La caída de los gigantes (134 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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La acompañó hasta la puerta.

—¿Puedo verte mañana? —preguntó.

—¿Cuándo?

—Temprano.

Rosa rió.

—Nunca finges nada, ¿verdad, Gus? Me encanta eso de ti.

Aquello estaba bien. «Me encanta eso de ti» no era lo mismo que «Te quiero», pero era mejor que nada.

—Pues hasta mañana temprano —dijo.

—¿Qué haremos?

—Es domingo. —Gus dijo lo primero que se le pasó por la cabeza—. Podríamos ir a la iglesia.

—De acuerdo.

—Deja que te lleve a Notre Dame.

—¿Eres católico? —preguntó Rosa, sorprendida.

—No, episcopaliano, si es que soy algo. ¿Y tú?

—Lo mismo.

—Está bien, podemos sentarnos al fondo. Me enteraré de a qué hora hay misa y te llamaré al hotel.

Ella le tendió la mano y se la estrecharon como dos amigos.

—Gracias por una velada tan bonita —dijo Rosa con formalidad.

—Ha sido un placer. Buenas noches.

—Buenas noches —repuso ella, dio media vuelta y desapareció en el vestíbulo de su hotel.

36

Marzo-abril de 1919

I

Cuando la nieve se derritió y la tierra rusa, dura como el hierro, se convirtió en un fango húmedo y fértil, los ejércitos blancos realizaron un descomunal esfuerzo por librar a su país de la maldición del bolchevismo. La fuerza de cien mil hombres del almirante Kolchak, pertrechada a medias con uniformes y armamento británicos, salió atropelladamente de Siberia y atacó a los rojos en un frente que se extendía a lo largo de 1.125 kilómetros de norte a sur.

Fitz seguía a los blancos unos cuantos kilómetros por detrás. Estaba al mando de los Aberowen Pals, así como de algunos canadienses y unos cuantos intérpretes. Su trabajo consistía en respaldar a Kolchak supervisando las comunicaciones, los servicios secretos y el aprovisionamiento.

Fitz tenía grandes esperanzas. Puede que encontraran dificultades, pero era inimaginable que los blancos permitieran que Lenin y Trotski les robaran Rusia.

A principios de marzo se encontraba en la ciudad de Ufa, en el lado europeo de los Urales, leyendo una pila de periódicos británicos de hacía una semana. Las noticias de Londres eran contradictorias. Fitz estaba encantado con que Lloyd George hubiera nombrado a Winston Churchill ministro de Guerra. De los principales políticos, Winston era el más firme defensor de la intervención en Rusia. Sin embargo, algunos periódicos defendían la opinión contraria. A Fitz no le sorprendió del
Daily Herald
y el
New Statesman
, que, a su parecer, de todas formas ya eran publicaciones más o menos bolcheviques. Pero incluso el conservador
Daily Express
llevaba un titular que decía «Retírense de Rusia».

Por desgracia, también contaban con detalles muy precisos de lo que estaba sucediendo. Sabían incluso que los británicos habían ayudado a Kolchak con el golpe que había abolido el directorio y lo había convertido a él en gobernante supremo. ¿De dónde sacaban la información? Levantó la mirada del periódico. Estaba acuartelado en la Escuela de Comercio de la ciudad, y su edecán ocupaba el escritorio que había frente al suyo.

—Murray —dijo—, la próxima vez que haya una tanda de correo de los hombres para enviar a casa, tráigamela antes a mí.

Aquello era irregular, y Murray parecía tener dudas.

—¿Señor?

Fitz pensó que sería mejor explicarlo.

—Sospecho que está saliendo información desde aquí. El censor debe de estar dormido al volante.

—A lo mejor creen que pueden aflojar ahora que la guerra en Europa ha terminado.

—Sin duda. De todos modos, quiero ver si la filtración procede de nuestra parte de la cañería.

La contraportada del periódico traía una fotografía de la mujer que encabezaba la campaña de «Rusia no se toca», y Fitz se quedó mudo de asombro al ver que era Ethel. En Ty Gwyn había sido doncella, pero ahora, según decía el
Express
, era la secretaria general del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección.

Fitz se había acostado con muchas mujeres desde entonces; la última, en Omsk, una rubia rusa espectacular, la amante aburrida de un general zarista que estaba demasiado borracho y era demasiado vago para tirársela él mismo. Pero Ethel aún brillaba en su recuerdo. Se preguntó cómo sería su hijo. El conde seguramente tenía media docena de bastardos repartidos por todo el mundo, pero el de Ethel era el único del que conocía su existencia.

Y era ella la que estaba azuzando la protesta contra la intervención en Rusia. De pronto, Fitz supo de dónde procedía la información. Ese condenado hermano de Ethel era sargento de los Aberowen Pals. Siempre había sido un alborotador, y a Fitz no le cabía ninguna duda de que era él quien le estaba enviando información. «Bueno —pensó Fitz—, lo atraparé, y entonces se armará una buena.»

En el transcurso de las siguientes semanas, los blancos siguieron avanzando a toda velocidad y espantando ante sí a los sorprendidos rojos, que habían creído que el gobierno siberiano era una fuerza muerta. Si los ejércitos de Kolchak lograban conectar con sus partidarios de Arcángel, en el norte, y con el Ejército Voluntario de Denikin, en el sur, formarían una fuerza semicircular, una curva cimitarra oriental de más de mil kilómetros de largo que avanzaría implacablemente hacia Moscú.

Pero entonces, a finales de abril, los rojos contraatacaron.

En aquel momento, Fitz se encontraba en Buguruslán, una ciudad tristemente empobrecida de un territorio boscoso unos ciento sesenta kilómetros al este del río Volga. Las ruinas de algunas iglesias de piedra y edificios municipales asomaban por encima de los tejados de las bajas casas de madera como malas hierbas en un vertedero. El conde estaba sentado en una gran sala del ayuntamiento junto a la unidad de los servicios secretos, cribando informes de interrogatorios de prisioneros. No sabía que algo fuera mal hasta que miró por la ventana y vio a los harapientos soldados del ejército de Kolchak ocupando toda la carretera principal que atravesaba la ciudad y avanzando en la dirección equivocada. Envió a un intérprete norteamericano, Lev Peshkov, para preguntar a los hombres que se batían en retirada.

Peshkov volvió con una historia lamentable. Los rojos habían atacado con fuerza desde el sur y habían golpeado el esforzado flanco izquierdo del avance del ejército de Kolchak. Para evitar que su frente se viera partido en dos, el comandante blanco local, el general Belov, les había ordenado retirarse y reagruparse.

Unos minutos después le llevaron a un desertor rojo para que lo interrogara. Había sido coronel del ejército del zar. Lo que tenía que decir consternó a Fitz. Explicó que a los rojos les había sorprendido la ofensiva de Kolchak, pero que enseguida se habían reagrupado y habían vuelto a abastecerse. Trotski había declarado que el Ejército Rojo debía continuar la ofensiva en el este.

—Trotski cree que, si los rojos titubean, los aliados reconocerán a Kolchak como gobernante supremo y, en cuanto lo hagan, enviarán a Siberia grandes cantidades de hombres y suministros.

Era exactamente lo que Fitz esperaba. Y con su fuerte acento ruso, preguntó:

—Entonces, ¿qué ha hecho Trotski?

La respuesta fue rápida, y Fitz no entendió lo que decía hasta que oyó la traducción de Peshkov.

—Trotski realizó levas especiales de reclutas del partido bolchevique y de los sindicatos. Su respuesta fue asombrosa. Veintidós provincias enviaron destacamentos. ¡El Comité Provincial de Novgorod movilizó a la mitad de sus miembros!

Fitz intentó imaginar a Kolchak obteniendo una respuesta así de sus partidarios. Jamás sucedería.

Volvió a sus dependencias para empaquetar su equipo. Casi no le dio tiempo: los Pals salieron justo antes de que llegaran los rojos, y algunos hombres incluso se quedaron atrás. Aquella misma noche, el Ejército Occidental de Kolchak estaba batiéndose en retirada total y Fitz se encontraba en un tren, regresando hacia los Urales.

Dos días después, estaba de vuelta en la Escuela de Comercio de Ufa.

En el transcurso de esos dos días, el ánimo de Fitz se oscureció. Se sentía amargado y embargado por la ira. Llevaba cinco años en la guerra y era capaz de reconocer el cambio de la marea; conocía las señales. La guerra civil rusa estaba prácticamente acabada.

Los blancos eran demasiado débiles y no había más que hacer. Los revolucionarios ganarían. A menos que se produjera una invasión aliada, nada podría volver las tornas… y eso no iba a suceder: Churchill ya tenía bastantes problemas con lo poco que estaba haciendo. Billy Williams y Ethel se estaban asegurando de que los ansiados refuerzos nunca llegaran a enviarse.

Murray le llevó una saca de correo.

—Me pidió usted ver las cartas que los hombres envían a casa, señor —dijo, con un deje de reprobación en la voz.

Fitz no hizo caso de los escrúpulos de Murray y abrió la saca. Buscó una carta del sargento Williams. Al menos podría castigar a alguien por la catástrofe.

Encontró lo que quería. La carta del sargento Williams iba dirigida a E. Williams, su apellido de soltera: sin duda, temía que al usar el de casada llamaría la atención sobre su carta traidora.

Fitz la leyó. La letra de Billy era grande y de trazo seguro. A primera vista, el texto parecía inocente, aunque algo extraño. Sin embargo, Fitz había trabajado en la Sala 40 y sabía de códigos. Se sentó a descifrar aquel.

—En otro orden de cosas, señor, ¿ha visto al intérprete americano, Peshkov, este último par de días? —preguntó Murray.

—No —dijo Fitz—. ¿Qué le ha pasado?

—Parece que lo hemos perdido, señor.

II

Trotski estaba cansadísimo, pero no abatido. Las arrugas de tensión que se veían en su rostro no apagaban el brillo de esperanza de sus ojos. Grigori, con admiración, pensaba que se sustentaba gracias a una creencia inamovible en lo que estaba haciendo. Sospechaba que todos ellos la tenían; también Lenin, y Stalin. Estaban convencidos de saber qué era lo correcto, fuera cual fuese el problema, desde la reforma agraria hasta las tácticas militares.

Grigori no era así. Con Trotski intentaba idear la mejor forma de combatir a los ejércitos blancos, pero nunca se sentía seguro de haber tomado la decisión correcta hasta conocer los resultados. Tal vez por eso Trotski era famoso en todo el mundo y Grigori no era más que otro comisario.

Igual que muchas otras veces, Grigori estaba sentado en el tren personal de Trotski con un mapa de Rusia sobre la mesa.

—Prácticamente no tenemos que preocuparnos por los contrarrevolucionarios del norte —dictaminó Trotski.

Grigori estaba de acuerdo.

—Según nuestros servicios secretos, allí hay motines entre los soldados y los marineros británicos.

—Y han perdido toda esperanza de conectar con Kolchak. Sus ejércitos están regresando a toda prisa a Siberia. Podríamos perseguirlos hasta el otro lado de los Urales… pero me parece que tenemos asuntos más importantes en otras zonas.

—¿En el oeste?

—Allí la situación pinta bastante mal. Los blancos están reforzados por nacionalistas reaccionarios en Letonia, Lituania y Estonia. Kolchak ha nombrado a Yudénich comandante en jefe y ha respaldado a la flotilla de la armada británica que tiene a nuestra flota inmovilizada en Kronstadt. Pero estoy aún más preocupado por el sur.

—El general Denikin.

—Cuenta con unos ciento cincuenta mil hombres, está apoyado por tropas francesas e italianas y recibe suministros de los británicos. Creemos que está planeando un ataque hacia Moscú.

—Si se me permite decirlo, creo que la clave para derrotarlo sería política, no militar.

Trotski parecía intrigado.

—Sigue.

—Allá adonde va, Denikin se gana enemigos. Sus cosacos roban por todas partes. Cada vez que toma una ciudad, hace una redada de judíos y los ajusticia. Si las minas de carbón no llegan a los objetivos de producción, mata a uno de cada diez mineros. Y, desde luego, ejecuta a todos los desertores de su ejército.

—Nosotros también —replicó Trotski—. Y matamos a los aldeanos que esconden a desertores.

—Y a los campesinos que se niegan a entregarnos su cereal. —Grigori había tenido que endurecer su corazón para aceptar esa brutal necesidad—. Pero conozco a los campesinos; mi padre lo era. Lo que más les importa es la tierra. Muchas de esas personas se hicieron con considerables extensiones de terreno en la revolución y quieren aferrarse a ellas… pase lo que pase.

—¿Y bien?

—Kolchak ha anunciado que la reforma de la tierra debería basarse en el principio de la propiedad privada.

—Lo cual significa que los campesinos tendrían que devolver los campos que le han arrebatado a la aristocracia.

—Y todo el mundo lo sabe. Me gustaría imprimir lo que proclama Kolchak y colgarlo en la puerta de todas las iglesias. No importa lo que hagan nuestros soldados, los campesinos nos preferirán a nosotros, y no a los blancos.

—Hazlo —dijo Trotski.

—Una cosa más. Anunciar una amnistía para los desertores. Durante siete días, cualquiera que regrese a filas eludirá el castigo.

—Otra maniobra política.

—No creo que exhorte a la deserción, porque solo será una semana; pero a lo mejor nos permite recuperar a algunos hombres… sobre todo cuando se den cuenta de que los blancos quieren quitarles la tierra.

—Inténtalo —lo animó Trotski.

Un ayudante entró y saludó.

—Un extraño informe, camarada Peshkov, que he pensado que le gustaría oír.

—Está bien.

—Es sobre uno de los prisioneros que hicimos en Buguruslán. Estaba con el ejército de Kolchak, pero llevaba uniforme estadounidense.

—Los blancos tienen soldados de todo el mundo. Los imperialistas capitalistas apoyan a la contrarrevolución, naturalmente.

—No es eso, señor.
—Entonces, ¿qué?
—Señor, dice que es su hermano.

III

El andén era largo y había una espesa niebla matutina, así que Grigori no veía el extremo final del tren. Seguramente se trataba de un error, pensó; una confusión de nombres o un fallo de traducción. Intentó prepararse para llevarse una decepción, pero no lo consiguió del todo: el corazón le latía más deprisa y parecía tener los nervios a flor de piel. Habían pasado casi cinco años desde la última vez que había visto a su hermano. A menudo había pensado que Lev debía de estar muerto. Esa podía ser aún la terrible realidad.

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