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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

La carta esférica (10 page)

BOOK: La carta esférica
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En aquellas aguas, el corsario gozaba de una triple ventaja. Por una parte tenía más andar que el bergantín, al que las averías sufridas en la arboladura y en la jarcia limitaban la velocidad. También navegaba con el viento a favor, forzando el barlovento de su presa para interponerse entre ella y la costa. Pero lo más decisivo era que se trataba de un barco de guerra de porte superior al
Dei Gloria
, con una numerosa tripulación de combate y al menos doce cañones frente a los diez del bergantín, éstos de menor calibre y servidos por marineros mercantes. Aun así, la desigual caza se prolongó durante el resto del día y la noche. Según todos los indicios, al no poder ganar el resguardo de Águilas por cortarle esa derrota el
Chergui
, el capitán del
Dei Gloria
intentó alcanzar Mazarrón o Cartagena, buscando la protección de la artillería de sus fuertes, o la fortuna de un barco de guerra español que lo socorriese. Pero lo cierto es que al amanecer el bergantín había perdido un mastelero, tenía al corsario encima, y no le quedaba otra opción que arriar bandera o entablar combate.

El capitán Elezcano era un marino duro. En vez de rendirse, el
Dei Gloria
abrió fuego en cuanto el corsario se puso a tiro. El duelo artillero tuvo lugar pocas millas al sudoeste del cabo Tiñoso: fue breve y violento, casi penol a penol, y la tripulación del bergantín, pese a no ser gente de guerra, se batió muy resuelta. Algún disparo afortunado hizo que a bordo del
Chergui
se declarase un incendio; pero el
Dei Gloria
había perdido el palo trinquete, y el corsario buscó el abordaje. Sus cañones causaron grandes daños en el bergantín, que con muchos muertos y heridos hacía agua sin remedio. En ese momento, por uno de los azares que se dan en el mar, el incendio hizo que el
Chergui
, casi abarloado a su presa y con los hombres listos para saltar desde la borda, volara de proa a popa. La explosión mató a todos sus tripulantes y derribó el otro palo del bergantín, acelerando su hundimiento. Y aún humeantes sobre el mar los restos del corsario, el
Dei Gloria
se fue al fondo como una piedra.

—Como una piedra —repitió Tánger.

Había contado la historia de forma precisa, sin inflexiones ni adornos. Su tono, pensó Coy, era tan neutro como el de un informativo de la tele. No pasaba por alto el hecho de que ella hubiera seguido sin vacilar el hilo de la narración, relatando los detalles sin una sola duda, ni siquiera al mencionar fechas. Incluso la descripción de la persecución del
Dei Gloria
era técnicamente correcta. Así que estaba claro: por el motivo que fuese, tenía esa lección bien aprendida.

—No hubo supervivientes del corsario —prosiguió. En cuanto al
Dei Gloria
, el agua estaba fría y la costa lejos. Sólo un pilotín de quince años pudo nadar hasta un esquife echado al agua antes del combate… Quedó a la deriva, empujado al sudeste por el viento y las corrientes, y fue rescatado un día más tarde, cinco o seis millas al sur de Cartagena.

Tánger hizo una pausa para buscar una cajetilla de Players como la de Barcelona. Coy vio que deshacía minuciosamente el envoltorio y se ponía un cigarrillo en la boca. Le ofreció el tabaco y él negó con un gesto.

—Conducido a Cartagena —ella se inclinaba para encender su cigarrillo con una cajita de fósforos, protegiendo la llama en el hueco de las manos—, el superviviente contó lo ocurrido a las autoridades de marina. Pero no fue mucho más lo que pudo averiguarse: estaba afectado por el combate y el naufragio; y al día siguiente, cuando iba a ser interrogado de nuevo, el chico desapareció… De cualquier modo, había dado claves importantes para esclarecer lo sucedido. Precisó además el lugar del hundimiento, pues el capitán del
Dei Gloria
había ordenado situarse con las primeras luces, y el mismo muchacho fue encargado de anotar la posición en el libro de bitácora. Incluso llevaba en el bolsillo de la casaca, y pudo mostrarlo, el papel donde había tomado a lápiz los datos de latitud y longitud… También dijo que las cartas usadas a bordo, sobre las que el piloto del barco había efectuado los cálculos desde que estuvieron a la vista de la costa española, eran las de Urrutia.

Se detuvo de nuevo mientras expulsaba el humo, una mano aguantando el codo del otro brazo, erguido para sostener entre los dedos el cigarrillo. Lo hizo como si pretendiera dar tiempo a Coy para calcular el alcance de aquella última referencia, hecha en tono tan desapasionado como el resto. Y él se tocó la nariz, sin decir nada. Así que era eso, pensaba, lo que había detrás de aquella historia: un barco hundido y un mapa. Luego movió la cabeza y estuvo a punto de echarse a reír en voz alta, no por incredulidad —esos cuentos podían tener dentro tanta verdad como quimera, sin que la una excluyese la otra—, sino de puro y simple placer. La sensación era casi física: un mar, un misterio. Una mujer hermosa contándolo como si nada, y él allí sentado, escuchando. Lo de menos era que la historia del
Dei Gloria
fuera o no lo que ella creyese que era. Para Coy se trataba de otra cosa: un sentimiento que lo enternecía por dentro, igual que si de pronto aquella mujer extraña hubiese alzado un extremo del velo; un hueco por el que asomaba algo de la materia singular con que se tejen ciertos sueños. Eso tal vez tenía mucho que ver con ella y con sus intenciones, que desconocía; pero sobre todo tenía mucho que ver con él. Con lo que hace que ciertos hombres pongan un pie ante otro y recorran los caminos que llevan al mar, y allí deambulen por los puertos mientras sueñan con ponerse a salvo tras el horizonte. Por eso Coy sonrió sin decir nada, y vio que ella entornaba un poco más los ojos, como si la molestara el humo de su propio cigarrillo; pero supo que lo que la desconcertaba era justamente aquella sonrisa. Él no era un intelectual, ni un seductor, y carecía de las palabras adecuadas. También era consciente de su físico tosco, sus manos rudas y sus maneras. Pero se habría levantado en ese momento, yendo hasta ella para tocarle el rostro, para besarle los ojos, la boca, las manos, de no suponer que el gesto sería pésimamente interpretado. Para tumbarla sobre la alfombra, acercar los labios a su oído y darle las gracias en voz baja por haberlo hecho sonreír como cuando era pequeño. Por ser una mujer hermosa y fascinarlo de aquel modo. Por recordarle que siempre existía un barco hundido, una isla, un refugio, una aventura, un lugar en alguna parte al otro lado del mar, en la línea difusa que mezcla los sueños con el horizonte.

—Esta mañana —dijo ella— comentaste que conocías bien esa costa… ¿Es cierto?

Lo miraba interrogante, inmóvil, todavía una mano sosteniendo un codo y el cigarrillo entre dos dedos, en alto. Quisiera saber, pensó él, cómo se recorta ese pelo para que le quede tan asimétrico y tan perfecto a la vez. Quisiera saber cómo diablos lo hace.

—¿Es ésa la primera de las tres preguntas?

—Sí.

Alzó un poco los hombros.

—Claro que es cierto. Cuando era niño me bañaba en sus calas, y después navegué ese litoral cientos de veces, barajándolo muy de cerca y también mar adentro.

—¿Sabrías determinar una posición con cartas antiguas?

Práctica. Ésa era la palabra. Aquélla era una mujer práctica: sota, caballo y rey. Cualquiera diría, consideró divertido, que estaba a punto de ofrecerle un empleo.

—Si te refieres al Urrutia, cada posible imprecisión de un minuto en latitud o en longitud supone el error de una milla… —alzó una mano moviéndola ante sí, como si tomara referencias en una carta imaginaria—. En el mar siempre es algo muy relativo, pero puedo intentarlo.

Se quedó meditando sobre eso. Las cosas empezaban a situarse, al menos algunas de ellas.
Zas
volvió a darle un lametón cuando alargó la mano hacia el vaso que tenía sobre la mesita.

—A fin de cuentas —bebió un sorbo— es mi profesión.

Ella había cruzado las piernas y balanceaba uno de sus pies descalzos, cubiertos por las medias negras. Inclinaba un poco la cabeza a un lado, mirándolo; y a tales alturas Coy sabía que ese gesto indicaba reflexión, o cálculo.

—¿Trabajarías para nosotros? —seguía observándolo intensamente entre el humo del cigarrillo—. Quiero decir pagándote, por supuesto.

Él llevaba cuatro segundos con la boca abierta.

—¿Te refieres al museo y a ti?

—Eso es.

Dejó el vaso, cerró la boca, contempló los ojos leales de
Zas
y luego paseó la vista por la habitación. Abajo, en la calle, al otro lado de una gasolinera Repsol y de la estación de Atocha, se distinguía, iluminado a trechos, el complejo trazado de numerosas vías de tren.

—Pareces indeciso —murmuró ella, antes de sonreír despectiva—… Lástima.

Se inclinaba para dejar caer la ceniza en un cenicero, y el movimiento le tensó el suéter, moldeándole la figura. Dios del cielo, pensó Coy. Casi duele mirarla. Me pregunto si también tendrá pecas en las tetas.

—No es eso —dijo—. Lo que estoy es atónito —torció la boca—. No creo que ese capitán de fragata, tu jefe…

—Es asunto mío —lo interrumpió ella—. Puedo elegir colaboradores.

—No creo que la Armada ande falta de eso. Gente competente que no encalla sus barcos.

Lo observó largamente, y él se dijo: hasta aquí has llegado, compañero. Ponte en pie y abróchate la chaqueta, porque la dama va a largarte de patitas a la calle. Cosa que te mereces, por gracioso y por bocazas. Por subnormal y por imbécil.

—Escucha, Coy —era la primera vez que pronunciaba su nombre mirándolo a los ojos, y él comprobó que le gustaba oírlo de ese modo en aquella boca—. Yo tengo un problema. He investigado, controlo la teoría, poseo los datos… Pero carezco de lo necesario para resolverlo. El mar es algo que conozco por los libros, el cine, la playa… Por mi trabajo. Sin embargo existen páginas, ideas, que pueden ser tan intensas como haber vivido un temporal en alta mar o hallarse con Nelson en Abukir o Trafalgar… Por eso necesito a alguien más conmigo… Alguien que me sirva de apoyo práctico. De enlace con la realidad.

—Eso puedo entenderlo muy bien. Pero te sería fácil pedir a la Armada todo lo necesario.

—Y es lo que he hecho: pedirte a ti. Eres civil y estás solo —lo estudiaba, valorativa, entre las espirales de humo del cigarrillo—. Para mí tienes muchas ventajas. Si te contrato, te controlo… Estoy al mando. ¿Comprendes?

—Comprendo.

—Con militares eso resultaría imposible.

Coy asintió. Aquello era obvio. Ella no tenía galones en la bocamanga, sino la regla cada veintiocho días. Porque seguro que, además, era de ésas. Ni un día más ni un día menos. Sólo había que verla: una rubia de piñón fijo. Para ella, dos y dos siempre sumaban cuatro.

—Aun así —dijo—, imagino que deberás rendirles cuentas.

—Claro. Pero mientras tanto dispongo de autonomía, de un plazo de tres meses y de algún dinero para gastar… No es mucho, pero es suficiente.

Coy volvió a echar un vistazo por la ventana. Abajo, a lo lejos, las luces de un tren se acercaban a la estación como una larga serpiente de ventanitas iluminadas. Pensaba en el capitán de fragata, en Tánger mirándolo como ahora lo miraba a él; convenciéndolo, con aquella panoplia de silencios y miradas que tan bien manejaba, para que intercediese ante el almirante de turno. Un proyecto interesante, don Fulano. Joven competente. Hija, por cierto, del coronel Mengano. Guapa chica, dicho sea de paso. Una de los nuestros. Se preguntó a cuántas licenciadas en Historia, funcionarias de un museo por oposición, les daban carta blanca para buscar un barco perdido así, por las buenas.

—Por qué no —dijo al fin.

Se había recostado en el asiento y acariciaba de nuevo a
Zas
detrás de las orejas. Sonreía, divertido por la situación. A fin de cuentas, tres meses junto a ella suponían una ganancia fabulosa a cambio del sextante Weems & Plath.

—Después de todo —añadió, como si reflexionara—, no tengo nada mejor que hacer.

Tánger no parecía ni satisfecha ni decepcionada. Sólo había inclinado un poco la cabeza, igual que otras veces, y las puntas del cabello volvían a rozarle la cara. Sus ojos no perdían detalle de Coy.

—Gracias.

Lo dijo por fin, casi en voz baja, cuando él empezaba a preguntarse por qué ella estaba callada.

—De nada —Coy se tocaba la nariz—. Y ahora es mi turno… Me prometiste una pregunta con su respuesta… ¿Qué es lo que buscáis exactamente?

—Ya lo sabes. Buscamos el
Dei Gloria
.

—Eso es obvio. Mi pregunta es por qué. Me refiero a lo que buscas tú.

—¿Museo Naval aparte?

—Museo Naval aparte.

La luz de la lámpara incidía oblicuamente en su perfil moteado, intensificando el efecto de las volutas de humo del cigarrillo a punto de consumirse. El juego de claridad y sombras daba a su cabello tonos de oro mate.

—Ese barco me obsesiona hace tiempo. Y ahora creo saber dónde está.

De modo que era eso. Coy estuvo a punto de darse una palmada en la frente como reproche a su estupidez. Miró la fotografía en el marco: Tánger adolescente, cabello claro y pecas y una camiseta holgada sobre unos muslos morenos y desnudos, recostada en el pecho de un hombre de mediana edad, camisa blanca, cabello corto y tez bronceada. Unos cincuenta años los de él, calculó. Y tal vez catorce, ella. Había al fondo un paisaje con playa y mar; y también se advertía un evidente parecido entre la muchacha de la fotografía y aquel hombre: la forma de la frente, el mentón voluntarioso. Tánger le sonreía a la cámara, y la expresión de sus ojos en la foto era mucho más luminosa y limpia de la que él le conocía ahora. Se la veía expectante, como a punto de descubrir algo, un paquete o un regalo o una sorpresa. Coy hizo memoria. LSM: Ley de la Sonrisa Menguante. Quizás a la vida se le sonríe de ese modo a los catorce, y luego el tiempo va helándote la boca.

—Cuidado. Ya no hay tesoros hundidos.

—Te equivocas —lo miraba con severidad—. A veces los hay.

Para convencerlo, habló durante un rato de los cazadores de tesoros. Esos tipos existían de verdad, con sus planos antiguos y sus secretos, e iban y venían buscando cosas ocultas en el fondo del mar. Podía vérseles en el Archivo de Indias de Sevilla inclinados sobre viejos legajos, o dejándose caer con aire casual por los museos y los puertos, intentando sonsacar a la gente sin dar pistas ni levantar sospechas. Ella misma había conocido a varios, que iban por el número 5 del paseo del Prado procurando disimular sus intenciones, a la caza de tal o cual indicio; solicitando mirar algo en los archivos o consultar antiguas cartas marinas, sembrando una cortina de datos falsos para camuflar sus verdaderos objetivos. Uno de ellos, italiano y muy agradable, había llegado al extremo de hacerse novio de una compañera suya para acceder a documentos reservados. Se trataba de gente singular, interesante, aventurera a su modo, soñadora o ambiciosa. En su mayor parte parecían estudiosas ratas de biblioteca, gorditos con gafas y tipos así; nada que ver con los individuos musculosos, bronceados, llenos de tatuajes, que mostraban las películas y los reportajes de la tele. Nueve de cada diez perseguían sueños imposibles, y sólo uno de cada mil lograba su empeño.

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