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Authors: Manda Scott

La Calavera de Cristal (28 page)

BOOK: La Calavera de Cristal
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* * *

La casa tenía ya una edad y exhibía vigas negras inclinadas y capas de encalado por todas partes, un jardín rústico en la entrada y un arco de rosas sobre la verja. Un caminito conducía a una puerta de entrada de madera de roble, custodiada a ambos lados por unos canastos colgantes de los que caían en cascada parras de un naranja reluciente.

En la pared de la izquierda de la puerta de roble una placa de latón rezaba:

INSTITUTO WALKER, OXFORD DIRECTORA: DRA. URSULA WALKER

Debajo de la placa había un letrero plastificado, impreso con láser:

¡BIENVENIDOS A LA CONEXIÓN DEL 2012¡

ROGAMOS DEJÉIS VUESTROS VEHÍCULOS Y VUESTROS PREJUICIOS

EN EL APARCAMIENTO DE ENFRENTE

El aparcamiento era el herbazal por el que habían pasado al entrar y estaba hasta los topes. Tenían delante hectáreas de pradera llenas de chiringuitos, tipis y carpas, rodeados por un gentío bullicioso y ensordecedor; no todos eran jóvenes, pero eso sí, todos lo aparentaban con sus camisetas desteñidas, piercings en la nariz y arrastrando perros whippets con correa mientras deambulaban de una tienda a un tenderete, de ahí a un pabellón de conciertos y de vuelta a otro tenderete. El aire estaba cargado de humo de marihuana y el retumbo era impresionante.

Stella se apoyó en la jamba de la puerta y contempló horrorizada el tumulto.

—Úrsula dijo que organizaba un encuentro, pero imaginaba algo un poco más académico.

—No sé si los hippies y los académicos casan bien. —Kit giró la silla para leer el letrero—. ¿Qué es la Conexión del 2012?

Stella le respondió con una mueca.

—No quieras saberlo.

En la jardinera de rosas que había a sus pies vieron una nota amarilla boca abajo. Stella se agachó para cogerla y leyó en voz alta la letra pulcra y bien escrita:

Stella y Kit: el festival acaba a las 13 horas. Daré el discurso de clausura en la tarima central a las 12.55 horas. Si llegáis antes, dad un paseo.

Echó un vistazo a la hora.

—Son las doce y media. ¿Vamos a ver si encontramos la tarima?

* * *

Como una preciosa red reluciente, el festival les tendió una trampa y ellos cayeron de cabeza.

Tras caminar diez metros por un sendero ancho con hierbajos, se detuvieron a comprar crema de helado de piña a una joven con rastas lilas que los convenció para que probaran el zumo de trigo germinado («Cuando te acostumbras, sabe mejor»). Diez metros más adelante, compraron un par de canastillas de fresas a un par de adolescentes entusiastas de sonrisa franca y camisetas escarlata a juego que les cobraron al menos el doble de lo que les habría costado si lo hubiesen comprado en el mercado de Cambridge.

Contrariamente a lo esperado, Kit estaba pletórico. A medida que avanzaban se iba recostando más en la silla de ruedas y saludaba con un brazo extendido a la multitud bonachona que los empujaba y los rodeaba.

—¿Cuánta gente hay aquí? ¿Mil personas, quizá? Si cuentas cuatro días de festival y dos canastillas de fresas por persona y día, calculo, y sin pasarme, que deben de embolsarse unos... —ladeó la cabeza para mirar a Stella— tres burros y dos vacas volando. No me estás escuchando.

—Te escucho, en serio. —Le dio una fresa para demostrárselo—. Decías que somos pobres y que no vamos a dejar de serlo porque no timamos a la gente vendiéndoles fruta, pero acabo de escuchar a esa mujer de allí, la de las mechas rubias que está frente al micrófono, que en la misma frase ha dicho dos veces «viento solar». ¿Cómo es que en este manicomio la gente habla de astronomía?

Ella le ayudó a girar la silla para que viera la pequeña plaza delimitada sobre la hierba, los dominios de la mujer de las mechas rubias.

—Ahora llega el movimiento de los polos magnéticos y los terremotos latentes. Esto no quiero perdérmelo.

—Pues yo sí. —Kit frenó la silla—. Me quedaría dormido a los diez segundos y el día no lo merece. He visto un tenderete de libros allá abajo, a mano derecha. —Indicó un camino que conducía a una lona pintada a mano con un libro abierto dibujado y páginas revoloteando en la brisa, colgada en la entrada de una carpa de rayas azules y blancas—. Podríamos dedicarnos cada cual a sus obsesiones y vernos dentro de veinte minutos, ¿te parece?

Casi habían recobrado el cómodo compañerismo de los días anteriores a lo sucedido en la cueva. Stella se agachó para darle un beso en la frente.

—Me parece muy bien.

Se quedó un rato viendo cómo maniobraba la silla por aquel hervidero humano en dirección a la relativa calma de la tienda de libros. Luego dio media vuelta y atravesó una pequeña lluvia de meteoritos en forma de niños que contemplaban a un chico tatuado que hacía malabares con nueve huevos crudos, y finalmente llegó a la zona donde estaba la mujer con mechas rubias; en su lona, a media altura, que entonces ya alcanzaba a ver, se leía: EL PORQUÉ DEL APOCALIPSIS. Solo consiguió escuchar los últimos cinco minutos de la charla y no se quedó durante las preguntas. A Kit no se le veía por ninguna parte, sumergido como estaba entre aquella marea de humanidad multicolor. Stella escogió la ruta más fácil para llegar hasta él, sorteando lentamente el vacío que había dejado el malabarista hasta un puesto donde vendían cinturones de cuero hechos a mano con hebillas acrílicas en forma de flores o arco iris; luego bajaría hasta la parada de libros.

Estaba toqueteando los cinturones, sin mirar nada concreto y aún intentando entender lo que acababa de escuchar, cuando por su izquierda le habló una voz profunda que delataba una formación clásica:

—Rosita Chancellor lleva toda la vida dándole a la sinhueso. Pero no pienses que todos creemos a pies juntillas lo que dice. Soy Úrsula Walker. Supongo que hablo con la doctora Cody.

Stella se volvió. La profesora Úrsula Walker era una mujer alta y delgada, con el pelo más oscuro de lo que aparecía en la foto de su página. Llevaba un traje de lino color crema que la destacaba al instante de las rastas y los piercings del festival. Su cara tenía el tono oscuro y curtido de un jardinero aplicado, no aquel bronceado de temporada del aficionado veraniego. Tenía unas manos finas y expresivas y, al retirarse la melena de la cara, resplandeció un único pendiente de oro en su oreja izquierda como único signo de solidaridad con los que la rodeaban. Sonrió a Stella como si hiciera años que se conocieran. Sus ojos eran grises, puro acero, y delataban una cordura absoluta.

—No sé si te importará mi opinión, pero aun así creo que ocurrirá algo muy, pero que muy importante a finales del año 2012 —dijo Úrsula de repente—. Las cosas que le estamos haciendo a este planeta no son sostenibles. Sin embargo, no doy demasiado crédito a la gente que lo atribuye todo a una explosión de viento solar que nos hará dar vueltas en la dirección equivocada y generará maremotos de proporciones inimaginables. No parece fundamentado en ningún fenómeno físico que conozcamos.

—El primer profesor que tuve lo llamaría pseudociencia. Nos enseñaron a salir pitando a la primera muestra de algo parecido.

—Muy listo —intervino una voz a sus espaldas—. ¿Lo ves? Ya te dije que sería una intelectual equilibrada.

Ambas se dieron la vuelta. En la penumbra colgaba una marquesina entre dos tenderetes y, debajo del toldo, en una hamaca, estaba echado un hombre delgado, de pelo cano, que leía un fajo de papeles. Tenía los mismos densos ojos grises que Úrsula Walker. Ese día debía de ser el más caluroso del verano, y a pesar de ello, llevaba una camisa y una corbata de la universidad. Úrsula suspiró.

—Stella, te presento a mi primo, Meredith Lawrence. Meri, esta es la doctora

Cody, y te agradecería que no la asustaras más de lo que ya debe de estar.

Haciendo gala de un equilibrio admirable, Meredith balanceó las piernas y bajó de la hamaca. Era un hombre alto que había aprendido a doblarse para disminuir su estatura. De un rincón sombrío del fondo sacó, en este orden, dos sillas plegables, una mesita baja blanca y un termo de té. Luego se sentó.

Sentado parecía más compacto, menos deliberadamente provocativo. Hizo una pequeña reverencia.

—Lo lamento. Tal vez deberíamos empezar de cero. Doctora Cody, si le ofrezco un té, ¿me acompañará mientras Úrsula se ocupa de las despedidas protocolarias necesarias para poder poner punto final a este dichoso desbarajuste?

Hacía gala de ese humor sereno, irónico, que Stella había apreciado en algunos de sus compañeros, pero al que se añadía una mente aguda, que había visto en menos ocasiones, y que tanto admiraba.

Ella llevaba aún en la mano un vaso de plástico blanco con zumo de trigo germinado. Se quedó mirándolo un momento, sopesando el ofrecimiento, y luego, con cuidado, lo dejó en el suelo, al lado de la tienda.

—Por un poco de té haría lo que fuera.

—Gracias, a los dos. —Úrsula dio un beso rápido a su primo y se marchó. Se quedaron solos sin nada que decir.

—¿Tú también fuiste a Bede con los demás? —preguntó Stella. El pelo de él engañaba, porque no era mayor que Úrsula; sencillamente se trataba de un hombre en su apogeo académico.

Levantó ligeramente las cejas, entre grises y negras, y negó con la cabeza.

—¿Quién podría haber competido con Tony y Úrsula, gente que desprendía una luz tan cegadora que todos los demás quedábamos en la sombra? No, me di cuenta de por dónde soplaba el viento. Yo soy un hombre de Oxford: fui a Magdalen, clásicas. Lo que significa que ya sabes todo cuanto necesitas saber de mí; la universidad define al joven, y la materia, al hombre. A los académicos de clásicas no se nos rifan en estos tiempos de globalización, pero me apaño para encontrar la forma de no dejar que cuerpo y alma me abandonen. ¿Leche o limón?

—Limón, gracias. —Era un día para probar nuevas experiencias.

En la hamaca había dejado un manuscrito. Cuando la brisa hizo volar las páginas, Stella se percató de que no todo era escritura, que también contenía una imagen en color que conocía al dedillo.

—¿Eso es la vidriera del Bede's College?

—La que da a las salas sobre el río, sí. —Meredith sonrió irónicamente—. Para purgar los pecados que he cometido en esta vida, me han nombrado examinador externo de otra tesis posdoctoral sobre esa imaginería. El aspirante cree que el complejo sello de la esquina superior derecha no representa la unión del sol y la luna en conjunción como suele suponerse, sino que serían unas reliquias pertenecientes a tradiciones templarías premasónicas que simbolizan dos globos terráqueos, uno anterior a la Caída de la Humanidad, y el otro, posterior. No son más que sandeces, pero en esta era de igualdad y experimentación estas cosas no pueden decirse a las claras.

—Yo siempre he creído que era una balanza en la que se pesaban el sol y la luna para demostrar cuál tenía más poder —aventuró Stella—. Pero, claro, yo no soy experta en clásicas. —No, solo eres astrónoma.

Meredith la miró fijamente unos instantes; luego extendió un brazo y sacó una hoja doblada de entre un montón. La aplanó encima de la mesa. La fotografía era muy buena, la habían tomado un día de mucho sol y lograba reproducir los colores más allá de la densidad del cristal, con una iridiscencia más sutil.

Como de costumbre, el dragón dominaba la imagen, desde la punta de la cola en la esquina inferior izquierda hasta su cabeza majestuosa arriba a la derecha. Con esa luz, el color no era ni dorado ni plateado, sino que resplandecía con la iridiscencia del mercurio. El caballero sin armadura alzaba en lo alto su espada, o su lanza, o su báculo (Stella nunca había sabido qué era exactamente) en un inútil ademán de defensa. El sol extendía la aurora por todo el horizonte de levante. En el punto más alto brillaba una media luna.

Stella señaló con el pulgar cada uno de esos elementos.

—El sol nace por el este, de espaldas al dragón. La luna está en el mediodía, aquí arriba, en Virgo. De hecho, es una luna creciente que alcanzará el cénit cuando amanezca, lo cual es imposible físicamente, pero siempre lo he visto como una licencia poética cuyo objetivo era demostrarnos que la tierra ocultaba la luna y la luz procedía del sol. Aquí arriba, en la esquina superior derecha, está el sello del que hablas, que a mí me parece igual que la balanza de la Estatua de la Libertad, salvo que el sol está puesto en el plato inclinado hacia abajo, el que pesa más, y la luna arriba, casi ingrávida. En términos relativos, claro.

Meredith Lawrence la observó tanto rato por encima de su taza de té que Stella pensó que no iba a volver a hablar.

—Si he dicho una sarta de tonterías, puedes decírmelo.

—Te lo diría si lo fueran. —Dejó la taza—. Podría darte una lista de todos los artículos eruditos que se han escrito sobre esa vidriera y las incontables interpretaciones distintas que ha generado cada uno de estos elementos, y ninguna está a la altura de la claridad, me atrevería a decir de la lucidez, de la tuya.

—He tenido ayuda —confesó Stella—. Aparece en este medallón.

Desde que había estado en la cueva, el pequeño disco de bronce había formado parte de ella; tan solo se lo quitaba para ducharse y para dormir, pero volvía a ponérselo al vestirse cada mañana; se había convertido en algo imprescindible, como el reloj, y en lo que casi nunca pensaba. Se lo sacó de debajo de la camiseta y lo colocó sobre la mesa, donde el sol penetraba en la mugre y el óxido del bronce.

Era ovalado, más que redondo, y más largo de izquierda a derecha que de arriba abajo. El dragón solo estaba silueteado; apenas se reconocía como la enorme fiera iridiscente de la vidriera. El hombre era una figura de palo que blandía su espada báculo.

En el anverso estaba grabado el signo de Libra con el sol y la luna que había visto la primera vez que se lo dio a Kit.

—Aquí el dibujo está menos abigarrado, se aprecia mejor. Y la balanza está representada por medio de Libra. Queda muy claro, ¿no crees?

—¿Me permites?

Tras darle permiso asintiendo con la cabeza, Meredith cogió la moneda y la mantuvo en alto bajo la luz sesgada que se filtraba por debajo de la marquesina. Un poco distante, comentó:

—Cedric Owen diseñó esa vidriera, ¿lo sabías? Hallaron los planos en el foso donde estaban los registros y los diamantes que convirtieron Bede en el college más rico de Cambridge. Se convirtió en el blasón de la universidad después de que llegaran los diamantes, porque antes tenían un jabalí rampante o algo referente a la casa Plantagenet, pero uno de los requisitos del legado de Owen fue que se adoptara el dragón como blasón y que se fabricara e instalara la vidriera «hasta el Final de los Tiempos». Lo que quizá ocurra dentro de cinco años y medio, según se ha dicho aquí este fin de semana.

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