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Authors: Fernando Trujillo
El mundo cuenta con un lado oculto, una cara sobrenatural que nos susurra, que se intuye, pero que muy pocos perciben. La inmensa mayoría de las personas no es consciente de ese lado paranormal... ni de sus riesgos.
A veces la gente se topa con esos peligros y desespera, se atemoriza, y no sabe qué hacer ni a quién recurrir. Pero no todo está perdido...
Dicen que en Madrid reposa una iglesia muy antigua, cuyo origen es desconocido. Allí, en su interior, frente a una cruz de piedra esculpida en uno de sus muros, se puede alzar una plegaria. También dicen que aquel que no tiene alma la escuchará, y si la fortuna acompaña, el ruego será atendido.
Pero exigirá un elevado precio por sus servicios, uno que no todo el mundo está dispuesto a pagar. Mejor será asegurarse de que se quiere contar con él antes de recitar la plegaria.
Eso es lo que dicen.
La respuesta está en La Biblia de los Caídos.
Fernando Trujillo
La biblia de los caidos
ePUB v1.1
Verdugol23.05.12
Título original:
La biblia de los caidos
Fernando Trujillo, 2011.
http://www.facebook.com/fernando.trujillosanz
http://eldesvandeteddytodd.blogspost.com
Edición y corrección: Nieves García Bautista
Editor original: Verdugol (v1.0 a v1.1)
ePub base v2.0
No importa cuántas veces haya muerto. Yo lo veo todo. Contemplé el inicio y contemplaré el final. Ese es mi camino y así ha de ser.
En el curso de mis incontables viajes he tomado una decisión que tal vez se aleje de mi propósito original. Me dispongo a dejar constancia de una de mis travesías, de la única que logró llamar la atención de mis ojos que todo lo han visto, aquella que concierne a La Biblia de los Caídos. Si esta resolución es o no un error no lo sé, pero así lo he decidido.
Podría resumir lo más importante que he tenido la ocasión de presenciar revelando el contenido de la Biblia de los Caídos, descubriendo el secreto enterrado en sus páginas. Sin embargo, no es así como ha de contarse una historia, ni sería posible comprender la grandeza del alcance de dicho secreto. Antes de llegar a ese punto es preciso relatar otros acontecimientos, tantos que la tarea se me antoja inmensa, incluso a mí, y me apartaría de mis obligaciones por un tiempo excesivo.
Por eso he resuelto contar con la ayuda de varios cronistas. Ellos serán los encargados de transmitir mis palabras. Les he pedido que las dividan en volúmenes que tengan sentido propio, que concluyan, pero que se complementen y desarrollen la historia global.
Mis cronistas escribirán cada relato en un tomo. Y los tomos a su vez se agruparán en testamentos. Es posible comenzar la lectura por el primer tomo de cualquiera de los testamentos, salvo que se indique lo contrario, pero no puedo dejar de recomendar a quien aspire al verdadero conocimiento que inicie su viaje por el tomo cero. Ese es el punto de partida correcto. Desde ahí estará en la mejor posición para proseguir por el testamento que más le atraiga, aunque todos contienen parte de la verdad.
Medité sobre la posibilidad de contar con un solo cronista para esta labor y no la consideré acertada. Los cronistas son simples mortales, y un solo punto de vista no es suficiente, pues no cubriría todas las necesidades de esta historia.
No obstante, yo supervisaré la labor de los cronistas, y llegado el caso, incluiré a nuevos colaboradores. Lo que no consentiré en modo alguno es que la verdad se tergiverse.
Todos ansiamos conocer nuestro destino, el sentido de nuestras vidas. Yo creo haber encontrado el de la mía. Debe saberse lo que encierran las páginas de La Biblia de los Caídos, su conocimiento y los sucesos que desencadenaron deben ser estudiados, para aprender sobre ellos, reflexionar y meditar sobre el mayor secreto de toda la creación. Ese es el objetivo que persigue mi obra y mi vida.
Y lo cumpliré, o no podré considerar justificada mi propia existencia.
Ramsey
No me ha resultado sencillo escoger el inicio, el momento concreto y el protagonista para empezar a desgranar el gran secreto de la Biblia de los Caídos. Espero no haber errado al seleccionar a un hombre a quien no pude ignorar, que me atrapó inmediatamente. Es una persona única y especial en muchos aspectos, que destaca sobre todos los demás debido a un atributo singular: este hombre no tiene alma.
Al tratarse del primer tomo de esta historia, decidí contar con Fernando Trujillo para su redacción, un cronista con quien ya había coincido en alguno de mis viajes, aunque de un modo fugaz, y que celebro que aceptara ayudarme en esta ardua tarea.
Aquí comienza la historia de aquel que no tiene alma y con ella se inicia la crónica de La Biblia de los Caídos.
Ramsey
Mario Tancredo siempre ocultaba su desprecio antes de rematar a un adversario, lo reservaba para el momento preciso. Era más elegante de ese modo.
Le gustaba dar el golpe de gracia en su lujoso restaurante, durante una comida supuestamente informal, que en realidad era un campo de batalla para los negocios. No entendía por qué le atraía tanto aquel restaurante. Mucho tiempo atrás, cuando Mario solo tenía seis años, su padre le había dado una buena zurra allí mismo, delante de todo el mundo. Le había puesto sobre sus rodillas y le había azotado por haber protagonizado una rabieta en público. Mario no quería tomarse las espinacas. Años después adquirió el local, fustigado por un morboso sentimiento, y descubrió que le gustaba cerrar allí sus tratos, aplastar a sus enemigos. El que hoy se sentaba ante él era uno de los más odiados. Mario llevaba décadas soñando con este momento.
Degustó el caviar sin reflejar una sola emoción en su imperturbable rostro y alargó la pausa cuanto pudo antes de dar una respuesta.
—Me temo que voy a rechazar tu oferta —dijo al fin con tono indiferente—. No estoy interesado en tu dinero.
—Eres un maldito hijo de... —Ernesto logró dominarse y no terminó la frase.
Los comensales de las mesas adyacentes volvieron la cabeza hacia la pareja, atraídos por el elevado tono de voz de Ernesto.
—A tu edad deberías saber guardar la compostura —señaló Mario—. El restaurante está lleno y no creo que quieras montar una escena.
En realidad a Mario no le importaba en absoluto que se produjera un escándalo, ni aunque tuviesen que cerrar el local.
—¿Desde cuándo no te interesa el dinero? —preguntó Ernesto. Le costaba disimular el rechazo que sentía por Mario—. Te conozco y sé que no persigues otra cosa. No tienes moral ni decencia. Desde que creaste tu imperio solo sabes arruinar a los demás. De acuerdo, has conseguido el treinta por ciento de las acciones de mi empresa. Has jugado bien, lo admito, y has ganado. Pero te estoy ofreciendo el triple del dinero que valen mis acciones para recuperarlas. Es un trato más que justo y te hará más rico aún. No puedo entender por qué no lo aceptas. Si quieres más dinero...
—Te lo repito —le cortó Mario curvando ligeramente los labios. Eran pocas las personas que le habían visto sonreír, tal vez ninguna—. No quiero tu dinero.
Mario tomó la copa de vino y dio un sorbo con mucha calma. Escuchar de boca de un rival que él había ganado era una sensación deliciosa, embriagadora, imposible de igualar. Por muchas veces que la experimentara no se saciaría jamás. Era mejor que el sexo. Ni siquiera cuando nació su hija sintió algo comparable.
Ernesto resopló de mala gana.
—Entonces, ¿qué quieres? ¿Mi empresa? No me lo trago. Tú eres un destructor. Solo te apoderas de compañías que luego puedas despedazar para sacar dinero. La mía no es rentable y lo sabes. Levantarla de nuevo te llevaría, como poco, dos años de duro esfuerzo, y los dos sabemos que no eres de los que trabajan.
Mario no respondió. No tenía sentido negar lo evidente, y era cierto que los dos hombres se conocían perfectamente el uno al otro, tanto, que sus insalvables diferencias les distanciaban irremediablemente. La edad era una de esas diferencias, aunque probablemente la menor de ellas. Mario tenía cuarenta y tres años, mientras que Ernesto contaba con setenta y uno. Los dos veían el mundo y los negocios desde perspectivas completamente diferentes y, en la mayoría de los casos, los dos podían saber qué pensaba el otro con un leve vistazo a sus ojos.
La exposición de Ernesto había sido rigurosamente cierta, rebatirla sería perder el tiempo, así que Mario permaneció en silencio, esperando pacientemente a que su oponente lo entendiera por sí mismo. Él no tenía ninguna prisa.
—¿No hablas? —preguntó Ernesto, claramente molesto—. Estás disfrutando de tu posición, ¿no es eso? Regodeándote en tu victoria. Ya lo imagino, pero aún no sé qué pretendes. Si no quieres venderme las acciones, es porque vas a finalizar la operación y a absorber mi compañía. Sin embargo, no veo de qué te sirve si nadie te la va a comprar en su estado..., a menos que... ¡Oh, no, no lo puedo creer!
—Sí, por fin lo has entendido. Voy a desguazarla, sin más.
Ernesto tembló de rabia.
—Perderás una fortuna.
—Soy muy rico. Puedo permitírmelo, no te apures.
—Esto es algo personal...
—Por supuesto.
—He levantado esa empresa con mis propias manos, desde la nada. La he construido durante más de cincuenta años. No puedes hacerlo.
Mario despidió al camarero que se acercaba a la mesa con un gesto de la mano, y se inclinó levemente hacia adelante.
—Sí puedo, y lo voy a hacer. Y tú lo contemplarás todo impotente.
—Está bien, tú ganas —dijo Ernesto sin poder disimular su desesperación—. Dime qué quieres. ¿Que suplique? Lo haré. No te creí capaz de algo así, pero no puedo permitir que destruyas la obra de mi vida...
Mario le interrumpió con un gesto de la mano. Su teléfono móvil estaba sonando.
—Más vale que sea importante —contestó al aparato—. Estoy en una importante comida de negocios. —Dedicó a Ernesto un falso ademán de disculpa—. Es mi abogado —le explicó cubriendo el teléfono con la mano. Ernesto estaba a punto de estallar de indignación, pero no le quedaba más remedio que aguantarse—. Bien, date prisa, no puedo hacer esperar al actual dueño de mi futura empresa... Sí, le conoces... Es mi padre... De tu parte. —Mario tapó de nuevo el teléfono—. Te manda saludos —le dijo a Ernesto.