Read La cara del miedo Online

Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

La cara del miedo (24 page)

BOOK: La cara del miedo
8.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Un asomo de inquietud cruza el rostro de Griswold cuando mira hacia el camarero y le señala que están listos para pedir el plato principal.

Edgar dice:

—Las partes del universo se atraen hasta desaparecer para luego renacer. Es así. Los átomos chocan, todo el tiempo. ¿No es evidente para ti también que la relación entre los átomos apunta a un origen común?

—Por supuesto —dice Griswold, y parpadea y parpadea.

El camarero se acerca a la mesa.

—¿Desean un poco de vino?

Antes de que Edgar reaccione, Griswold pide vino para Poe y limonada para sí, y pechugas de pavo con patatas glaseadas.

—¿Sabes? —dice Edgar—, no existen lazos más fuertes que los que unen a dos hermanos.

Griswold pestañea.

—¿Hermanos?

—No es tanto el que se amen mutuamente, como el amor que comparten hacia una madre o un padre. Sus afectos van en la misma dirección. El universo consiste en pedazos de la cabeza desintegrada de un dios. ¿Lo entiendes? Infinitas individualizaciones de Él, que se atraen constantemente entre sí. El corazón de Dios (que ha creado todo) es el «nuestro», y cada persona es en sí misma su propio dios, su propio creador.

—¿Cómo? ¿Así es? —responde Griswold muy impresionado, parece, porque su mirada recorre todo el restaurante.

En ese momento aparece nuevamente el camarero y escancia vino y limonada en las copas.

—Salud —grita, casi, Griswold.

Edgar debe levantar su copa y probar el vino. El editor se inclina sobre la mesa y murmura algo en broma:

—¿Y qué sucede con el final?

—Al final nos convertimos en Dios.

Griswold tose y aleja de sí la copa.

—Eso es una blasfemia —responde—. Poe. Poe. ¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué tratas con tanto énfasis de despertar la ira de Dios?… ¿Por qué quieres lastimarlo?… ¿Qué es lo que quieres destruir, Poe?… ¿Por qué no aceptas el amor de Dios?… ¿No ves acaso que te ama?… ¿No has sentido nunca el amor de Dios?… ¿Crees que no te aceptará?… Poe, Él acepta a todos…, a todos los que reconocen que Él es quien es…

Edgar ríe.

—¡Lo he dicho todo el tiempo!
Eureka
será mal entendido. Y mal entendido. Y mal entendido.

—El Señor —continúa Griswold como si ya no oyese lo que Edgar dice— está en todas las cosas. Es el único. No puede dividirse. No puede ser destruido. Está sobre todo y en todo, y es tanto más que nosotros.

El vino sabe excelente.

—Por fortuna existe gente como tú —dice Edgar calmándolo—, gente que me comprende. Tú me conoces, aunque no compartas del todo mis ideas. Tú sabes que todo mi ser se rebela contra la idea de que existe algo superior a nosotros en el universo. No podemos confiar a alguien más la definición de la verdad.

Al principio parece que Griswold está a punto de llorar, luego dice:

—No sé… qué puedo… decir…

Griswold se pasa la mano una y otra vez sobre la cara.

—¿Está todo bien, Griswold?

—La verdad es que no lo sé. Estoy agotado.

El hombre se ha derrumbado. Edgar no lo ha notado antes, pero el cabello de Griswold ha encanecido y las arrugas surcan la piel en torno a sus ojos.

Edgar apoya una mano en el brazo del editor.

—¿Ha sucedido algo? —susurra.

Las pechugas de pavo frías llegan a la mesa al mismo tiempo que los guisantes y las patatas glaseadas. Mientras comen, Griswold cuenta su experiencia con su esposa anterior, una virgen judía de cuarenta y dos años, de Carolina del Sur. En la noche de bodas, la mujer resultó ser un hombre.

—O en todo caso —carraspea Griswold—, una persona de sexo indefinido.

Edgar no sabe qué decir ante eso. Trata de imaginarse a la «mujer», un cuerpo femenino con genitales masculinos, pero lo que logra imaginarse no se parece ni a un hombre ni a una mujer, más bien a un fantasma.

—A veces el amor es injusto —dice Griswold con amargura—. Nunca puedes tener lo que deseas, y de quien haría todo por ti, no quieres saber nada. El amor puede ser tan violento como para destruir todo lo que se encuentra a su alrededor. Entonces es miserable, una fuerza maligna.

Tras aquella revelación se quedan de nuevo sentados sin decir nada durante varios minutos. Edgar bebe su vino y llena la copa otra vez. Griswold no se mueve. Al final levanta la mirada y de nuevo puede verse algo cambiante y juvenil en su rostro.

—¿Te acuerdas de que te conté algo acerca del curioso albino que me visitó una noche para hablar sobre tus textos?

—¿El albino?

—No lo creerías, pero el otro día apareció de nuevo ante mi puerta, con unas galletas deliciosas y uno de tus trabajos,
Tamerlán
. Lo invité a entrar, nos comimos las galletas y me leyó algunos de tus poemas. Es un verdadero amante de la literatura.

—¿Poemas de mi juventud?

—Bicho raro. Pero bien leído. Astuto, el pequeño.

—Ya no me interesan ese tipo de personas.

—Pamplinas. Seguro que conoces a Reynolds.

—¿Reynolds?

—¿Por qué tienes tantos secretos, Poe?

Edgar no contesta. Prueba un poco del pavo. La carne sabe a algo que no puede definir, metal o amoniaco…

—Reynolds te dio todos sus apuntes. Me ha contado que trabajas sobre ellos para una novela.

—¿De qué hablas?

—Los textos que te ha entregado.

Cuando Edgar se pone de pie, vuelca la copa y el vino corre sobre el mantel.

—¡No escribo ninguna novela! —le grita a Griswold.

—Prometo no decirle nada a nadie —dice Griswold, y observa la mancha de vino sobre el mantel blanco.

El ruido de copas y cubiertos abruma a Edgar, y va en aumento. La silla cae al suelo detrás de él. Camina hacia atrás por entre las mesas.

—No te escucho. No oigo nada. ¡Cállate! ¿Perdón? ¿Disculpe? ¿Dónde está la salida?… ¿Sabe usted dónde queda?

Edgar sale de Delmonico’s.

Samuel

Quinta carta al maestro

La máscara

E
van Olsen no logra concentrarse ni mantener una conversación las palabras se escapan en la boca y solloza en lugar de hacerse entender. Su esposa se sienta al borde de la cama y lo acaricia en la frente con un paño. Por la noche él mira al techo no puede dormir el pánico en la mirada. La luz del invierno tropieza en la habitación él yace en la cama y mira al cielo raso el pánico es los ojos opacos las manos descoloridas no se mueven pero los labios se abren es como si quisiera decir algo pero no sabe qué. Todavía come un poco. Yo lo veo a través de la ventana baja me siento afuera de la verja quieto no me pueden ver. El reportero ya no es él mismo. Su esposa le prepara té y le acerca una bandeja con las galletas que a él le gustan tanto. Luego él se hunde de nuevo en la almohada y cierra los ojos la noche se extiende en pliegues sobre la cama.

Se debilita hay un agujero en él por el que escapan los pensamientos.

El silencio se ha instalado en los postes de la cama el reportero mira a la ventana pero no ve más que el contorno de un hombre pequeño parado fuera. Quiere moverse pero no puede está totalmente despierto pero no puede mover un solo músculo. El cuerpo yace como si estuviera clavado a las sábanas. Entonces descubre la figura al lado de la cama.

Estoy de pie al lado de él.

Me inclino sobre la cama. Quiere gritar despertar a su mujer pero no puede. Le acaricio la frente con la punta de mis dedos.

Susurro en su cara: «¿No crees tú también que la vida es una especie de robo?».

Entonces tomo la botellita marrón con gas nitrógeno y le quito el corcho y la sostengo frente a su nariz. El periodista aspira el gas de la botella las pupilas se agrandan ya aspiró suficiente ahora está anestesiado y no siente ningún dolor está quieto sobre la cama mientras yo hago lo mío.

Sostengo el escalpelo frente a sus ojos veo el terror en la mirada. La esposa se mueve un poco en la cama vecina pero no se despierta. El periodista no puede moverse no puede gritar tiene que yacer y verme trabajar.

Ahora viene lo más difícil maestro.

Voy a borrarle la cara de manera que ninguno reconocerá más al hombre que se llamó Evan Olsen.

Hago un corte con el escalpelo desde la base de los cabellos hasta el cuello. Entonces separo el tejido de la piel a ambos lados de la cara. Él no siente nada pero al rato se desvanece y yo continúo.

Separo la piel de la cara con cuidado.

Al final me quedo con Evan Olsen en mis manos.

Cuando su esposa despierte él estará ya muerto por la pérdida de sangre.

Ahora tengo que irme de este lugar ahora debo concentrarme en la gran tarea tengo que pensar en ti.

Poe

La cripta

Fordham

C
uando Edgar regresa a su casa, encuentra una carta bajo la puerta. La lee y se recuesta. Es imposible dormir. No sabe qué es lo que ha sucedido, qué es cierto. Tiene demasiadas imágenes en su cabeza.

La figura en la ventana. El hombre despierto en la cama. El té y las galletitas. El escalpelo. La esposa duerme. La piel se separa de la cara.

Edgar se revuelve de lado a lado bajo la manta, solloza, maldice. Dormita y se despierta y no sabe dónde está. Por Dios, las noches confusas son siempre las más largas, y nunca sabes cuándo van a terminar.

A la mañana siguiente está de pie en la terraza con una taza de café en las manos. Hace frío, el jardín está vencido por la nieve que inclina las ramas de los cerezos hacia el suelo. En zapatillas, bebe el café a sorbos. Negro como el carbón, dulce y fuerte. El frío no le preocupa, no lo puede sentir. Nieve, escarcha, granizo: nada de eso le importa. Dentro de él hay un calor inquieto, deforme, que lo protege del invierno (y de todo otro intento de destruirlo). Ha decidido ponerse del lado de Griswold. Justamente porque él es tan impredecible, lo más inteligente que puede hacer es estar de acuerdo con él. ¿Y Samuel? Entra en la casa, se prepara otra taza de café fuerte con mucho azúcar y regresa a la terraza. Tiene un poco de nieve en una de las zapatillas, pero la deja estar, no es importante. Cuando por fin se le aclara la cabeza, sabe que hay sólo una solución.

Después del encuentro con Griswold, se siente agotado: todo el vino dulce y tanta charla sobre Dios. Además recibió esa carta que no había pedido; no era para nada alentadora. También eso lo tiene extenuado, las cartas escalofriantes que lee sin leer, sin pensar. Las guarda rápidamente en el cajón del escritorio y no las saca nunca más. Pueden quedarse ahí y pudrirse, no piensa en ellas… A pesar de todo esto, de todo su agotamiento, viaja una mañana de enero a la ciudad y renquea como un anciano hasta la redacción del
Sun
. Ya conoce de antes a uno de los redactores, Ned Foster. Unos años antes escribió el renombrado «reportaje» sobre la travesía en globo sobre el Atlántico. El
Sun
publicó el caso como si se tratase de un hecho real, y entre ambos habían engañado a toda Nueva York. Una broma agradable, muy exitosa: uno de los mejores editoriales del periódico hasta ahora, para ser sincero… Lo que va a pedirle ahora a Ned Foster no es ninguna broma.

—¿Cómo andas, Poe? —pregunta Ned Foster con preocupación mientras le acerca una silla—. ¿Te apetece algo? ¿Un trago?

—Te lo agradezco, pero no debería beber.

—No, no. Comprendo. Se te ve mal.

—Lo sé. Lo bueno es que estuve mucho peor. De hecho, estoy recuperándome.

Foster lo mira de lado.

—¿En serio? Fantástico. ¿En qué puedo ayudarte?

—Como sabes, mi querida Sissy falleció.

—Lo escuché. Mis condolencias. Era una joya.

—Quizá sueno algo sensiblero…

—Un hombre que no lamenta el fallecimiento de su esposa no es una persona de verdad —dice Ned Foster algo inquieto.

—Es cierto. Por eso me dio tal… arrebato por lo que viví en Fordham esos últimos días que al final no quise quedarme sentado y decidí viajar a la ciudad para compartir mi entusiasmo con los periódicos.

—Espera un momento. ¿De qué me hablas?

Y entonces le cuenta a Ned Foster la historia de un notable suceso que aconteció en el cementerio.

Cuando Foster, algo inseguro, accede a publicar el artículo —no como un gran editorial, sino como una noticia menor en el periódico—, Edgar se siente seguro para dar su próximo paso.

La noticia se publica el primero de febrero.

Lo que le sucedió al señor Poe en el cementerio

El conocido escritor Edgar Poe relata al Sun su peculiar experiencia en el cementerio en donde desde hace poco tiempo atrás descansa su joven esposa. En una de sus visitas diarias al sepulcro de su amada, el escritor cayó en la cuenta de que alguien lo observaba desde detrás de una de las lápidas. Cuando se acercó al intruso, éste demostró ser un niño que montaba guardia sobre los ardientes intereses del autor. El muchachito —un huérfano— posee al parecer una notable inteligencia, y a pesar de contar solamente con nueve años de edad es capaz de realizar complejos razonamientos analíticos, y le agrada mantener discusiones filosóficas y científicas. Esto a pesar de que carece de educación y de que ha adquirido estos conocimientos solo, a través de los libros de un pariente. Un excitado señor Poe le relata al Sun que está considerando escribir una serie de artículos sobre el niño-genio. Continuará.

Tras dar muchas vueltas a la carta de Samuel, Edgar ha concluido que lo único que puede asegurar su regreso a Fordham es una descripción pública del «nuevo muchachito». Las cartas declaran un vivo interés por «el maestro». Samuel se va a sentir violentamente irritado cuando reciba las nuevas de que Edgar está ocupado por el momento con otras cosas muy diferentes que sus crímenes futuros, de eso está seguro. La envidia es la cura de este invierno, con ella acabará de una vez con su peor preocupación.

Dentro de unos días, Samuel estará en el cementerio.

El domingo, temprano por la mañana, está escondido en la cripta de la familia Bryant observando en dirección a la puerta del cementerio. Se siente la lluvia en el aire. Ha estado ya varias horas agazapado, mirando hacia la puerta. Le duele la espalda, pero aun así no se sienta, porque no quiere correr el riesgo de que Samuel entre en el cementerio sin que él lo perciba. Ha estado aquí tres días, pero no es impaciente…, para nada… Samuel puede tomarse todo el tiempo que precise.

«Vendrá. Tómatelo con calma, no hay nada de qué preocuparse, dentro de una o dos horas… llegará», se dice a sí mismo.

BOOK: La cara del miedo
8.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Wind and the Spray by Joyce Dingwell
The Christmas House by Barry KuKes
The Faith Instinct by Wade, Nicholas
The Machinery of Light by Williams, David J.
Villains by Necessity by Eve Forward
On the Surface (In the Zone) by Willoughby, Kate