La Calavera de Cristal (2 page)

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Authors: Manda Scott

BOOK: La Calavera de Cristal
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—¿Cuatrocientos diecinueve...? —Stella se había levantado de un salto, demasiado enérgicamente para el bochorno que hacía.

Siempre la sorprendía; por ese motivo iba a casarse con él.

—¿Has encontrado la cueva de Cedric Owen? ¿La catedral de la tierra? ¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Porque quería asegurarme.

—¿Y ya lo estás?

—Estoy tan seguro como puede estarse antes de haberlo visto con mis propios ojos. Está todo en el código de los archivos: las espinas colgantes, la curvatura del arco, el descenso del río. Debe de tratarse de un lugar que Owen conocía como la palma de su mano, y el único sitio posible es Ingleborough Fell, en los páramos de Yorkshire. Él nació al pie de esa montaña. Ya no quedan espinos, pero he encontrado referencias a ellos en un antiguo diario y hay un río que desciende sobre Gaping Ghyll.

—¿Gaping Ghyll? Kit, es la cavidad más profunda de Inglaterra. El sistema de cuevas que nace en ese punto recorre varios kilómetros.

—En efecto. Y hay algunos tramos que aún no han sido explorados; seguramente una catedral de la tierra que nadie ha pisado desde que Cedric Owen compuso sus versos.

»¿Te gustaría verla? Será nuestro regalo. ¿Quieres que busquemos la cueva, la blancura de los rápidos, nos sumerjamos y encontremos la perla que allí está enterrada?

En aquel mismo instante, Stella había comprendido que el regalo no era solo para ella, sino para ambos. La piedra corazón azul de Cedric Owen era la obsesión de Kit, su proyecto, el grial que había perseguido desde el día que lo conoció, el gran tesoro de su universidad que habían buscado a lo largo de los siglos personajes de todo tipo, si bien sus esfuerzos nunca dieron fruto.

Aquellos hombres no habían sabido dónde buscar; no supieron leer entre líneas y entender las palabras, los giros, como había logrado hacerlo Kit. Ese era su principal logro, pero también su mayor secreto. Casándose con él, Stella pasaba a formar parte de este.

Sin embargo... Frunció el ceño y contempló por la ventana la biblioteca de arenisca y los enormes patios de césped que pertenecían al Bede's College, con sus quinientos años de historia y todas las leyendas que los acompañaban. Esas también las había aprendido.

—Creía que la calavera había acabado con la vida de todos los que en algún momento la habían tenido en sus manos.

Él se había reído de sus palabras y, con el cuerpo a medio vestir, la había abrazado.

—Tan solo aquellos que han sucumbido a los pecados de la lujuria y la avaricia. A nosotros no nos pasará.

En aquel momento estaban muy cerca, ojo con ojo, nariz con nariz, latido con latido, respirando al unísono. Ella lo sostenía apoyando en él las palmas de sus manos. Alzó la vista para mirarle a la cara y, sin mentir ni un ápice, le confesó:

—Te aseguro que por penetrar en una cueva inexplorada sucumbiría a la lujuria. No puedes ni imaginar qué regalo sería.

—Claro que lo imagino. Eres espeleóloga; para ti significaría lo que para mí encontrar la piedra corazón de Owen. Por eso podemos lograrlo, los dos juntos, con valentía. Y luego divulgaremos por todo el mundo lo que encontremos.

De los dos, ella era la espeleóloga; era su responsabilidad lograr que el sueño se cumpliera. Por eso no se había rendido al toparse con las rocas caídas que obstaculizaban el camino; por eso, cuando encontró una abertura que podía llevarlos al lugar donde se dirigían, había sido ella la primera en recorrer ese túnel larguísimo y claustrofóbico en el que había tenido que convertirse en serpiente, en anguila, en lombriz. Tras sortear recodos, deslizarse por voladizos y reptar, arrastrándose centímetro a centímetro a lo largo de cincuenta metros por una pendiente del diez por ciento, llegó finalmente a la cueva que los aguardaba a la salida.

La cuerda que sostenía se tensó y se destensó en sus manos cuando Kit dobló la última curva. Stella encendió la linterna frontal para que él se orientara.

Con un parpadeo, el haz de luz iluminó fragmentos de estalactitas y estalagmitas que semejaban dientes de tiburón. Sacó la cámara de la mochila y, girando en semicírculo, tomó fotos de arriba abajo y de abajo arriba.

Los destellos del flash salpicaban de color la calcita húmeda y dibujaban múltiples arcos iris que llenaban de diamantes relucientes cada resquicio, cada piedra de la bóveda.

Tomaba fotos por puro placer, para regodearse en la belleza del lugar. Cuando finalmente Kit salió del túnel y la alcanzó, Stella reparó en aquel estrépito; se volvió hacia poniente e iluminó la cascada del salto de agua.

—Dios santo...

—La catedral de la tierra. Qué chica tan lista. Y yo que creí que ya no teníamos nada que hacer cuando nos encontramos con el desprendimiento de rocas.

Ya no estaba sola. La voz de Kit le resultaba cálida al oído. Kit le rodeaba la cintura con el brazo, lo que le producía una alegría agridulce. Siempre costaba renunciar a la pureza de la soledad; no obstante, era el único hombre en el mundo que entendía su necesidad de estar sola en la oscuridad y que no tuviera miedo a esta.

Se apoyó en él, neopreno contra neopreno, y se inclinó para iluminarle el rostro. Embutido en su traje negro, se le veía mugriento y eufórico al mismo tiempo. Un hombre a punto de cumplir una promesa.

—Me parece que Cedric Owen nunca tomó esta ruta. ¿Cómo iba un médico de la época Tudor a arrastrarse con sus calzas y su jubón por ese túnel? —preguntó Stella.

—Ni él ni nadie que esté medianamente cuerdo, a no ser que su dama le muestre el camino. —Hizo una caballerosa reverencia y le sopló un beso—. Señora O'Connor, adoro todo su ser y sus circunstancias, pero me niego a besarla con el casco puesto.

Entre risas, Stella atrapó el beso en el aire.

—Querrás decir doctora Cody, hasta que me convierta en la catedrática Cody. No se te ocurra olvidarlo. —Llevaban casados poco más de cuarenta y ocho horas, y aquello era una broma entre ellos; en público jamás se le ocurriría privarla de su apellido de soltera ni de su título académico—. ¿Llevas bengalas? No estaría mal contemplarlo con más claridad.

—Llevo —contestó mientras hurgaba en su mochila—. Luego tendremos que averiguar por dónde entró Owen cuando eligió la ruta fácil. Espero que exista una salida más cómoda; no me apetece nada dar otro salto mortal con pirueta. Francamente, no le veo la gracia a bajar, subir e ir dando tumbos al mismo tiempo.

—Pero tampoco es imposible. Debes recordarlo. —Una vez se encontró con que el camino por el que había entrado en una cueva no permitía la salida; aún se acordaba en sueños, en las noches malas, cuando la vida le apretaba las tuercas—. Enciende la bengala y veamos qué nos queda por ver.

—Pide y te será concedido. —Kit apuntaló la bengala en una hendidura elevada, donde él alcanzaba pero ella no; quince centímetros de más eran una ventaja para algunas cosas y un inconveniente para otras—. Apártate.

La encendió tapándose la cara con la mano, tal como ella le había enseñado, y dio un paso atrás antes de que el magnesio se iluminara completamente.

¡Blanco!

Desde la pared de la caverna se propagó una incandescencia abrasadora. Bajo esa luz, las estalagmitas eran pura nieve virgen; el salto, una cascada de hielo vivo, y más allá de los agudos dientes de tiburón que formaban las estalactitas y estalagmitas, el techo de la cueva se hizo por fin visible: sobre sus cabezas apareció un arco de caliza grisácea.

—¿Qué altura tendrá? ¿Tú qué crees? —le preguntó Kit; su voz era apenas audible entre el torrente y el estruendo de la cascada.

—¿Unos cien metros? Quizá un poco más. Podríamos escalar una de las paredes y averiguarlo, si te apetece.

—¿Alguna vez has visto que me apetezca encaramarme por las paredes cuando no es estrictamente necesario? —Esbozó una tenue sonrisa—. Prefiero buscar la calavera.

Kit se apoyó en la pared, se quitó un guante con los dientes, hurgó en los bolsillos interiores de la mochila y sacó un valioso papelito doblado: la copia del código de Cedric Owen, el colofón de tres años de trabajo.

—«Aquello que buscas se esconde en la blancura de los rápidos». La cascada es blanca.

—Sí. El agua parece blanca porque acumula cal, que es otra forma de blancura. Léeme otra vez el párrafo que habla de la valentía.

En el fondo era un poeta, por mucho que hubiera enterrado la cabeza en códigos hexadecimales y lenguajes informáticos. Se volvió para que la bengala proyectara su sombra detrás de él y leyó el texto en voz alta:

Procede con valentía. Entra hasta donde permita la

penumbra. Atraviesa el arco de la noche y adéntrate en la

catedral de la tierra. Observa el alba y el ocaso, perfora el telón

hasta el pozo de agua viva y descubre, al fin, la perla que allí

está enterrada.

Kit bajó el papelito y dijo suavemente:

—Hemos llegado a la catedral de la tierra.

—Así es. Ahora debemos observar el alba y el ocaso. Pero no hemos llegado a donde estamos atravesando el arco de la noche; nos hemos arrastrado por un túnel que no existía antes de que media tonelada de rocas enterraran la ruta que tomó Cedric Owen. Tenemos que averiguar por dónde entró antes de saber cuál fue su siguiente paso.

Stella permaneció en el perímetro de la luz blanca de la bengala y lentamente fue dándose la vuelta. La linterna del casco trazó una línea horizontal en las paredes, seccionó estalactitas, se enganchó a afloramientos y se perdió en un inmenso agujero de oscuridad.

—Por allí.

Echó a andar en esa dirección, afianzando cada paso sobre la piedra mojada. El arco era más bien una hendidura de dentada asimetría; no podía alcanzar el techo con los brazos extendidos en vertical ni las paredes en horizontal. Siguió el amplio espacio con cautela, torciendo en un recodo y adentrándose en un pasaje más angosto.

—¿Stell? —Kit estaba aún en la entrada, achinando los ojos para ver.

Ella le respondió a voz en grito mientras ahuecaba las manos para evitar el eco:

—Es por aquí. El desprendimiento está más adelante. Debe de alargarse unos veinte metros. Nuestro túnel se inclinaba hacia arriba y, después de una vuelta, volvía a salir más adelante, más allá de la pared de la cueva.

Regresó sobre sus pasos, iluminando con la linterna las paredes de la galería. Descubrió algunos borrones dispersos de color que la luz apenas lograba alumbrar.

—Me parece que hay pinturas rupestres en esta pared —dijo, reconociendo el asombro en su voz—. Vamos a tener que contárselo a alguien.

Volvió a salir a la caverna, donde había suficiente luz para poder ver, y contempló aquellas paredes tan altas en busca de otros signos de vida antigua.

—Cielo santo, Kit... Retiro lo dicho. Sí hay algo mejor que encontrar una cueva que nadie haya pisado antes. —Le sonrió con torpeza; la sangre le hervía en las venas.

—¿Stell?

La bengala estaba a punto de apagarse. Hilillos de magnesio fundido caían siseando al suelo. En la luz amarillenta, Stella vio cómo Kit se quitaba la linterna frontal y se retiraba la capucha negra de neopreno. Su cabello resplandecía como el oro. Una franja de piel limpia marcaba el límite de la capucha. En su rostro asomaba una barba de medio día con restos de barro. Supo qué estaba a punto de hacer él, de modo que se arrancó los guantes, se tocó la cara con las manos y se alegró de que tampoco estuviera limpia.

Kit se inclinó, le apartó el casco y le retiró la capucha como había hecho con la suya. Una luz cobriza rebotó en su pelo e iluminó el agua. Lo tenía muy cerca; a él, su calor, su olor a sudor, miedo y emoción, y le quería.

Se besaron en la oscuridad, sin linternas ni bengalas; pero de repente, Stella sintió miedo por los dos. Desde esa altura la caída era aterradora.

Él se percató de su angustia y con voz ronca le preguntó:

—¿Estás lista para observar el alba y el ocaso?

Stella consultó la brújula que llevaba en la muñeca.

—Creo que significa que debemos ir hacia el este desde la entrada y luego hacia el oeste. En la parte norte de la cueva hay un río. ¿Puedes colocar la segunda bengala allá arriba para que alumbre al mismo tiempo la pared y el agua? —Llevaban tres bengalas. Stella rara vez había utilizado más de una en sus excursiones de espeleología.

Kit insertó la segunda bengala entre dos estalagmitas al lado del canal que el agua surcaba en la creta, tal como ella le había indicado. El magnesio chisporroteó y prendió, con lo que el lazo negro que formaba el río se tornó un hilo de plata en la nieve.

—No sabemos si es muy profundo —dijo Stella—, y es demasiado ancho para cruzarlo de un salto. Tendremos que encontrar un puente, una pasadera o algún lugar desde donde poder cruzar.

Kit ya se había adelantado para buscar. Había vuelto a ponerse la capucha y el casco. Los churretes de las mejillas le daban un aspecto más demacrado de lo habitual.

—¿Por qué queremos cruzar el río? —preguntó.

—Porque es la única opción para ir hacia el este antes de torcer hacia el oeste. Debe de haber algún cruce hacia el este que nos permita regresar hacia el oeste por la pared norte. La cascada es el telón y, en la base, hay una charca, que es lo más cercano a un pozo de agua viva que encontraremos. De todos modos, no iremos más allá del arco de la noche de esta cueva. Owen quiso ocultar su piedra corazón y dejarla a buen recaudo para la posteridad. Nunca deseó que fuera fácil encontrarla, pero tampoco imposible. Por lo tanto, habrá que cruzar el río, y no es algo que uno haga por casualidad o incluso porque quiera, a menos que no haya otro remedio.

—Pues entonces crucemos por aquí, si te parece bien —propuso Kit, inseguro—. ¿Por aquellas piedras pasaderas que parecen canicas?

* * *

El símil de las piedras pasaderas y las canicas era acertado, ya que si ponías un pie encima, empezaban a rodar sobre sí mismas. Después de un primer paso de prueba, Stella pidió a Kit que esperara mientras ella aseguraba otro anclaje y tendía dos cuerdas en los ángulos adecuados para asegurar el paso antes de volver a intentarlo. Se alegró de haberlo hecho cuando la tercera piedra rodó bajo sus pies y comprobó la fuerza de aquel oscuro torrente.

—Estás helada —dijo Kit cuando la alcanzó.

Stella podría haber intentado disimular, pero ya le había puesto una mano en el brazo y él había notado su estremecimiento. Ella se encogió de hombros y apretó los dientes para que dejaran de castañetear.

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