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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (56 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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Manejando los controles con sus dedos extrañamente elásticos —sus manos habían empezado a… ¿palmearse?—, siguió llenando el habitáculo de gas especia, en concentraciones más y más altas. Los vapores remolineaban a su alrededor, como una sopa naranja con un potente olor a canela.

Mientras su mente se hacía cada vez más fuerte, más grande y más dominante, el resto de su cuerpo se atrofiaba. La transformación siguió por extraños caminos… el torso, los brazos y las piernas se marchitaban, mientras que el cerebro aumentaba de tamaño. Curiosamente, el cráneo no actuó como constrictor; también crecía.

Sus ropas se habían desprendido del cuerpo a causa del deterioro provocado por las elevadas concentraciones de melange. Pero Norma ya no necesitaba ropa. Su nuevo cuerpo era liso y asexuado, poco más que un contenedor para su mente en expansión.

Estaba sentada sobre el cojín que había llevado consigo, pero ya no percibía las cosas que la rodeaban. Algunas funciones físicas normales cesaron: ya no necesitaba comer, beber, ni eliminar desechos.

Consciente de que su hijo estaba tratando de verla, Norma se inclinó hacia la pared de plaz. Podía intuir su presencia, sus pensamientos, sus preocupaciones. Notó los ojos entrecerrados, las pupilas dilatadas, las líneas de preocupación que se marcaban en la frente y en torno a la boca, como si las hubiera pintado un maestro de la pintura. Una fina película de sudor cubría su frente.

Sabía reconocer cada una de las expresiones faciales de su hijo, que empezaron a recordarle conversaciones que habían mantenido en el pasado. En su mente en expansión, Norma catalogó su relación completa. Reuniendo los datos de sus interacciones, unía los pensamientos pasados que su hijo le había expresado en palabras con la expresión de su rostro al hablar.

Ah. Ahora comprendía. Adrien se estaba preguntando qué podía hacer para ayudarla. Junto a él había tres asistentes, y Norma podía leerles los labios. Querían entrar en la cámara por la fuerza para que Norma recibiera asistencia médica. Adrien les escuchaba, pero aún no había accedido a hacer nada.

«Confía en mí. Sé lo que estoy haciendo».

Pero él no podía oír sus pensamientos. Adrien Venport estaba dividido, indeciso… algo poco habitual en él.

En su ensoñación de especia, Norma se fijó en las sutiles señales de su porte, el brillo de sus ojos, la curvatura de su boca. ¿Estaba recordando una antigua conversación? Sus propias palabras regresaron a ella. «La melange incrementará mi presciencia y me permitirá a mí y a quienes me sigan dirigir con exactitud las naves que pliegan el espacio. Puedo anticipar un peligro antes de que aparezca, y evitarlo. Es la única manera de responder con la suficiente rapidez. Los motores Holtzman ya no serán un medio poco seguro de viajar con rapidez por el espacio. Esto lo cambiará… todo.

»Tengo la llave del universo. Pero debes dejarme acabar».

Norma trató de recordar cómo controlar su rostro, de adoptar su expresión más tranquila y serena. Necesitaba darle a Adrien la impresión de que lo tenía todo bajo control. Cuando trató de hablar, sus palabras le sonaron como si vibraran a través de un medio denso como el agua.

—Aquí es donde quiero estar, hijo mío. A cada momento que pasa me acerco más a mi objetivo, al estado de perfección que debo alcanzar para dirigir nuestras naves con seguridad. No te preocupes por mí, confía en mi visión.

Pero la cámara de especia no tenía sistema de megafonía —un descuido imperdonable— y su hijo no la oía bien. A pesar de ello, esperaba que captaría la idea. Adrien casi siempre se las arreglaba para entenderla.

Sin embargo, también era lógico y pragmático. Sabía perfectamente el tiempo que hacía que Norma no comía ni bebía. Por más que tratara de tranquilizarlo, por más que le hubiera dicho antes de entrar en el depósito, estaría preocupado. Y aun así, vacilaba, porque confiaba en el genio de su madre… hasta cierto punto.

Evidentemente, sus musculosos asistentes querían sacarla de allí a la fuerza. Llevaban pesadas herramientas para desmantelar o abrir a golpes el depósito. Varios médicos ya habían declarado que era imposible que Norma sobreviviera tanto tiempo sin comer ni beber. Una vez más, su madre había conseguido cosas que nadie creía posibles.

Pero no sin pagar un precio. Mientras la miraba a través de la pared transparente, vio lo mucho que había cambiado su cuerpo, las extremas alteraciones a las que su forma física se había visto sometida. Ya no era humana.

Aparentemente, Adrien se sintió alarmado por lo que vio en la cara de su madre. Con una profunda desidia, hizo una señal a los tres asistentes, que levantaron sus pesadas herramientas. Si rompían las paredes de plaz, todo el gas de especia escaparía, y seguramente los mataría, y la sofocaría a ella. Detrás de los asistentes, a través de las paredes empañadas de la cámara, vio a los especialistas médicos que esperaban con su equipo de soporte vital.

Antes de que pudieran moverse, Norma levantó sus brazos como palillos para detenerlos. Si cometían aquel acto tan absurdo, arrojarían el brillante futuro del programa para plegar el espacio a un caos irreparable.

Analizó los pensamientos de Adrien. Sí, su hijo había tomado su decisión convencido de que haciendo aquello la salvaría. Norma lo miró, suplicándole en silencio, tratando de hacerle entender. Luego, cuando Adrien la miró una última vez, vio que de pronto sus músculos faciales se relajaban, como cuando de pronto se hace la calma en un mar tempestuoso.

Su dedo índice, fibroso y malformado, rozó la superficie de plaz, tocando el polvo de melange apelmazado. Tratando de recordar métodos más primitivos de comunicación, Norma movió el dedo y trazó una marca en la superficie. Líneas rectas, ángulos precisos, curvas, una elipse. Una única palabra.

NO.

Y evidentemente Adrien vio algo en los ojos agrandados y azul especia de su madre, que le miraba a través de la gruesa barrera… una conciencia fantasmal e hipnótica. En silencio, mostrando una suprema confianza en su visión, Norma apremió a su hijo con la esperanza de que entendiera. Tenía que confiar en ella. «No me molestes. Estoy a salvo. Dejadme».

Cuando los hombres estaban a punto de golpear, Adrien les ordenó que se detuvieran. Su rostro patricio era una máscara de incertidumbre y emociones encontradas. Los médicos intentaron hacerle cambiar de opinión, pero él los echó. Y entonces se puso a llorar.

—Espero estar haciendo lo correcto —dijo a través del plaz, y ella le entendió perfectamente.

«Sí, lo estás haciendo».

69

De El’hiim se dice que ni quiere a su padre ni a su padrastro, y que es desleal con su gente.

Comentario hecho por un anciano
zensuní llegado a través de terceros

Era su última oportunidad de salvar al hombre al que había criado como un hijo. Le había pedido, prácticamente le había suplicado que lo acompañara en una peregrinación a lo más profundo del desierto, el Tanzerouft.

—En una ocasión, hace mucho tiempo, te salvé de los escorpiones —dijo finalmente Ishmael, detestándose por tener que recurrir a una antigua deuda.

El’hiim pareció molesto por el recuerdo.

—Era un alocado, no tomé precauciones, y tú estuviste a punto de morir por las picaduras.

—Estarás a salvo conmigo. Cuando un hombre sabe vivir con el desierto, no debe temer lo que este tiene que ofrecerle.

Finalmente, el hombre más joven capituló.

—Recuerdo las veces que has venido conmigo a otros poblados y a Arrakis City, aunque sé lo mucho que te desagradan esos lugares. Yo puedo hacer el mismo sacrificio por mi padrastro. Hace mucho tiempo que no vivo en carne propia la vida dura y simple de los forajidos que seguían a Selim Montagusanos.

A sus compañeros les dio la impresión de que El’hiim solo le estaba tomando el pelo al anciano. Sus seguidores, rebosantes de líquidos, con sus extrañas y coloridas ropas, hicieron chistes y le desearon a El’hiim que se divirtiera.

Pero Ishmael notó la incertidumbre y hasta un destello de miedo en los ojos del naib. «Eso es bueno».

Hacía décadas que El’hiim había olvidado cómo respetar al desierto. Por muchos lujos que los zensuníes compraran a los mercaderes extraplanetarios, allí Shai-Hulud seguía siendo el soberano indiscutible. El Viejo Hombre del Desierto tenía poca paciencia con aquellos que se burlaban de las leyes religiosas.

El’hiim dejó instrucciones a sus lugartenientes. Su salida con Ishmael se prolongaría varios días, durante los cuales los zensuníes del poblado seguirían proporcionando especia a los mercaderes de VenKee o a los extraplanetarios que ofrecieran el mejor precio. Aunque parecía muy vieja, Chamal seguía dirigiendo a la mayoría de las mujeres del poblado de cuevas y se encargaría de que todos cumplían con sus tareas. Besó la mejilla seca y curtida de su padre.

Ishmael no dijo nada, y se limitó a mirar con aire anhelante a la vasta y serena extensión de dunas. Los dos hombres partieron. Cuando bajo la luz de la luna llegaron abajo, a la extensión de arenas abiertas, se volvió hacia su hijastro.

—Llama a un gusano, El’hiim.

El naib vaciló.

—No quisiera quitarte ese honor, Ishmael.

—¿Eres incapaz de hacer lo que convirtió en leyenda a tu padre? ¿El hijo de Selim Montagusanos tiene miedo de llamar a Shai-Hulud?

El’hiim dejó escapar un suspiro de impaciencia.

—Sabes que eso no es verdad. He llamado a muchos gusanos.

—De eso hace mucho tiempo. Hazlo ahora. Es un paso necesario en nuestro viaje.

Ishmael observó cómo El’hiim clavaba el tambor con un extremo en punta y lo golpeaba con su martillo rítmico. Estudió cada uno de sus movimientos, cómo sacaba las herramientas y se preparaba para enfrentarse al monstruo. Sus acciones eran rápidas pero bruscas, se notaba que estaba nervioso. Ishmael no le criticó, sino que se preparó para ayudarle si algo iba mal.

Incluso para un maestro, convocar a un gusano entrañaba peligro, y El’hiim casi había olvidado cómo vivir con peligro. Su viaje le recordaría eso y muchas otras cosas.

Cuando la bestia sinuosa llegó, lo hizo acompañada del siseo furioso de la arena y un olor intenso y fuerte.

—¡Es muy grande, Ishmael! —El entusiasmo y la reverencia de su voz casi ahogaron su miedo. Bien.

El gusano se levantó sobre la arena y El’hiim corrió hacia delante, totalmente concentrado. Ishmael también arrojó sus ganchos y sus cuerdas, y trepó, ayudando al naib en la captura. Este no pareció darse cuenta de hasta qué punto era Ishmael el que lo hizo todo, e Ishmael tampoco lo dijo.

Entusiasmado, El’hiim se instaló sobre el lomo del gusano y miró al anciano, que se había sentado a su lado.

—¿Adónde vamos? —Parecía estar recordando sus días de juventud. Por fin.

Con sus largos cabellos grises flotando a su espalda, Ishmael señaló hacia el horizonte llano y oscuro.

—A lo más hondo del desierto, donde podamos estar solos y a salvo.

El gusano se deslizó sobre las dunas, comiendo terreno mientras pasaba la noche. En un primer momento, Selim Montagusanos había llevado a su banda de forajidos a las zonas más desoladoras del desierto para ocultarse, y Marha los había llevado más lejos aún. Pero desde la muerte del Montagusanos, la mayoría de sus seguidores habían perdido sus objetivos, tentados por las comodidades y la vida fácil. Los asentamientos que antaño estuvieron aislados volvían a acercarse a las ciudades dispersas.

Después de haber sacrificado su vida para que su leyenda se recordara eternamente, Selim se habría sentido muy decepcionado de haber sabido que su influencia había decaído tanto en una sola generación. Ishmael, como primer naib después del legendario fundador, había hecho lo posible por continuar con la misión de Selim, pero cuando pasó el mando al hijo de Selim, sintió que todo lo que habían logrado se escurría entre sus dedos callosos.

Los dos hombres cabalgaron a lomos del poderoso gusano hasta el amanecer, luego cogieron sus mochilas y se apearon cerca de un grupo de rocas donde podrían resguardarse durante el día. Mientras corría para encontrar un lugar donde estirar sus esterillas para dormir y levantar la lona reflectante, El’hiim miró con cierta inquietud a aquel entorno tan austero.

Cuando estaba sentado con su padrastro bajo el calor del sol cada vez más intenso, El’hiim meneó la cabeza.

—Si antes vivíamos sin más comodidades que estas, anciano Ishmael, entonces nuestra gente ha progresado mucho. —Estiró el brazo para tocar la roca dura y áspera.

Ishmael le miró, con sus agudos ojos de azul sobre azul.

—No creo que entiendas realmente hasta qué punto ha cambiado Arrakis en estos años, sobre todo en las dos pasadas décadas, desde que el Gran Patriarca abrió nuestro planeta a las hordas de buscadores de especia. Por toda la Liga, la gente consume melange, nuestra melange, en grandes cantidades, con la esperanza de que les proteja de la enfermedad y les ayude a conservarse jóvenes. —Profirió un sonido disgustado.

—Pero no debes cerrar los ojos a los beneficios que eso nos ha reportado —señaló El’hiim—. Ahora tenemos comida. Nuestra gente vive más. Los medicamentos de la Liga han curado numerosas enfermedades que se llevaban innecesariamente a los nuestros… como mi madre.

Ishmael sintió una punzada al recordar a Marha.

—Tu madre tomó su decisión, la única decisión honorable.

—¡E innecesaria! —El’hiim lo miró furioso—. ¡Está muerta por tu obstinación!

—Está muerta porque le había llegado la hora. Su enfermedad era incurable.

El hombre más joven arrojó una piedra lleno de rabia.

—Los primitivos métodos zensuníes y las supersticiones no podían salvarla, pero seguro que cualquier médico decente de Arrakis City habría podido hacer algo. Hay tratamientos, medicamentos llegados de Rossak y otros sitios. ¡Al menos habría tenido una oportunidad!

—¡Marha no quería esa clase de oportunidad! —dijo Ishmael alterado. Él también había sentido una pena enorme al ver que su esposa se moría, pero Marha había dedicado su vida a la filosofía y los objetivos de Selim Montagusanos—. Habría sido una forma de traicionarla.

Durante largo rato, El’hiim permaneció en silencio, cavilando.

—Esas creencias son solo una parte de la gran muralla que nos separa, Ishmael. No había necesidad de que muriera, pero su orgullo y tu insistencia en respetar las costumbres la mataron tan seguro como su enfermedad.

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