La Calavera de Cristal (16 page)

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Authors: Manda Scott

BOOK: La Calavera de Cristal
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«Me acuerdo de los lirios».

Sus ojos eran lo único verdaderamente vivo. Stella nunca había podido descifrarlos completamente, pero siempre había visto en ellos un humor despejado, afilado, que la había atraído. Ahora eran escudos que le negaban el paso. Cruzaron sus miradas, pero no tenía ni idea de lo que pasaba por su cabeza o por su corazón.

—Sabes que tengo razón —dijo Kit en voz baja.

—No.

Desesperada, se agachó para coger la mochila que había dejado debajo de la mesa. Lo que había pensado distaba mucho de lo que iba a hacer.

Aflojó el cierre con una mano, extrajo la piedra blanca desconchada que en su día había sido la razón de vivir de Kit y la colocó sobre una mesa; un objeto feo y sin gracia que dejó un reguero de costras de caliza sobre el piso de madera.

No notó nada, ni el relámpago azul que había ardido en su mente, ni esa sensación de vulnerabilidad que tanto la había conmovido en los páramos de Gaping Ghyll. Llevaba tres semanas encerrada en su mochila sin que nadie la observara ni la escuchara. No había logrado reunir fuerzas para contemplarla, pero ahora que lo hacía tampoco se sentía mejor.

—No la tiré —le confesó.

—Ya lo veo.

Su rostro se tensó, aunque en esta ocasión quedó simétrico.

—A lo mejor debería sentarme. —Se sostuvo vacilante en sus maletas, soltó algún improperio y se acomodó con rigidez en su silla de ruedas.

Stella deseaba que él apreciara su ayuda. Sin embargo, él la toleró con torpeza, le dejó acercarlo a la silla e instalarlo como le habían enseñado en el hospital. Sin oponer resistencia permitió que colocara la piedra calavera en su regazo. Se quedó observándola mucho rato, atravesándola con la mirada y con la frialdad de su silencio.

Cuando Stella ya creía que la tensión iba a acabar con ellos, él levantó la cabeza y con un chirriar de ruedas se desplazó hasta la ventana desde donde podía contemplar el agua.

Entre ellos estaba la mesita de fresno. Era un regalo de boda que se habían hecho mutuamente, algo que habían comprado en otros tiempos, cuando eran otras personas. Ella se sentó en el borde.

—Si tanto la detestas, podemos arrojarla al río ahora mismo.

—¿Y con eso estaríamos a salvo?

—¿Es eso lo que te preocupa? ¿Nuestra seguridad? Me parece que es algo más grave.

Él torció el gesto.

—Alguien intentó matarme por esta cosa, Stell. ¿Quieres algo más grave?

—Pues entonces, tírala.

—Me habías dicho que ya te habías encargado tú.

Nunca antes habían discutido. Era una novedad esa crispación intensa, esa irritación, algo inesperado y terrorífico.

Se descubrió apretando los puños y se obligó a aflojarlos.

—Tony Bookless me pidió que lo hiciera —le contó—. Y lo intenté, pero no pude.

—Pero dejaste que creyera que lo habías hecho. Y yo, también.

—Muy bien, además soy una mentirosa. —Se apartó con un movimiento rápido—. Pensaba que te haría ilusión. La he conservado para darte una sorpresa cuando regresaras a casa. ¿Vas a abandonarme por esto? ¿Es esto lo que quieres decirme?

No conseguía sentarse. Recorría el ventanal de un extremo a otro, dándole a él la espalda mientras observaba a los estudiantes que jugaban al béisbol bajo el sol, en medio del patio, y pensando que ojalá pudiera regresar al pasado y cambiar las cosas. Cuando hubo recorrido tres veces la longitud de doce pasos, él volvió a hablar:

—Mentir no se te da tan bien. El no se creyó que te hubieras deshecho de ella. Piensa que estás obsesionada con la piedra. Parece ser que causa ese efecto en las personas y que por eso mismo mueren.

Fue el sonido de su voz lo que la dejó helada, no sus palabras; ese tono cavernoso que no le conocía. Se volvió para encararlo. Tenía los contornos de los ojos enrojecidos. También él se obligó a alzar la vista para mirarla de frente.

—¿Estás llorando?

—Intento no hacerlo.

—Dios mío, Kit...

Tuvo que levantarlo de la silla para poder abrazarlo. En ese largo instante sin palabras sintieron la conexión más fuerte que habían experimentado en las tres semanas que habían transcurrido desde el accidente.

Por debajo del jabón de limpieza de hospital desprendía el mismo olor de siempre. Le abrió la camisa y acercó la nariz hasta tocar la piel suave de debajo de su clavícula; quería hablar a su carne, a sus huesos, al corazón que latía en su interior.

—¿Cuándo te lo contó Tony?

—Anoche. Después de que te fueras regresó.

Con la mano le alborotaba el pelo, que Stella se había cortado especialmente para su regreso. Lo llevaba más corto que antes; en la parte superior, apenas llegaba a un dedo de largo. Lo enmarañó, y al besarle la coronilla sintió que la mitad de su boca le respondía correctamente.

—Le prometí que te convencería para que la destruyeras.

—Kit, es que...

—Lo cual fue una tontería. Debería haberlo hablado antes contigo, lo sé. Pero, Stell, no quiero que mueras. He perdido mucho por perseguir una quimera que yo mismo había construido, y no estoy dispuesto a perderte a ti también. No lo soportaría.

Apartó la cara de su pecho.

—¿Por qué ibas a perderme?

—Porque Cedric Owen no escribió los versos por el placer de la poesía; los dejó escritos como consejo, como advertencia. Cerró los ojos y recitó de memoria:

Encuéntrame y vivirás, pues yo soy tu esperanza en la hora final. Sostenme en brazos como sostendrías a tu hijo. Escúchame como escucharías a tu amante. Confía en mí como lo harías en tu dios, cualquiera que sea.

Volvió a abrir los ojos. Su mirada era opaca y verde parda.

—«Sostenme en brazos como sostendrías a tu hijo. Escúchame como escucharías a tu amante». ¿Es eso lo que estás haciendo? —repitió Kit.

Ella se limitó a callar, no hacía falta hablar. Él aún podía leer sus pensamientos, por mucho que ella ya no lograra hacer lo propio con los suyos. Le agarró las manos, la acercó y la abrazó hasta que todo cuanto ella pudo ver fueron sus ojos, severamente abiertos.

—Stell, todo aquel que ha tenido la piedra en sus manos y la ha conservado ha muerto. Yo mismo habría fallecido de no haber habido agua en la cueva. Tú corres más peligro; tú estás obsesionada con la piedra.

La aproximó un poco más hacia él y le pasó la yema de un dedo por la curvatura de la oreja; un gesto que le causó un escalofrío que le recorrió la columna y penetró hasta muy adentro.

Las últimas tres semanas, Stella habría dado cualquier cosa por sentirse de ese modo. En ese momento, sin embargo, le agarró la muñeca y la sostuvo.

—Kit, escúchame bien. No es la piedra la que mata a las personas. Son ellas las que matan para apropiarse de la piedra o para destruirla.

—¿Cuál de las dos cosas? —Su mano permanecía inmóvil entre las suyas.

—No lo sé, puede que ambas. Lo que pretendía el cazador de perlas de la cueva era destruir la piedra, no a ti. De eso estoy segura. —No sabía dónde fijar la vista, así que miró por la ventana y no vio otra cosa que un abanico de verdes—. Pero la policía no nos cree. Siguen creyendo que lo que te sucedió fue un accidente. La patrulla de rescate ha escrito en su informe que únicamente éramos dos excursionistas que se perdieron en una cueva.

Kit soltó una risa atropellada.

—O sea, que esa persona sigue suelta por ahí. Sabe perfectamente quiénes somos y en cambio nosotros no tenemos ni idea de quién es. Caramba, me parece que no me ha salido muy bien la jugada, ¿verdad?

—Tú no has tenido...

—Sí la he tenido. Todo ha sido por mi culpa. Mi sueño, mi insistencia, mi idea para un regalo de boda. Por favor, no empecemos a discutir por esto. Si quieres seguir adelante, te cedo toda responsabilidad a partir de este momento, pero hasta ahora ha sido toda mía. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Gracias.

Torpemente, giró a Stella para que ambos admiraran la vista desde la ventana y la estrechó contra su pecho.

Allá abajo, un estudiante con un sombrero de paja paseaba a un grupo de turistas por el río. Para presumir agarraba la pértiga con una mano y con la otra sostenía una copa de champán. Oyeron voces de estadounidenses que, al pasar por debajo, opinaron sobre su habitación con vistas al río.

Pasaron unos instantes en silencio; el tiempo suficiente para sentir el calor de las únicas palabras a las que Stella podía aferrarse. «He perdido mucho y no estoy dispuesto a perderte a ti también. No lo soportaría».

La pequeña embarcación siguió río abajo y las voces de los desconocidos fueron apagándose. Stella habló cuando aún se escuchaba su eco, con el estómago encogido.

—Si tú te quedas aquí y yo me marcho para descubrir qué esconde la calavera, no significa que no te quiera. Ni que me estés perdiendo. Lo entiendes, ¿verdad?

—Lo entiendo. ¿Y tú entiendes que si voy contigo no es porque sienta celos de una piedra? —En su voz asomó una chispa de ironía, pero también algo más que ella tuvo que esmerarse para advertir; él la besó en la cabeza—. Eres una mujer muy valiente. Te quiero, ¿te lo he dicho alguna vez?

—Desde que estuvimos en la cueva no.

Ella tenía apoyada la mejilla en su pecho. Notó cómo le latía el corazón contra su piel. Levantó la cabeza, que quedaba justo debajo de la suya. Lentamente, sin demasiada precisión, él se agachó para besarla.

* * *

Al poco, la falta de sueño hizo mella en Kit; pese a todo, tan solo había sido un beso. Se recostó en la silla de ruedas con una expresión infantil de paz en la cara. Stella cruzó las piernas para sentarse en el suelo de roble mientras observaba el río e intentaba vaciar su mente. La piedra calavera reposaba en la mesilla de fresno que los separaba. Era un pedazo de caliza vulgar y corriente que solo con mucha suerte asemejaba el cráneo descarnado de un hombre.

Aunque también podría haber sido simplemente una piedra que hubieran extraído del remolino calcáreo de una cueva subterránea.

Nadie había entrado aún en su mente. La tenue sensación de una presencia que la había abandonado en la entrada de la cavidad de Yorkshire ya solo era un recuerdo, e incluso ese recuerdo iba desvaneciéndose, por lo que podía tratarse únicamente del fruto de su imaginación potenciado por el miedo que había sentido en la cueva.

Acercó la piedra calavera a la intensa luz veraniega, al lugar donde se proyectaba con más nitidez su sombra. La brisa del mediodía le llevó el olor de las lentas aguas del río y, con él, el suave parpar de los ánades reales acompañado de un puñado de verdades que recitaba un joven guía turístico a un grupo de académicos.

—...los salones que ven ustedes colgando sobre el río Cam son un ejemplo paradigmático de la estricta arquitectura Tudor. En su día alojaron al doctor Cedric Owen, el más ilustre mecenas del college y autor de los registros Owen. Con el tiempo estos salones fueron la residencia provisional del dramaturgo y espía Christopher Marlowe, y cuentan los rumores que el rey Carlos I de Inglaterra se escondió aquí por espacio de ocho noches en los estertores de la revolución inglesa. Desde aquí iremos a pie hasta la pequeña piedra que encontrarán en la puerta exterior del Gran Patio, que marca el lugar donde falleció Owen el día de Navidad de

1588. Su cuerpo fue enterrado en una fosa para indigentes cerca de las de los apestados, pero antes de morir logró...

La voz se apagó en el alboroto de la tarde. Stella apoyó los codos en las rodillas, el mentón sobre sus dedos entrelazados, y clavó la mirada en los ojos de la calavera.

—Antes de morir, Cedric Owen te ocultó en un lugar donde el tiempo y las aguas de difícil acceso podrían haberte mantenido en secreto para siempre. Pero alguien tenía tantas ganas de que te encontráramos que usurpó los manuscritos de Owen para manipularlos con su propio código. «Aquello que buscas se esconde en la blancura de los rápidos». ¿Por qué hicieron algo semejante?

«¿Por qué?»

Kit ya se había hecho esa pregunta cuando analizó los registros y se percató de que habían sido escritos por dos manos distintas. Había sido la única vez, en el año

que hacía que se conocían, que le había visto inquieto, recorriendo pensativo el ventanal y atusándose el pelo con los dedos.

«¿Por qué? Todo cuanto conocemos de Cedric Owen nos indica que era un hombre digno, de honor. Todo lo demás lo planificó con mucho esmero: escondió el dinero y los libros; dejó una carta en manos de un abogado para que se abriera un siglo después de su muerte, con lo que evitaba que la Corona confiscara su patrimonio. Cuando los registros no corrieran peligro y pudiesen salir a la luz y ser trasladados a la universidad, dejó órdenes de que el público pudiera consultarlos siempre. «Consérvense contra todo mal y visítenlos cuantos así lo deseen, ora por fines personales, ora de erudición». Sabía perfectamente hasta qué punto contribuirían a aumentar el prestigio académico del college. Si ahora resulta que son falsos, tiene que haber una explicación».

Ese día, la lluvia caía acompañada de una neblina tupida que cubría el Cam. La habitación del río se mecía a los pies de esa bruma; había una luz gris verdosa y se oía el chapoteo hipnótico del agua entrechocando con más agua. Sin pensarlo siquiera, Stella le había dicho:

—El texto debe de esconder algo más. Tú eres el criptógrafo. Tienes todos los escritos en un disco. ¿Por qué no introducimos los números y vemos qué sale?

Él recorrió con un par de zancadas la habitación y le dio un beso en la frente;

recordaba la calidez seca de sus labios más que su comentario con acento irlandés:

«Eres un genio, ¿te lo había dicho alguna vez?».

Ella lo conocía desde hacía un año y había empezado a quererlo al cabo de seis meses, pero apenas conocía todavía al hombre que esa voz escondía, la mente que ocultaban esos ojos. Se había ofrecido a ayudarle a descifrar el códice más para estudiarlo a él que por la curiosidad que despertaba en ella aquel enigma.

Ella era astrónoma. De historia poco sabía, pero había presentado su tesis, estaba esperando que le comunicaran la fecha para defenderla y el tiempo le pesaba como una losa. En las semanas siguientes aprendió más sobre la historia de Inglaterra que en cualquier curso en el colegio. Hasta descubrió que le gustaba. Mientras Kit introducía los números en las columnas de las crónicas, Stella se había llevado los ejemplares impresos del texto original y había aprendido a leer aquel manuscrito circular tan complicado.

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