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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (9 page)

BOOK: La abuela Lola
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—Acabo de hablar con la enfermera de guardia y me ha dicho que el médico vendrá dentro de un momento a hablar con nosotros. Con un poco de suerte, Gabi estará aquí para entonces.

Mientras los adultos comenzaban a hablar en susurros, Sebastian se quedó en el centro de la habitación, sin saber si debía volver a sentarse en la silla o quedarse de pie donde estaba. Jennifer se acercó para escuchar lo que estaban diciendo, pero Cindy aprovechó la oportunidad para hablar a solas con su primo pequeño.

—He oído que fuiste tú el que la encontraste —le dijo, dedicándole una mirada de admiración y compasión de sus ojos verdes—. Ha tenido que darte muchísimo miedo…

Sebastian asintió y notó que una oleada de emoción le recorría todo el cuerpo haciendo que sintiera que perdía el equilibrio. Un ligero temblor se le había instalado en la barbilla. Lo último que deseaba era echarse a llorar como un bebé tontorrón delante de su hermosa prima mayor.

—¿Y qué hiciste? —le preguntó, avanzando un paso hacia él.

Sebastian se sintió momentáneamente mareado por el denso perfume de Cindy. Quería contestarle, pero de repente le dio la sensación de que habían pasado años desde que había visto por última vez a su abuela en Bungalow Haven, que estaba tan lejos del lugar en el que se encontraban ahora que todo le resultaba prácticamente incomprensible. El niño sacudió la cabeza y, cuando volvió a mirar a su prima, la encontró contemplándolo fijamente, cosa que solo sirvió para enmudecerlo aún más.

En ese momento, el médico, un hombre pequeño y con barba que llevaba una bata blanca de laboratorio, entró en la sala y, cuando Cindy lo vio, dejó a Sebastian para reunirse con los adultos. Sebastian se quedó atónito por la valentía de su prima. Claramente, a Cindy no le asustaba la verdad, mientras que él lo único que podía hacer era observar la nuca de la niña, cautivado por la estela de reflejos dorados que fluía por su cabello como una cascada centelleante. Sebastian deseó poder sumergirse en él y nadar hasta otro mundo, de vuelta en Bungalow Haven, donde su abuela estaría esperándole, como siempre.

Apartó la mirada de la melena de su prima y se volvió con la intención de sentarse junto a la bolsa de comida que descansaba todavía sobre la silla. No había dado nada más que un par de pasos cuando notó que una mano se le posaba en el hombro. Era su madre, guiándolo fuera de la sala y por el pasillo, hacia donde se encontraba su abuela. Sebastian le explicó que quería volver a recoger la comida para poder llevársela a Lola, pero a Gloria la irritó que su hijo se preocupara por algo tan nimio.

—A tu abuela no le va a importar eso ahora —dijo tirando de él.

—¡Pero a ella le gusta el pastel de carne! —insistió el niño—. Se pondrá triste si no se lo guardamos.

—¡Calla ya, Sebastian! —le espetó su madre—. No es momento de andar discutiendo sobre pasteles de carne.

Le pidieron a la familia que esperara en el pasillo junto a la puerta de la habitación de Lola. En esa parte del hospital solamente se permitía que entraran dos personas a la vez en la habitación de los enfermos. Se creó una confusión momentánea sobre quién entraría primero, pero rápidamente se decidió que debían ser Gloria y Mando. Susan resopló molesta cuando comprendió que no le permitirían acompañar a su marido. Le irritaba que después de que Gloria la hubiera ignorado con tan mala educación en la sala de espera, su marido estuviera con ella ahora. Si por ella fuera, Mando no volvería a hablarse con su hermana nunca más, aunque sabía que debía sentirse agradecida porque se hubiera distanciado tanto de su familia como lo había hecho. Antes de que comenzaran los problemas entre Susan y Gloria, todos disfrutaban cuando se reunían, pero Susan dejó muy claro que se sentía demasiado incómoda en aquellas situaciones como para poder seguir soportándolas y, por suerte, su marido lo había comprendido.

Decidida a evitar cualquier interacción innecesaria con su prima, a la que encontraba arrogante, vulgar e insoportablemente molesta, Jennifer se alejó pasillo abajo y se dejó caer contra la pared mientras consultaba su teléfono. Dean anunció que iba a ir a la cafetería a por una taza de café por si alguien quería unírsele. Susan y Cindy rechazaron educadamente la oferta. Sebastian hubiera preferido irse con su padre, pero decidió quedarse por si le tocaba a él entrar en la habitación de su abuela en el siguiente turno.

Cuando Dean se marchó, Susan le dedicó a Sebastian una de sus típicas sonrisas lustrosas.

—Bueno, ¿y tú cómo estás? —le preguntó.

—Bien —le respondió el niño con un amago de sonrisa.

Pensaba que su tía era muy hermosa, con toda aquella ropa elegante y su acicalado cabello rubio arreglado en una melena justo por encima de los hombros. Solía sentirse apreciado por ella, pero también le producía culpabilidad pensar aquellas cosas agradables sabiendo lo mal que le caía a su madre. Puede que no se estuviera dando cuenta de algo, y aquella posibilidad siempre lo mantenía en guardia.

—Hay que decir que tienes muy buen color —comentó Susan.

—Gracias —le respondió Sebastian, no muy seguro de a qué se refería su tía.

Por lo que él sabía, su color era el mismo de siempre.

—¿No es cierto que tiene las mejillas sonrosadas más adorables del mundo? —añadió Cindy, sonriéndole como si él fuera un cachorrillo.

—Pues claro que sí —admitió su tía Susan—. Eres tan mono como un botón, Sebastian. Siempre lo has sido.

Sebastian se quedó inmóvil mientras ellas lo miraban boquiabiertas. Se sintió ridículo y minúsculo, pues tampoco consideraba que los botones fueran especialmente monos. Sin embargo, le seducía tanta amabilidad y se sonrojó aún más. No se le ocurría qué podía añadir, así que procuró sonreír de tanto en tanto mientras mantenía los ojos fijos en la puerta por la que su madre y su tío habían desaparecido. Se había quedado ligeramente abierta, y sintió la tentación de avanzar un paso para poder echar un vistazo al interior, pero temía que las enfermeras se enfadaran con él. Habían sido muy tajantes sobre lo de que solo tenían permiso para entrar dos personas a la vez.

En ese momento oyeron a alguien corriendo por el pasillo, y el niño se volvió para ver a Gabi apresurándose hacia ellos vestida con la ropa de hacer
jogging
. Sebastian siempre se divertía con su tía Gabi. Aunque tenía treinta y muchos, conservaba un aspecto más juvenil que adulto, así que no podía más que sentirse emocionado siempre que la veía. Cuando llegó hasta ellos, le dio a cada uno un abrazo apresurado.

—Mi coche no arrancaba, así que he tenido que llamar a un taxi —explicó entre jadeos—. ¿Cómo está?

—No lo sabemos —respondió Susan, y señaló hacia la habitación—. Mando y tu hermana están con ella ahora mismo, pero solo pueden entrar dos personas al mismo tiempo.

Gabi no esperó a oír lo que Susan iba a decir a continuación y salió escopetada hacia la habitación, dejando únicamente un leve rastro a tabaco tras ella. Sebastian inmediatamente miró a su alrededor para ver si alguna de las enfermeras se habría dado cuenta de que había más de dos personas en la habitación, pero a nadie pareció importarle.

Tía Susan miró en la dirección hacia la que Gabi había desaparecido durante un par de segundos y después se volvió hacia su hija.

—Entremos nosotras también —propuso—. No veo qué diferencia puede haber.

—¿Estás segura de que es correcto? —le preguntó Cindy.

Susan se recolocó la correa de su bolso sobre el hombro.

—Seguro que sí. ¿Vienes con nosotras, Sebastian?

El niño pensó en lo que la señorita Ashworth siempre decía, que saltarse las normas podía causarte problemas tanto a ti como a los demás y que una persona con un firme carácter moral siempre cumplía las normas, aunque los que le rodearan no lo hicieran. Además, no le cabía la menor duda de que su madre se disgustaría muchísimo cuando viera que se había saltado aquella norma porque su tía Susan lo había propuesto.

—Esperaré aquí a papá —murmuró, seguro de que ahora sus orejas hacían juego con aquellas mejillas sonrosadas suyas.

Después de que se marcharan, Sebastian volvió a mirar a su alrededor para ver si alguna de las enfermeras se había dado cuenta de hasta qué punto se habían saltado la norma, pero todo permaneció en calma. Algo alarmado por que una norma tan importante no se estuviera aplicando correctamente, pensó en contarles a las enfermeras qué estaba pasando, pero cambió de idea, recordando que los chivatos tampoco es que cayeran especialmente bien.

Desde donde él se encontraba, podía ver el interior de otra habitación donde dos ancianos dormían uno junto a otro. Estaban en los huesos, tan pálidos como las sábanas de sus camas y parecían un matrimonio de esqueletos. Sebastian no podía imaginar que existiera una medicina lo suficientemente potente como para que pudiera devolverles la carne a los huesos y curarlos. No le cabía la menor duda de que su fin estaba próximo. Y no solo lo sabía por sus escuálidos cuerpos, sino también por las bocas abiertas, profundas y oscuras como dos siniestras cavernas negras desafiándole a que se aproximara para echar un vistazo de cerca. Sebastian trató de apartar la mirada, pero aquel misterioso estado entre la vida y la muerte le mantenía hipnotizado.

—¿Qué estás mirando? —le preguntó Dean, que caminaba hacia su hijo con una taza de café en la mano.

—A aquel anciano y aquella anciana de allí —le contestó Sebastian señalándolos—. ¿Tú crees que están muertos?

Dean miró hacia donde Sebastian señalaba y negó con la cabeza.

—Está claro que están vivos y… —se inclinó para poder verlos mejor— y definitivamente son dos hombres, pues ambos llevan barba. En todo caso, nunca ponen a hombres y mujeres en la misma habitación, va contra las normas.

Sebastian los miró con más detenimiento y se percató de la tenue pelusilla blanca que ambos pacientes tenían en su barbilla. De hecho, había unas cuantas señoras en Bungalow Haven que también tenían pelusilla en la barbilla, aunque no tanta como aquellos dos.

—¿Dónde se ha metido todo el mundo? —preguntó Dean.

Sebastian señaló hacia la habitación de su abuela.

—Se han saltado la norma de que solo podían entrar dos personas cada vez.

Dean llamó a Jennifer, que todavía se encontraba en el otro extremo del pasillo concentrada en su móvil.

—Vamos, Jen. Vamos a entrar a ver a tu abuela ahora.

—Pero ¿y qué pasa con las normas? —preguntó Sebastian poniéndose nervioso.

—No habrá problemas por esta vez —le respondió Dean cogiéndole de la mano.

Cuando entraron en la habitación, Sebastian no logró ver a su abuela, porque todo el mundo estaba de pie alrededor de la cama, hombro contra hombro, mirándola, con los ojos cubiertos por un velo de triste resignación.

—Tendríamos que haberla sacado de ese lugar hace años —comentó Mando—. Nunca ha sido la misma desde que papá murió.

—Estoy de acuerdo, pero sabes tan bien como yo que no se quería marchar —replicó Gloria, ligeramente a la defensiva.

—Eso es verdad —dijo Gabi—. Y además ha mantenido su promesa. Mami no ha cocinado ni ha encendido sus velas desde el accidente.

Ante aquel comentario, Mando contempló a sus hermanas con recelo.

—¿Qué accidente? Creo que todos sabemos que aquel incendio no fue ningún…

—Bueno, parece que ya estamos todos aquí —anunció Dean, interrumpiendo a propósito la conversación.

—¿Qué le pasa a la abuela Lola? —preguntó Sebastian—. ¿Por qué no se despierta?

—Tu abuela ha tenido un ictus —le contestó Gloria.

—¿Qué es un ictus?

—Es cuando una vena se debilita y comienza a sangrar. Esta vez, esa vena se encontraba en el cerebro de tu abuela, por eso es tan difícil que se despierte.

—¿Puedo verla? —pidió Sebastian.

Todo el mundo se apartó a un lado y Sebastian avanzó para ver a Lola a través de los barrotes de la cama, tumbada sobre la espalda con la boca cerrada. Gracias a Dios, la tenía cerrada, no totalmente abierta, como aquellos dos ancianos de la otra habitación. Pero cuando se acercó más aún y vio los músculos distendidos alrededor de sus ojos y su boca, comprendió que su estado no era mejor que cuando la había encontrado tirada en el suelo. Aquel era su cuerpo, su rostro y su suave cabello blanco, pero, en realidad, no era ella. Ni siquiera sus arrugas eran las mismas. De hecho, algunas de ellas habían desaparecido, como si Dios le estuviera retirando las bendiciones.

Sebastian sintió un frío helador congelándole las entrañas. Quería marcharse corriendo, pero su tía Gabi le empujó para que se acercara aún más. Hizo lo que ella le pedía y estaba lo bastante cerca como para alargar la mano y tocar la de su abuela si hubiera querido, pero no quería, por miedo a que, al tacto, Lola también fuera diferente.

—Deberías decirle algo —murmuró tía Gabi.

—¡Oh, por favor! —replicó bruscamente Gloria—. Mami no puede oír nada ahora mismo.

—¿Cómo lo sabes? Creo que todos deberíamos decirle algo, en caso de que pueda oírnos. Está claro que daño no le va a hacer.

Sintiendo la inspiración, Cindy se secó los ojos y se agachó junto a la cama.

—Abuela, soy yo, la niña guapa. —Levantó la mirada para explicar—: Así es como me llama la abuela Lola, y no quiero que se confunda.

Inmediatamente, Jennifer puso los ojos en blanco, deseando encontrar pronto la ocasión de escabullirse pasando desapercibida. Aquellas cosas espeluznantes le parecían estúpidas y totalmente innecesarias.

—Vamos, cielo, dile a tu abuela lo que tú quieras —le dijo Susan a Cindy colocándole una mano tranquilizadora a su hija en el hombro.

Cindy continuó:

—Quiero que sepas que siento no haber ido a visitarte demasiado últimamente. Es que tengo mucho que hacer todo el tiempo y siempre estoy ocupada con cosas del colegio, incluso los fines de semana. Lo siento muchísimo…

Cindy se apartó, abrumada por la emoción, y se derrumbó en brazos de su madre, que se encontraba a la espera.

—Eso ha sido muy bonito —comentó tía Gabi con una lánguida sonrisa en los labios—. ¿Y tú, Jennifer? ¿No quieres decirle algo a tu abuela?

Jennifer negó con la cabeza y dio un paso atrás.

—Yo paso —murmuró.

—¿Y tú, Mando?

Tío Mando estudió el rostro de su hermana pequeña con un aire de desconcierto altivo.

—¿Por qué no dices tú algo por mí, Gabi? Tú eres mucho mejor para estas cosas que yo.

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