La balada de los miserables (32 page)

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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La balada de los miserables
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—¿Qué te pasa, Tirao?

—¿Sabías, monja, que el mono habla?

—Los monos no hablan, Tirao. Eso son los loros.

—No, el mono me habla.

—Mono es el que tú tienes.

—Ése es el mono que me habla.

Contra lo que proclama el saber popular, yo nunca dibujo en la conciencia elefantes rosas ni hago volar y precipitarse a las gentes. El saber popular está plagado de simplismos. El saber popular no ha leído a Thomas de Quincey. El saber popular se cree que, a los infiernos, se puede bajar en ascensor. Y que después, curado el anhelo de malditismo que todos lleváis muy dentro, se puede subir otra vez para preparar oposiciones a notaría, hipotecarse y comprarse una televisión de plasma delante de la cual marchitar pausadamente la flor del destiempo. Pero el mono no te deja. El mono manda en tu jaula.

—Monja, dame algo. Tengo que buscar a
la niña de mis ojos
.

—No, Tirao. Espera un poco. Tú eres fuerte. ¿Qué ha pasado?

—Tú sabes lo que ha pasado, puta.

—Yo no sé nada, Tirao. ¿Quién es
la niña de mis ojos
?

—Tenía que haber ardido contigo dentro…

Mierda. Me habéis distraído. Tanta explicación. Putos elefantes rosas. Niños te hablan, Tirao. Niños. La niña. ¿Te acuerdas? Escondido en un rincón para que Rosita no te viera pinchándote. Ahhhh, qué gusto. Pero ahora te está mirando. La niña abre los párpados y tiene dientes en vez de párpados. Dentaduras podridas que mastican la córnea y el iris cada vez que parpadea…

—¿Qué pasa, Sole?

—Vuelve a convulsionar. Ayúdame.

XXXVII

El Bellezas estaba sentado en la silla con la cabeza un poco ladeada pero no dormido. Los ojos muy abiertos y las manos ocultas a la espalda. No tenía buena cara, a decir verdad. De hecho, llevaba muerto unos treinta segundos.

—Joder, amor mío, te has pasado —le dije a Grande, que se lavaba las manos en el fregadero del garaje.

—¿Qué más da?

—Tienes una manchita de sangre en el cuello de la camisa.

—Joder.

A Grande, lo que más le preocupa siempre es ir de punta en blanco a todos los sitios, como un general. Se quitó cuidadosamente la camisa y empezó a frotar con agua y jabón la mancha del cuello.

—Es una camisa de ciento sesenta pavos.

—¿Tú crees que de verdad no sabía dónde puede agacharse ese Tirao?

—Ni idea, Chico. Se nos fue demasiado pronto.

—Llevamos una racha…

—Sí que es verdad. Pero a éste, de todas todas, había que darle pasaporte. Me di cuenta en el momento en que mi amigo el poli me dijo que ese tal Manosquietas había confesado de quién era el jaco. Este primavera, en cuanto hubiera tenido a la pasma encima, nos habría delatado. Apuesto las pestañas.

Miré al fiambre. Después recorrí con la vista el garaje. Un buen sitio. Aislado, silencioso, seguro. Yo creo que el Bellezas no supo que íbamos a apiolarlo hasta que lo metimos aquí. Los veinte kilómetros de carretera que separan Madrid de Pinto se los pasó tranquilo, aunque no le dejamos fumar en su propio coche. Estaría drogado. Si dos tíos como nosotros me llevaran a mí a Pinto por la noche, así, sin decir nada, yo sospecharía, sin dudarlo, que me querían cortar el cuello. Nunca me ha gustado Pinto. Antes había demasiados atascos y ahora hay demasiados chinos. Mal rollo. Pero el Bellezas, seguro, venía puesto de jaco. La verdad es que no se entiende que un hombre se gaste el dinero de su hija en comprar marrón.

—No se entiende que un hombre se gaste el dinero de su hija en comprar caballo. Éste no me da ninguna pena. Por muy muerto que nos mire.

—Son gitanos, Chico. Peores que los perros.

—A mí los perros me parecen bien. No he matado a ninguno. Bueno, sí, de chaval. De un cantazo. Un foxterrier.

—Eres un gilipollas. A mí me encantan los foxterrier.

—De verdad que lo siento. ¿Qué hacemos con el gitano?

—Dejarlo aquí. Mi amigo el poli se encarga. Cuando esté de guardia, hace saltar la alarma y se meten él y su primo y, ay, sorpresa.

—¿No se va a enfadar?

—Él ya sabía lo que había.

Observé otra vez al muerto. El Bellezas no me había caído bien ni en vida ni ahora, aunque lo cierto es que lo conocí poco. A tres metros de la silla, el cochazo que se había comprado con el dinero de su hija. Tampoco entendía que alguien se pudiera haber gastado el dinero de su hija en un cochazo. Al menos, coño, una persona humana lo que hace es esperarse un tiempo. ¿No?

—¿No crees que deberíamos desatar al gitano y sentarlo en su coche? Así es que parece que ha sido una ejecución.

—No, déjalo así. Mi amigo lo prefiere. De esta manera parece que lo han hecho unos turcos o unos rusos, gente borrica y animal. Si ven algo de sentido de la humanidad en el trato a este puto gitano, no archivarán tan fácilmente el caso como ajuste de cuentas.

—A veces me pareces demasiado frío para ser español, perdona que te lo diga.

—Mi abuela era portuguesa.

—Será eso.

Grande se volvió a poner la camisa y se quedó algo contrariado por el desplanche que comprobó en el espejo retrovisor del cochazo del muerto. Como llevábamos guantes de goma, sólo hubo que ponerle el tapón al fregadero del garaje y dejar abierto el grifo para que todas las huellas de suelo se diluyeran en la inundación. La idea fue mía y Grande me felicitó por mi astucia. Agradezco que se me reconozca lo que es mío y él, que de tonto no tiene un gramo, lo sabe.

El exterior del chalé donde habíamos escondido al Bellezas durante aquellas horas no daba problemas: el camino hasta la salida era de grava y ahí no hay huella que sirva. Nuestra furgona nos esperaba doscientos metros más allá, entre robledales, paseo que disfrutamos en silencio porque la noche estaba desapacible y el frío no invitaba a confidencias.

—¿Y ahora? —le pregunté cuando salimos de Pinto y entramos en la M—40.

—A hacer guardia. Hay que pararse por cerveza y bocadillos.

—¿Dónde es la espera?

—Mi amigo cree que la fulana a la que detuvo Jara es la ex del Tirao. Igual el gitano se aparece por allí y recuperamos mi cartera.

—Entonces, la pasma también estará vigilando el piso. ¿No se te ha ocurrido pensar en eso?

—Mi amigo no le ha dicho a Jara quién es la chica.

—Eso que me dices es cojonudo.

—Nos va a costar dinero, que mi amigo no vive del aire.

Pasamos por Leganitos para coger toallas y ropa limpia, y paramos en un 24H para aprovisionarnos de bocadillos, leche y cerveza. A las dos de la madrugada ya habíamos aparcado el coche en un subterráneo cercano a la casa de la tal Charita. Después buscamos un refugio en la acera de enfrente.

—Viva la crisis —dijo Grande.

La verdad es que, desde que estalló la crisis, se ha facilitado mucho el trabajo de los que tenemos que hacer seguimientos o espionajes. Supongo que la gente de la pasma estará de acuerdo conmigo. Frente al piso de la tal Charita, había media docena de ventanas con el cartel de se alquila o se vende ofreciéndose a los callejeros. Allanamos cuidadosamente un cuarto piso que estaba bien, con dos baños, salón y tres habitaciones, casi todo exterior, aire acondicionado y calefacción de gas natural. Para mi gusto, la cocina era lo único que necesitaba reforma. Pero, desde las ventanas, se veía perfectamente el salón a media luz de la tal Charita. El colega pasma de Grande nos había dado la dirección exacta.

—¿No vamos a llamar a J?

—Mañana lo llamo. A primera hora.

—Se va a cabrear cuando se entere de que no hemos podido recuperar tu cartera.

—Que se cabree.

Eché el pasador de la puerta de entrada.

—¿Y si viene alguien?

—No te preocupes, chaval. Viva la crisis. La gente no tiene pasta para comprarse un piso ni tiempo para andar mirándolos.

—Eso es verdad. ¿Tú primero o yo?

—Tú —me ofreció Grande, siempre tan galante y educado.

Me quedé dormido en el parqué mientras observaba su perfil fumador asomado a la ventana. Ya sé que es tontería, pero, en aquel contraluz, a mí Grande me parecía hasta alto y guapo.

—Mañana, cuando llames a Jota, no te olvides de decirle que se traiga mi gabardina negra —le escuché ya en duermevela—. No se le nota la sangre salpicada. El Adolfo Domínguez ese sabe coser trajes.

—No te preocupes, cariño —respondí.

XXXVIII

El hombre que me hace infeliz aún roncaba cuando sonó el teléfono. Yo llevaba despierta más de una hora. Uno de esos despertares sin remisión contra los que, aunque estés muy cansada, resulta imposible luchar. Estuve a punto de levantarme a leer algo o a estudiar un poco de esa especialización en Criminología que nunca completaré. Cuando la desdicha y el aburrimiento se aposentan en la cotidianidad de una, se vacía la cisterna de los sueños incumplidos para siempre.

Pensaba cosas estúpidas al lado del hombre que me hace infeliz, como que me tocaba a mí aquella mañana acompañar a Ricardo al colegio, cuando el teléfono sonó. Antes, había pensado en masturbarme silenciosamente, como hacía años atrás cuando me desvelaba, pero la cercanía roncadora del hombre que me hace infeliz decapita tanto mi deseo como una ablación de clítoris. Ni siquiera la infidelidad es una huida para las mujeres cuando, por alguna estúpida inercia cultural o uterina, decidimos pasar el resto de nuestros días con ese hombre que nos hace infeliz y que todas llevamos dentro.

—¿Quién coño era a estas horas? —me preguntó, con su voz levemente atiplada, el hombre que me hace infeliz.

Me costó responder, como cuando me pregunta adónde voy los días que le engaño. El encargo del jefe le había dado una bofetada rotunda y desequilibrante a mi aburrimiento legañoso.

—El jefe. No voy a poder llevar al niño al colegio. Tengo que salir ya.

—Joder, para un día que puedo dormir un rato más. ¿Es tan importante?

—Un doble asesinato.

—Joder, ¿y a ti eso qué te importa?

—El agente que lo descubrió ha hecho cosas raras.

—Joder.

Mucho decir joder pero de hacerlo nada. Me duché y me puse guapa. Más guapa de lo normal. Me excité en la ducha y seguí excitada al vestirme. Lo odio, pero quería estar guapa para él. Las tías somos imbéciles. Me toqué levemente mientras el ascensor bajaba hacia el garaje, y en el coche juntaba los muslos y frotaba uno contra otro rastreando pliegues de mi piel. Tengo treinta años y un hombre que me hace infeliz. Rango de inspector en Asuntos Internos desde hace tres años, un sueldo de mierda, un hijo y toda una desalentadora vida por delante. La masturbación es mi combustible para seguir existiendo. Insistiendo.

En comisaría, el jefe me puso en antecedentes, me pidió que fuera a degüello, nada de manga ancha, dijo, y me informó de que O’Hara ya esperaba en el pasillo.

Ver otra vez a O’Hara no me causó ningún impacto. Hablaba con Ramos en el corredor, al lado de una ventana abierta, y fumaba. Aunque está prohibidísimo fumar. No había cambiado. Seguía siendo objetivamente feo y subjetivamente guapo. Yo creía que las feromonas eran una leyenda urbana hasta que lo conocí.

—Hola, O’Hara. ¿Qué tal, Pepe?

—Os dejo —me dijo Ramos inclinando la cabeza—. Trátamelo bien. Ya sabes que está loco.

En sus ojos noté que él sabía que yo sabía lo que todos sabíamos: que O’Hara estaba prejubilado. Como diría él, cantando cisnemente.

—El jefe me ha dicho que podemos utilizar su despacho —le dije.

—Antes me gustaría hablar contigo un rato. Sin grabadora. ¿Te importa que bajemos a tomar un café? Estoy molido. No he dormido en toda la noche.

—Me lo dijo el jefe. ¿Ya no te anfetas?

—Estos días no. Estoy escribiendo los cuadernos.

—Ah. Eso está bien.

—Eres igual que mi psicóloga. Nos tratáis como a niños.

—¿También te la has tirado?

Bajamos a la calle y nos alejamos unas cuantas manzanas para no coincidir con gente de la comisaría. Por el camino, O’Hara me preguntó que qué tal mi marido: bien; que qué tal mi hijo: bien; que qué tal yo: bien. La cafetería era gritona, medio limpia, medio sucia, barata, obrera, aceitosa, densa, vieja, matinal. Nos sentamos muy juntos a causa del ruido. Yo crucé las piernas y apreté varias veces los muslos. Uno contra otro.

—Estás muy guapa —dijo y sonreí.

—Tú no.

—Lo que Apolo no te da Afrodita no lo presta.

—Te quejarás tú. ¿Por qué no me volviste a llamar?

—No hay que confundir Asuntos Internos con Asuntos Íntimos.

—Eres un cabrón.

—Además, estás felizmente casada.

—De cintura para arriba. ¿Por qué no me cuentas lo que pasó anoche? El jefe me ha pedido que vaya a degüello contigo, así que mide lo que me vayas a contar.

O’Hara me había conocido cinco años atrás, cuando él y Ramos aún eran el
star system
del grupo de estupas de Carabanchel. Yo era una pipiola recién egresada de la Academia, número uno de mi promoción, y adscrita directamente a Asuntos Internos. No lo pedí yo. Me prometieron una vida plena de emociones (promesa incumplida) y el grado de inspector en menos de tres años (promesa cumplida).

—Eres lista y eres guapa —me dijo el jefe haciéndome entender que eran dos cualidades muy difícilmente conjuntables—. Y nosotros necesitamos a alguien listo y guapo. Y a quien no conozca nadie.

Es cierto que yo no soy fea ni tonta. Enseguida me di cuenta de que el trabajo que me iba a encargar no lo podría hacer un hombre listo y guapo: así que te hace falta un coño, jefe. Lo pensé, pero no lo dije. Aún me estoy arrepintiendo.

—Te vamos a dar un destino en la Unidad de Estupefacientes de Carabanchel. ¿Has oído hablar de ella?

—¿Quién no? —Su mirada me dio a entender que apreciaba que fuera lista pero no que fuera también
de
.

—¿Qué has oído tú?

—Que son buenos.

—Muy buenos. ¿Qué más?

—Poca cosa —mentí, y eso le gustó al jefe—. ¿Qué tengo que hacer?

—Hacerte la tonta de prácticas, observar e informar. Y, por muy simpáticos que te caigan, por mucho que los quieras y admires, incluso aunque te enamores y te cases con alguno de ellos, no decir nunca de dónde vienes. Me enteraré si lo haces.

Todos me cayeron simpáticos; los quise y los admiré a todos; me enamoré y me acosté con O’Hara, aunque no me casé con él, porque ya estaba recién casada. E informé a Asuntos Internos. Estaban todos manchados. Al jefe de grupo, El Gallego, lo enviaron a las alcantarillas de Madrid a cazar ratas; el Coyote se pegó un tiro en la sien; Marcelo pasó por el talego dos o tres días y le dieron la patada a la segunda actividad. Pagaban a los chotas con perico o con jaco. Como todo el mundo. Ése era todo su delito. A O’Hara no lo delaté y por eso descubrió que el topo era yo. Me preguntó si yo era el topo un 30 de diciembre. Habíamos quedado para cenar y celebrar el fin de año (el 31 estaba, por supuesto, reservado para el hombre que me hace infeliz). Él esperaba a la puerta del restaurante. Le dije que sí, que el topo era yo. No entramos al restaurante. Nevaba. Creo que soy la única mujer que ha visto a O’Hara llorar. Ni me pegó ni me insultó. Lloró y se fue. Unas lágrimas grandes como la lluvia de una tormenta de cocodrilos.

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