La caída de los gigantes (73 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Marcharon hasta un campamento donde pasaron la noche. A la mañana siguiente, subieron a un tren. Estar en el extranjero resultaba menos emocionante de lo que Billy había imaginado. Todo era distinto, pero solo un poco. Como en Gran Bretaña, en Francia, la mayor parte de terreno eran campos y aldeas, carreteras y vías de tren. Los campos estaban vallados en lugar de estar delimitados por setos, y las casas rurales parecían más grandes y mejor construidas, pero eso era todo. Fue un chasco para él. Al final del día llegaron a su alojamiento en un campamento enorme y nuevo con barracones levantados a toda prisa.

Billy había sido ascendido a cabo, así que estaba al mando de su sección; ocho hombres entre los que se incluían: Tommy, el joven Owen Bevin y George Barrow, el chico del correccional. Se les unió el misterioso Robin Mortimer, que era soldado raso pese a tener aspecto de haber cumplido ya la treintena. Cuando se sentaron para tomar algo de té con un poco de pan y mermelada en una gigantesca sala donde había al menos un millar de hombres, Billy dijo:

—Bueno, Robin, somos todos nuevos, pero tú pareces más experimentado. ¿Cuál es tu historia?

Mortimer respondió con un ligero acento galés culto, aunque usaba el lenguaje de la mina.

—No me jodas,
taffy
, eso no es asunto tuyo —respondió, y se retiró a otro lugar.

Billy se encogió de hombros.
Taffy
, que era la forma vulgar de llamar a los galeses, en realidad no era un insulto, y menos viniendo de boca de otro galés.

Cuatro secciones formaban un pelotón, y el sargento de su pelotón era Elijah Jones, de veinte años, hijo de John Jones el Tendero. Se le consideraba un veterano endurecido por la experiencia porque había pasado un año en el frente. Jones pertenecía a la Iglesia de Bethesda y Billy lo conocía desde que ambos iban a la escuela, donde lo habían apodado Jones el Profeta por su nombre, tomado del Antiguo Testamento.

El Profeta había escuchado por casualidad la conversación con Mortimer.

—Ya conversaré yo con él, Billy —dijo—. Es un tipo muy creído y estirado, pero no puede hablarle así a un cabo.

—¿Por qué está de tan mal humor?

—Antes era comandante. No tengo ni idea de qué hizo, pero lo juzgó un tribunal militar y lo degradaron, lo que significa que perdió su rango de oficial. Después, como estaba en condiciones de entrar en combate, lo llamaron a filas de inmediato como soldado raso. Es lo que hacen con los oficiales que no tienen una buena conducta.

Después del té se reunieron con el jefe del pelotón, el teniente segundo James Carlton-Smith, un chico de la misma edad que Billy. Estaba tenso y avergonzado, y parecía demasiado joven para estar al mando de nadie.

—Muchachos —dijo con un ahogado acento de clase alta—, me siento honrado de ser vuestro jefe y sé que seréis fieros como leones en la batalla que ha de llegar.

—Maldito verruga —susurró Mortimer.

Billy sabía que a los tenientes segundos los llamaban verrugas, pero solo otros oficiales.

Carlton-Smith presentó entonces al comandante de la Compañía B, el conde Fitzherbert.

—¡Maldita sea! —blasfemó Billy.

Se quedó boquiabierto mientras el hombre que más odiaba en el mundo se subía a una silla para dirigirse a la compañía. Fitz llevaba un uniforme caqui de confección impecable y portaba el bastón de mando de madera de fresno que a algunos oficiales les gustaba usar. Hablaba con el mismo acento que Carlton-Smith y, en su discurso, cayó en los mismos lugares comunes. Billy no daba crédito a su condenada mala suerte. ¿Qué estaba haciendo Fitz ahí?, ¿preñar a las criadas francesas? El hecho de que aquel gandul acabado fuera su comandante resultaba difícil de digerir.

Cuando los oficiales se fueron, el Profeta habló tranquilamente con Billy y Mortimer.

—El teniente segundo Carlton-Smith estaba en Eton hasta hace un año —les informó.

Eton era una escuela para ricos: Fitz también había estudiado allí.

—Entonces, ¿por qué es oficial? —inquirió Billy.

—En Eton era prefecto de estudios.

—¡Ah, bueno! —respondió Billy con tono sarcástico—. Entonces estamos en buenas manos.

—No sabe mucho de la guerra, pero tiene la buena costumbre de no ser muy mandón, así que lo hará bien siempre que no lo perdamos de vista. Si veis que va a meter la pata, avisadme. —Miró fijamente a Mortimer—. Ya sabes cómo funcionan estas cosas, ¿verdad?

Mortimer hizo un gesto hosco de asentimiento.

—Entonces cuento contigo.

Pasados unos minutos, las luces se apagaron. No había catres, solo jergones de paja a ras de suelo dispuestos en filas. Como estaba despierto, Billy pensó con admiración en lo que el Profeta había conseguido con Mortimer. Había tratado con un subordinado difícil y lo había convertido en su aliado. Así era como manejaba su padre a los alborotadores.

El Profeta había transmitido a Billy y a Mortimer el mismo mensaje. ¿Es que el Profeta también había identificado a Billy como un tipo rebelde? Recordó que Jones se encontraba en la congregación ese domingo en que Billy había leído la parábola de la mujer pillada cometiendo adulterio. «Vale, tiene razón —pensó—, soy un alborotador.»

Billy no tenía sueño y fuera todavía había luz, pero no tardó en quedarse dormido. Lo despertó un ruido terrorífico, como un trueno procedente de lo alto. Se incorporó enseguida. La mortecina luz del alba penetraba por las ventanas azotadas por la lluvia, pero no había ninguna tormenta.

Los demás hombres estaban igual de sobresaltados.

—¡Por Cristo bendito!, ¿qué ha sido eso? —preguntó Tommy.

Mortimer estaba encendiéndose un cigarrillo.

—Fuego de artillería —respondió—. Son nuestros cañones. Bienvenido a Francia,
taffy
.

Billy no escuchaba. Miraba a Owen Bevin, quien ocupaba el jergón que le quedaba justo enfrente. El muchacho estaba sentado con una punta de la sábana metida en la boca, llorando.

VIII

Maud soñó que Lloyd George le metía la mano por debajo de la falda, y ella le decía que estaba casada con un alemán; él informaba a la policía, que había ido a detenerla y estaba aporreando la ventana de su dormitorio.

Se sentó en la cama, confundida. Pasados unos segundos, se dio cuenta de que era imposible que la policía aporrease la ventana de un dormitorio que se encontraba en la segunda planta por más que quisieran detenerla. El sueño se esfumó, pero el ruido continuaba. También se oía el estruendo grave y lejano de un tren.

Encendió la lámpara de la mesilla de noche. El reloj de plata de estilo
art nouveau
que tenía sobre la repisa de la chimenea marcaba las cuatro de la madrugada. ¿Se había producido un terremoto? ¿Una explosión en una fábrica de municiones? ¿El choque de dos trenes? Retiró la colcha bordada a mano y se levantó.

Descorrió la pesada cortina a rayas verdes y azul marino y miró por la ventana a Mayfair Street. Con la luz del amanecer vio a una joven con un vestido rojo, seguramente era una prostituta de regreso a casa, hablando con impaciencia al conductor de un carro tirado por caballos que transportaba leche. No se veía a nadie más. La ventana de Maud seguía temblando a pesar de no haber razón aparente para ello. Ni siquiera soplaba el viento.

Se puso un batín de muaré sobre el camisón y se miró en el espejo de cuerpo entero. Tenía el pelo alborotado pero, salvo por eso, presentaba un aspecto bastante decente. Salió al pasillo.

Tía Herm estaba ahí plantada con la gorra de dormir junto a Sanderson, la sirvienta de Maud, cuya cara redonda estaba blanca como la cera por el miedo. Entonces apareció Grout en la escalera.

—Buenos días, lady Maud; buenos días, lady Hermia —dijo con formalidad imperturbable—. No hay por qué alarmarse. Son los cañones.

—¿Qué cañones? —preguntó Maud.

—Los de Francia, señora —respondió el mayordomo.

IX

La cortina de fuego británica prosiguió durante una semana.

Se suponía que debía durar cinco días, pero solo una de esas jornadas hizo buen tiempo, para consternación de Fitz. Aun siendo verano, todos los demás días el cielo estuvo encapotado y llovió. Esas condiciones dificultaban la precisión de tiro de los cañoneros. También implicaba que los aviones localizadores de blancos no podían hacer un seguimiento exhaustivo de los resultados y así ayudar a los cañoneros a afinar la puntería. Eso complicaba las cosas, sobre todo para el fuego de contrabatería —el destinado a la destrucción de la artillería alemana—, porque los alemanes seguían la inteligente táctica de desplazar sus cañones para que los proyectiles británicos impactaran sin tener efecto alguno en posiciones abandonadas.

Fitz se sentó en el húmedo refugio subterráneo que era el cuartel general del batallón; se dedicó a fumar cigarros con desgana e intentar no oír el incesante bombardeo. Como no contaban con fotografías aéreas, otros comandantes de la compañía y él habían organizado patrullas para acometer incursiones a las trincheras. Estas, al menos, les permitían una observación directa del enemigo. No obstante, era un asunto arriesgado, y las partidas de asalto que tardaban demasiado en realizar la inspección jamás regresaban. Por eso, los hombres tenían que analizar a toda prisa una reducida parte de la línea del frente y salir huyendo.

Para gran disgusto de Fitz, las patrullas volvían con informes contradictorios. Algunas trincheras alemanas estaban destruidas, otras permanecían intactas. Algunos tramos de las alambradas de espino habían sido cortados, pero ni mucho menos en su totalidad. Lo más preocupante era que algunas patrullas tuvieron que retroceder ante el fuego enemigo. Si los alemanes podían disparar, estaba claro que la artillería conseguiría su objetivo de barrer con las posiciones inglesas.

Fitz sabía que el número exacto de prisioneros alemanes hechos por el IV Ejército durante la cortina de fuego eran doce. Todos ellos habían sido interrogados, pero, para ira de los interrogadores, daban información contradictoria. Algunos decían que sus refugios subterráneos habían quedado destruidos, otros, que los alemanes estaban sanos y salvos bajo tierra mientras los ingleses malgastaban su munición en la superficie.

Los ingleses estaban tan poco seguros del resultado de sus bombardeos que Haig pospuso el ataque que se había programado para el 29 de junio. Pero el tiempo continuaba siendo malo.

—Tendremos que cancelarlo —anunció el capitán Evans a la hora del desayuno, la mañana del 30 de junio.

—No lo creo —comentó Fitz.

—No atacamos hasta no tener la confirmación de que las defensas del enemigo han quedado destruidas —dijo Evans—. Es un axioma de la guerra de asedio.

Fitz sabía que ese principio había sido acordado en el momento más inicial de planificación del conflicto, pero que, más adelante, se había descartado.

—Sea realista —le dijo a Evans—. Hemos estado preparando esta ofensiva durante seis meses. Esta es nuestra acción más importante de 1916. Hemos volcado todos nuestros esfuerzos en ella. ¿Cómo va a cancelarse? Haig tendrá que dimitir. Podría provocar incluso la caída del gobierno de Asquith.

Evans pareció enojado por ese comentario. Le subieron los colores y empezó a hablar en un tono de voz más agudo.

—Mejor que caiga el gobierno y no que nosotros enviemos a nuestros hombres contra las metralletas colocadas en las trincheras.

Fitz sacudió la cabeza.

—Tenga en cuenta los millones de toneladas de suministros que se han enviado en barco, las carreteras y vías férreas que hemos construido para traerlos hasta aquí, los cientos de miles de hombres entrenados y armados, y trasladados hasta este lugar desde Gran Bretaña. ¿Qué haremos… enviarlos a todos a casa?

Se produjo un largo silencio; entonces Evans dijo:

—Tiene razón, por supuesto, comandante. —Sus palabras eran cordiales, pero su tono era de rabia contenida—. No vamos a enviarlos de regreso a casa —lo dijo con los dientes apretados—. Los enterraremos aquí.

A mediodía, la lluvia dejó de caer y salió el sol. Poco después, llegó la confirmación: «Atacaremos mañana».

17

1 de julio de 1916

I

Walter von Ulrich estaba en el infierno.

El bombardeo británico duraba ya siete días y siete noches. Todos los hombres en las trincheras alemanas parecían haber envejecido diez años en una semana. Se acurrucaban en sus refugios subterráneos —cuevas abiertas por la mano del hombre en el terreno que quedaba justo por detrás de las trincheras—, pero el ruido continuaba siendo ensordecedor, y la tierra que tenían bajo los pies no dejaba de temblar. Y lo peor de todo era que sabían a ciencia cierta que un impacto directo del proyectil más potente de todos podía acabar incluso con el refugio más resistente.

En los momentos en los que se detenía la cortina de fuego salían a las trincheras y se preparaban para repeler la gran ofensiva que todo el mundo esperaba. En cuanto comprobaban que los ingleses no estaban avanzando, hacían un balance de los daños. Encontraban una trinchera hundida, la entrada de un refugio subterráneo enterrada bajo una montaña de tierra y, una aciaga tarde, una cantina reducida a escombros llena de vajilla rota y latas de mermelada y jabón líquido que se vaciaban a chorros. Con total desgana, retiraron con las palas la tierra, parchearon los revestimientos con nuevos tablones y encargaron nuevos suministros.

Pero dichos suministros no llegaban. Muy pocos alcanzaron la primera línea del frente. El bombardeo hacía que cualquier aproximación resultara peligrosa. Los hombres se morían de hambre y sed. Walter había bebido más agradecido que nunca y más de una vez el agua de lluvia acumulada en algún cráter abierto por un proyectil.

Los soldados no podían permanecer en los refugios subterráneos entre bombardeo y bombardeo. Tenían que estar en las trincheras, preparados para el ataque de los ingleses. Los centinelas se mantenían en vigilancia constante. Los demás se quedaban sentados dentro del refugio o cerca de las entradas al mismo, listos bien para salir corriendo, bien para bajar a toda prisa por la escalerilla hasta el refugio subterráneo cuando empezaran a disparar los grandes proyectiles, o incluso para correr hasta el parapeto y defender su posición si se producía el ataque. Las ametralladoras tenían que ser transportadas bajo tierra todo el tiempo, para luego volver a subirlas y situarlas nuevamente en sus emplazamientos habituales.

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