La Calavera de Cristal (40 page)

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Authors: Manda Scott

BOOK: La Calavera de Cristal
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—Davy. —Lo agarró del brazo. Él se dejó caer en una silla.

—Es de mi madre. No sabía que tuviera mi número.

—¿Es otra persona la que lo está usando?

—No lo parece. —Toqueteó la pantalla—. Lo mandó a las 22:27. Tú llamaste a los bomberos a las 22:23 y la sacaron a las 22:51. Debió de mandar el mensaje cuando aún estaba dentro. —Hablaba con voz acartonada, sin pensar, con los ojos clavados en su madre y en las lucecillas verdes de los monitores, que proyectaban sombras desagradables en la piel.

—¿Qué dice, Davy? —preguntó amablemente Kit.

—«Ahora es hora de abrir lo que estaba encerrado en el corazón del fuego. Te lo ruego». —Tenía lágrimas en los ojos pero no se había dado cuenta—. Tengo que volver a la casa.

—No puedes, aquello es un infierno. Cuando nos fuimos, el cielo era una nube naranja y el lugar estaba abarrotado de bomberos.

—Ya se han ido. Lo he oído por la onda corta cuando venía. —Ya tenía la chaqueta en la mano—. Tengo que ir.

—Entonces te acompañamos —decidió Stella.

En la casa de Úrsula Walker no había bomberos ni llamas ni cielos de color naranja; solo la oscuridad de la noche y la luz de una media luna, estrellas resplandecientes y el olor, casi omnipresente, a humo y cenizas. Stella aparcó el coche en el mismo lugar que la tarde de su primera visita. Entre ella y Davy ayudaron a Kit a salir. Bajaron juntos la pendiente; el aire era cada vez más espeso y cálido a medida que se acercaban a la casa.

El encalado blanco se veía gris bajo una capa de hollín y cenizas, pero la estructura estaba intacta. Se detuvieron en la entrada, ya que les bloqueaba el paso una cinta amarilla y negra. Donde antes se leían los carteles de la Conexión del 2012 había ahora una notificación: PELIGRO, NO ENTRAR.

—¿Tenemos que entrar? —preguntó Stella.

—Yo sí —respondió Davy—. Vosotros podéis quedaros fuera si queréis, será más seguro. —Ella nunca le había visto tan nervioso como en ese momento. Con la mirada perdida en la noche les preguntó—: ¿Creéis que nos siguen?

Kit estaba en medio de los dos para poder apoyarse en el hombro de él o de ella.

—He estado atento y creo que no —dijo—. Los bomberos encontraron a Úrsula en la cocina.

—En ese caso, será mejor ir por la puerta de atrás. —Davy se obligó a sonreír—. Solo faltaría que nos cayera la casa encima al entrar.

Se adentraron despacio por el camino que rodeaba la casa, tras sortear los escombros que había cerca de la verja del jardín. En medio de la oscuridad, Davy preguntó:

—Supongo que no llevaréis una linterna a mano, ¿verdad?

—Usa el móvil —aconsejó Stella; sacó el suyo y lo encendió.

Con las dos tenues luces de sus móviles, entre rosas chamuscadas y empapadas y sorteando tejas desprendidas de la techumbre, lograron rodear la casa. La puerta de atrás había desaparecido; el marco estaba combado y abrasado.

Davy Law tocó la madera destrozada con una mano.

—La persona que ha hecho esto sabía lo que hacía. —Se limpió el polvo de las manos en los vaqueros; su rostro estaba impasible y rígido como una piedra—. No respiréis hondo. Si os sentís mal, salid rápido.

Stella cruzó el umbral después de él. Iluminó los restos de la mesa de fresno con la poca luz de su móvil, y luego las sillas de madera curvada, las paredes y el suelo chamuscados y pustulosos, y la chimenea destrozada.

Kit los siguió a su ritmo, vigilando dónde ponía los pies entre los escombros. Se detuvo en un rincón iluminado por la luna.

—Davy, no tienes por qué pasar por esto. ¿Por qué no nos dices dónde está lo que buscas y esperas en el coche mientras nosotros lo encontramos?

—Rotundamente no. Has olvidado que he pasado los últimos cinco años en zonas en guerra.

—Pero no habían incendiado la casa en la que creciste.

—Aun así... Hay ciertas cosas que solo puedo hacerlas yo. —Se adentró un poco más y se detuvo al lado de la mesa; siguió hablando más lentamente-—. No pasé la mayor parte de mi vida aquí. Discutimos demasiado pronto para eso. —Se dio media vuelta en busca de algo; hablaba medio ausente—. ¿Podéis esperar un momento?

Y desapareció como un fantasma. Esperaron en la oscuridad con el crujido de la madera que se movía a su alrededor y hacía estallar cohetes por todas partes.

—¿Tienes miedo? —preguntó Kit.

—Estoy aterrada —contestó Stella—. ¿Te fías de Davy?

—Sí. ¿Y tú?

—Siempre me he fiado de él, desde el instante en que le conocí. —Un ruido en la entrada destrozada captó la atención de Stella—. Davy, ¿qué ha sido eso?

—Un mazo mecánico. Desde que se construyó el cobertizo del jardín siempre ha habido uno, lo que nos retrotrae a 1588, año más, año menos. Martha Walker, que se casó con Francis Walker, con quien fundó la dinastía, hizo fabricar el primero. Es mi tatara tatara... no sé qué más, y dejó una voluntad de lo más estrambótica en su testamento: El mazo no debería estar jamás lejos de la cocina. Cuando era adolescente se me ocurrió una posible explicación e intenté usarlo. A mi madre no le gustó demasiado. Ese mismo día me fui a vivir con mi primo Meredith.

—¿Meredith Lawrence? —preguntó Stella sorprendida—. Nos ha ayudado a descodificar los libros.

—No me sorprende. Toda la familia lleva la obsesión en las venas, ya lo habréis notado. —Davy dio la vuelta al enorme martillo que sostenían sus manos. A la luz de

sus móviles, la masa de metal de la cabeza reflejaba una tenue pátina azul—. Fue un buen hombre junto al que crecer, y con el tiempo, todos aprendimos a comunicarnos. Por el camino me quedé con medio apellido suyo. Creía que mamá nunca me lo había perdonado. A lo mejor me equivocaba. Jamás me ha pedido algo en su vida.

—¿Qué vas a hacer? —quiso saber Kit.

—Lo que me pidió que hiciera: abrir lo que ha estado encerrado en el corazón del fuego. Tiene mucho sentido, aunque hay que conocer la historia familiar para entenderlo; así que hizo bien en mandar un mensaje al móvil. Debía llegarme a mí el mensaje; nadie más iba a entenderlo. —Levantó la cabeza y sonrió con cierto encanto

—. ¿Podéis ocuparos de iluminar aquí con el móvil, en la base del lateral de la chimenea?

Mientras hablaba cogió impulso y golpeó con el mazo sin mucha fuerza pero con extrema precisión; apuntaba al sólido suelo de piedra donde se juntaba con la pared, en el corazón de la chimenea esquinera.

Tres veces rebotó el mazo sobre la piedra maciza. A la cuarta, el sonido fue distinto: piedra contra piedra. Davy dio la vuelta al mazo y utilizó el mango para resquebrajar la argamasa, luego lo giró una vez más y asestó golpes más suaves y precisos contra el boquete.

—Este —dijo entre golpe y golpe— es el... segundo secreto del fuego. Los registros de Cedric Owen los... encontraron en el horno para el pan un siglo después de su muerte, pero... esto no lo ha abierto nadie todavía... por la simple razón de que en la historia de mi familia se dejó dicho que no debía abrirse hasta la hora... final, una hora que mi madre... está convencida que ha... Mierda. ¿Podéis darme más luz?

—No —respondió Stella—. Los móviles se están quedando sin batería. Kit, apaga el tuyo. Más tarde nos harán falta. —Lo hizo y se quedaron a oscuras, con tan solo la luz de las estrellas. Ella siguió hablando—. Davy, ¿tenéis velas?

—Debajo del fregadero. A la izquierda, junto con las bayetas. En la repisa de arriba hay una caja de cerillas. Con suerte el fregadero las habrá protegido del incendio. Si no, vamos listos.

Stella se acercó a tientas hasta allí y encontró un paquete de seis velas deformes y las cerillas en buen estado.

—Ha habido suerte —les anunció. Cogió tres velas, las colocó formando un triángulo en el suelo y las encendió—. ¿Alguna vez has visto que alguien hiciera esto en Laponia?

—Creo que no. —Por primera vez, Davy Law hablaba en tono cauto.

La piedra calavera le causaba un hormigueo en las manos, más incluso que cuando la había mostrado a la luz del día. La sostuvo sobre las tres llamas y encontró el centro, donde la luz del fuego se convertía en la luz corazón azul, que brillaba despacio a través de los ojos de la calavera.

—¡Dios mío! —exclamó Davy Law con veneración.

Stella se esforzó por no iluminarlos a él o a Kit, sino solo el boquete del suelo que había abierto con el mazo.

—Vamos, termina —insistió Stella.

Davy siguió golpeando la piedra con agilidad.

—Ya está.

En esos momentos olía tanto a polvo de ladrillo como a humo. Todo su cuerpo temblaba. El agujero hecho en lo más profundo de la chimenea formaba un rectángulo. Con cuidado fue empujando las piedras de los bordes.

—Debería comportarme como un caballero y permitir que pasen las damas primero, pero en este caso concreto... Por favor, ¿puedes iluminar más hacia aquí?

Se escuchó el sonido de una piedra que caía sobre otra. Davy avanzó con paso inseguro y orientó la luz de su móvil hacia el agujero.

—¡Bien! ¿Qué digo bien? ¡Espectacular!

De la más profunda oscuridad, de entre la polvareda, las cenizas y las losas hechas añicos, sacó un pequeño cuaderno y un rollo de pergamino atado con un jirón de tela. Stella se ilusionó.

—Dime que esto es un mapa. —Dejó la piedra en el suelo. Las llamas amarillas de las velas dieron un color distinto a la noche.

—Eso creo. Eso espero. —Davy se arrodilló y empezó a retirar la ceniza y los escombros del suelo—. ¿Despejamos este espacio? Quizá convendría buscar entre lo que quede de la despensa. Debajo de la repisa de piedra había bolsas de plástico. Si queda alguna intacta, podríamos abrirla y desplegarla en el suelo. Me parece que esto —puso el pergamino en alto— ya era antiguo cuando Cedric Owen estaba vivo. Espero que sea un mapa o al menos una prueba de adonde tenemos que ir. Por otro lado, esto —cogió el cuaderno— ha estado escondido por un buen motivo y me muero de ganas de descubrir cuál es.

Stella encontró un paquete de bolsas de basura en un rincón que no había alcanzado el fuego. Barrió un trozo de suelo y las desplegó para conseguir una superficie limpia. Se dispuso a coger el fardo, pero Kit le hizo una advertencia:

—Tendrás que ponerte unos guantes. Si es tan antiguo como creemos, no debemos mancharlo con la grasa de los dedos.

—Pero...

—¡Los guantes de la cocina! —exclamó Davy—. También están debajo del fregadero.

Todos estaban temblando.

Los encontró, regresó y fue deshaciendo los nudos de la tela que mantenía atado el rollo de pergamino. Se soltó de repente con un chasquido de hilos viejos. Stella lo desplegó con manos temblorosas.

—Se va a romper.

Desde algún lugar de su izquierda, en la oscuridad, oyó que Davy decía:

—Stella, nos quedan menos de seis horas para que salga el sol. Si descubrimos adonde nos lleva, da igual que se rompa.

Y lo rompió, aunque solo un trozo. Con ambas partes extendidas, la una junto a la otra, compusieron la imagen completa: un croquis al carboncillo de un paisaje, teñido a trozos con manchas de pigmento antiguo y ajado. Las líneas estaban desdibujadas, apenas se veían lo justo para mostrar un paisaje, un círculo de piedra con un montículo verde en el interior y una entrada de piedra tallada. En el fondo se mecían unos árboles y en el cielo brillaba una media luna, con el sol representado por una curvatura en el firmamento. Stella entrecerró los ojos, se quedó mirando la imagen y luego a Davy Law, que estaba pálido como el papel; su cara parecía de plástico, como si se le hubiera escapado el sentimiento por las yemas de los dedos.

—¿Sabes dónde está? —preguntó ella.

A duras penas la escuchaba. Se le escapó un pequeño ruido de desesperación desde lo más hondo de la garganta. Kit fue quien respondió en voz baja.

—Es Weyland's Smithy, la Herrería de Weyland. Ha estado allí desde antes de que llegaran los romanos. Los sajones creían que si dejabas allá un caballo una noche con una moneda de plata, el dios herrero Weyland lo herraba antes de que amaneciera.

—Y es un túmulo —carraspeó Davy Law—. ¿Dónde si no ibas a llevar la piedra que representa la cabeza de tus antepasados?

—¿Está cerca?

—A diez minutos de aquí. —Le brillaban los ojos—. Llegaremos antes del amanecer, por eso no hay problema. Y aún tenemos tiempo de echarle un vistazo al libro.

Colocó el cuaderno al lado de los bordes rizados del pergamino. Al igual que en su día los registros de Cedric Owen, el cuaderno estaba religado en cuero rojo mate. A diferencia de ellos, sin embargo, llevaba las letras BT, NATIVIDAD, 1588 en la tapa en mayúsculas retorcidas. Davy lo abrió con la punta de un dedo, tocando tan solo la esquina. La letra, muy inclinada, llenaba la página y era casi tan impenetrable como los jeroglíficos mayas.

—Nunca encontraron el primer diario de Barnabas Tythe. Léenoslo, Stella. Tú eres la que mejor lee las letras isabelinas.

Y eso mismo hizo. Despacio, a la luz de las tres velas, arrodillada entre la ceniza y el humo de la finca hecha trizas de la madre de Davy, empezó por la primera entrada.

Veintiséis de diciembre del año de Nuestro Señor de mil quinientos ochenta y ocho, trigésimo del reinado de nuestra máxima soberana Nuestra Majestad la reina Isabel, monarca de Inglaterra, Francia e Irlanda.

Yo, Barnabas Tythe, me he convertido el día de hoy en rector del Bede's College de Cambridge, el cargo más preciado en nuestras tierras. Para mi más profunda vergüenza, el primer acto realizado bajo dicha responsabilidad ha sido una mentira.

Que Dios y mi college sepan perdonarme, pues he ordenado un funeral por un hombre aún con vida. Cedric Owen no ha muerto.

Capítulo 27

Aposentos en Trinity Street, Cambridge,

27 de diciembre de 1588

Escrito el vigésimo sexto día de diciembre del año de Nuestro Señor de mil quinientos ochenta y ocho. A sir Francis Walsingham, de parte de sir Barnabas Tythe, rector del Bede's College, Cambridge, saludos.

Lamento en el alma tener que comunicaros la muerte, no tan solo de vuestro leal servidor sir Robert Maplethorpe, sino también del traidor Cedric Owen.

En efecto, acudió a mis aposentos pidiendo auxilio como avisasteis. Con toda premura me dirigí al rector de mi college para solicitar su colaboración y apresar al traidor. El catedrático Maplethorpe vino en mi ayuda, en compañía de hombres armados, a fin de apresarle con vida, si bien fracasamos. Se defendió con insólita fiereza; era obvio que había recibido una completa instrucción. El hombre que acabó con su vida fue castigado por semejante descuido, aunque no por mi mano; cayó herido de muerte al tiempo que Owen derramaba su última sangre.

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