ese momento el caballo no alteró su conducta ni mostró —y esto, considerando que por lo general era capaz de recorrer diez millas en una hora, resultaba verdaderamente asombroso— impaciencia desmesurada por llegar a su destino, la muchacha decidió disfrutar con toda tranquilidad del aire tonificante que les ofrecía aquella suave mañana de febrero.
El silencio que siguió al breve diálogo de los primeros momentos fue interrumpido por Thorpe, quien sin preámbulos:
—El viejo Allen es rico como un judío, ¿verdad?
Al principio Catherine no comprendió, y Thorpe se apresuró a repetir la pregunta.
—Sí, hombre, el viejo Allen, ese con cuya esposa está usted viviendo, es rico, ¿verdad?
—¡Ah! ¿Se refiere usted a Mr. Allen? Sí, tengo entendido que es bastante acaudalado.
—¿Y no tiene hijos?
—No, ninguno.
—Buena cosa para los que aspiren a heredarle. Tengo entendido que es su padrino, ¿no es cierto?
—¿Padrino mío? No, señor.
—Bueno, pero usted pasa largas temporadas con ese matrimonio.
—Sí, eso sí...
—Pues eso es lo que yo quería decir. Parece una persona excelente, y sin duda se ha dado buena vida. ¿Cómo no iba a padecer de gota? ¿Sigue bebiéndose una botella de vino a diario?
—¿Una botella? No, señor. ¿Qué le hace pensar tal cosa? El señor Allen es un hombre extremadamente frugal. ¿Acaso cree usted que anoche estaba bajo los efectos del alcohol?
—No, por cierto; ustedes las mujeres siempre suponen que los hombres están bebidos. ¿Imagina que una botella basta para hacernos perder el equilibrio? Lo decía porque si cada hombre bebiese una botella por día, ni gota más ni gota menos, no habría tantas enfermedades y todos gozaríamos más de la vida.
—¡Qué cosas dice usted!
—Le aseguro que no sólo miles de personas disfrutarían el doble que ahora, sino que sería la salvación del País; como que no se consume ni la centésima parte del vino que se debiera. Este clima de nieblas continuas requiere algo que tonifique y alegre.
—Sin embargo, yo he oído decir que en la universidad se bebe más de lo que conviene.
—¿En Oxford? En Oxford ya no se bebe. Aquí estoy yo para dar fe de ello. Apenas si hay estudiante que tome más de dos litros al día. Y sin ir más lejos, en la última reunión que di en mis habitaciones se comentó mucho que mis invitados no llegaran a beber ni tres litros cabeza. Era la primera vez que ocurría semejante cosa y eso que las bebidas que ofrezco son excelentes, tal vez esa moderación se deba a que no hay en toda la universidad vinos más fuertes ni mejores, pero lo digo para demostrar que en Oxford no se bebe tanto como usted cree.
—Lo que verdaderamente se demuestra —replicó Catherine con indignación— es que todos ustedes beben mas de lo conveniente. Confío en que al menos James siempre haya dado ejemplo de moderación.
Tal declaración provocó una réplica tan ruidosa como ininteligible, acompañada de exclamaciones que se semejaban más de lo debido a juramentos y que surtió más efecto que confirmar las sospechas de Catherine acerca de la conducta de los estudiantes, al tiempo que aumentó su fe en la austeridad comparativa del hermano.