La carta esférica (22 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: La carta esférica
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—Claro que ha estado aquí. Ja, ja. A tirarme de la lengua, como vosotros.

El sudoeste había refrescado un par de nudos, calculó Coy. Lo justo para levantar salpicaduras de espuma en la escollera que discurría al pie de la antigua muralla sur de la ciudad. Gamboa contaba su historia despacio, recreándose en la suerte. Era obvio que disfrutaba de la compañía y no tenía prisa. Fumaba y caminaba entre sus dos acompañantes, demorándose de vez en cuando para echar un vistazo al mar, a las casas del barrio de la Viña, a los pescadores que, inmóviles junto a sus cañas sujetas entre las piedras, contemplaban el Atlántico.

—Vino a verme hace cosa de un mes… Llegó como vienen ellos, todo muy ambiguo, con muchas cortinas de humo. Preguntando por el barco tal y el documento cual: cosas diversas que impiden hacerse idea exacta de lo que realmente buscan —a veces Gamboa le sonreía a Tánger, y sus incisivos separados acentuaban el gesto—. Trajo una lista de la compra muy extensa; y en ella, en octavo o noveno lugar, camuflado entre otras cosas, estaba el
Dei Gloria
… Yo sabía que tú andabas tras esto, pues habíamos hablado varias veces por teléfono. Y era evidente que Palermo resollaba tras una pista fresca.

Se quedó callado, mirando el pez que se debatía al extremo de un sedal. Una mojarra. El pescador, un tipo flaco de grandes patillas y camiseta blanca de tirantes, la desprendió delicadamente del anzuelo para echarla en un cubo, donde quedó agitándose con débiles coletazos entre otros reflejos de plata.

—Así que en cuanto Palermo mencionó el
Dei Gloria
, até cabos —Gamboa echó a andar de nuevo—… Luego dejé que me invitara a comer en El Faro, lo escuché atentamente, asentí con la cabeza, dije cuatro vaguedades, le di datos sobre lo que consideré menos importante de su lista, y me lo quité de encima.

—¿Qué le dijiste del
Dei Gloria
? —preguntó Tánger.

El viento le pegaba la tela ligera de la falda a los muslos y hacía aletear el cuello de su blusa entreabierta. Estaba muy favorecida, pero no jugaba al personaje de chica atractiva, apreció Coy. Ni desvalida. Se la veía serena, competente. Franca de tú a tú con Gamboa: para qué vamos a engañarnos entre nosotros, colega, de compañera a compañero. Somos funcionarios en un mundo hostil, etcétera, qué puedo contar que tú no sepas. La vida es dura y cada quien navega como puede. Por supuesto que te tendré informado. Y te la debo.

Era lista, decidió. Era muy lista, o tal vez intuitiva hasta lo enfermizo, con un riguroso sentido de los mecanismos que rigen a los hombres. Recordó al capitán de fragata del Museo Naval de Madrid, su expresión al hablar con ella en el pasillo, frente al despacho. Sin duda una de los nuestros, almirante. Y saltaba a la vista que también con el director del observatorio las cosas funcionaban del mismo modo. Una de los nuestros.

Ahora Gamboa volvía a sonreír, como si la pregunta que ella había formulado estuviera de más.

—Le conté lo justo —dijo—. O sea, nada. Si me creyó, eso ya no lo sé… De cualquier modo, fue muy prudente al respecto —se volvió un poco hacia Coy, como si esperase confirmación a sus palabras—. Supongo que conoce a Nino Palermo.

—Lo conoce bien —dijo ella.

Demasiado rápida en puntualizar, se dijo mentalmente Coy. Observaba a Tánger y ella era consciente de que lo hacía, porque desvió con excesiva atención los ojos al mar. Tal vez yo conozca a Palermo, se repitió él, aunque no demasiado bien; pero tú lo has dicho algo pronto, preciosa. Lo has dicho tal vez un segundo antes de lo debido. Y eso no está bien. No en una chica lista como tú. Lástima que a estas alturas aún cometas ese tipo de errores. O que me tomes por gilipollas.

—No tanto —le respondió Coy a Gamboa—. En realidad no conozco a ese fulano tanto como quisiera.

—Pues debe de ser usted el único en este oficio.

—Él no es de este oficio —dijo Tánger.

El director del observatorio se los quedó mirando. De nuevo parecía reflexionar sobre la relación que se daba entre ellos dos. Por fin se dirigió a Coy:

—Gibraltareño de padre maltés y madre inglesa, o sea, tradición pirata total. Conozco a Palermo desde hace mucho, cuando yo trabajaba en ordenar los archivos del museo de Cádiz… Uno de los intentos de rescatar el
Santísima Trinidad
, tal vez el más serio, lo hizo él. El
Trinidad
fue en su tiempo el buque de guerra más grande del mundo, un navío de cuatro puentes y ciento cuarenta cañones, y se hundió cuando la batalla de Trafalgar, mientras los ingleses intentaban remolcarlo a Gibraltar —señaló un punto impreciso del mar, hacia el sudeste—… Está ahí mismo, a poca distancia de Punta Camarinal. Se quería hacer como los suecos con el
Wasa
o los ingleses con el
Mary Rose
; pero el intento, como la mayor parte de estas cosas, tropezó con la falta de entusiasmo de la Administración española, que es…

—Como el perro del hortelano —apuntó Tánger.

—Exacto. Ni come ni deja comer.

Gamboa tiró el cigarrillo consumido entre la espuma que batía las rocas de la escollera, y siguió contando. Palermo era todo un personaje en aquella zona; con ese toque mafioso, Coy entendería de qué hablaba, tan mediterráneo: Marruecos estaba cerca, a pocas millas, y desde Gibraltar y Tarifa podía verse en los días claros. Aquélla era la frontera de Europa. Palermo había fundado Deadman’s Chest hacía seis u ocho años, y era conocido por su falta de escrúpulos. Tenía intereses en Ceuta, Marbella y Sotogrande, y trabajaba con gente peligrosa de ambos lados del Estrecho, asesorado por un bufete de especialistas en contrabando y sociedades fantasmas que le sacaban las castañas del fuego cuando llegaba demasiado lejos.

—No se ha podido probar; pero se le atribuye, entre otros desmanes, el saqueo clandestino de los restos del
Nuestra Señora de Cillas
, un galeón de Veracruz que naufragó en 1675 en la broa de Sanlúcar con un cargamento de lingotes de plata —Gamboa torció el gesto—. No era una gran fortuna; pero, al sacarla, sus buceadores destrozaron el barco, dejándolo inútil para cualquier rescate arqueológico serio… De esas canalladas le suponemos varias.

—¿Es eficaz? —quiso saber Coy.

—¿Palermo?… Eficacísimo —Gamboa miró a Tánger como si esperase que confirmara sus palabras, pero ella permaneció en silencio—… Tal vez el mejor de los que vemos moverse por aquí. Ha trabajado en naufragios de todo el mundo, e hizo dinero combinando esa actividad con el reflotamiento y desguace de buques hundidos… Hace tiempo quiso asociarse a uno de los intentos de la gente de Fisher, con quien estuvo de buzo en el rescate del
Atocha
. Pretendían hacer una campaña en la desembocadura del Guadalquivir, donde calcularon ochenta naufragios de barcos que iban a descargar a Sevilla con más oro dentro, ja, ja, que el Banco de España. Pero esto no es Florida: faltó la autorización oficial… También hubo otros problemas. Palermo es de los que defienden la doctrina clásica de los cazadores de tesoros: ya que el trabajo lo hacen ellos y el Estado sólo pone los permisos, ocho décimas partes del beneficio deben ser para el rescatador. Pero en Madrid dijeron que ni hablar, y tampoco hubo suerte con la Junta de Andalucía.

Gamboa disfrutaba con la conversación. Era locuaz y era su terreno, e ilustró largamente a Coy sobre el papel de Cádiz en la historia de los naufragios. Del año 1500 a 1820, entre dos y tres centenares de barcos conteniendo el diez por ciento del total de metales preciosos traídos de América se habían hundido allí. El problema eran las aguas turbias, la arena y el fango que los cubrían, y la desconfianza del Estado español. Incluso la Armada, añadió con una mueca, tenía buen número de pecios perfectamente localizados. Pero algunos viejos almirantes consideraban los naufragios tumbas que no debían ser violadas.

—¿Cómo fue la entrevista con Palermo? —preguntó Coy.

—Cordial y cauta por ambas partes —el director del observatorio estudió un instante a Tánger antes de dirigirse de nuevo a él—… ¿De veras lo conoce?

Coy, que caminaba con las manos en los bolsillos, encogió los hombros.

—Ella exageró un poco. En realidad se trató de un contacto superficial.

Gamboa lo miraba con atención, interesado.

—Un contacto, ¿eh?

—Sí.

—¿Y cómo de superficial?

—Pues eso —Coy encogió los hombros otra vez—. Limitado a la superficie.

—Le dio un cabezazo en la nariz —dijo Tánger.

Sonreía a medias, entre el cabello dorado que la brisa del mar le alborotaba en torno a la cara. Gamboa se había detenido para observarlos alternativamente, de hito en hito.

—¿En la nariz?… Vaya, no me diga —ahora se dirigía a Coy con renovado respeto—. Tiene que contarme eso, camarada. Me muero de ganas.

Coy se lo contó en pocas palabras, sin adornos. Perro, hotel, nariz, comisaría. Cuando hubo terminado, Gamboa lo estudiaba reflexivo, divertido, rascándose la barba.

—Caramba. Y sin embargo, incluso para quien no conozca su historial, Palermo es un hombre peligroso… Y además está esa mirada que lo desconcierta a uno, porque no sabes de qué ojo ocuparte —se quedó observando otra vez a Coy, como si evaluara su capacidad de golpear las narices de la gente—… Así que un contacto superficial, ¿verdad?… Ja, ja. Superficial.

Todavía rió un poco más, mientras Coy estudiaba a Tánger y ella le sostenía la mirada, aún con la sonrisa en la boca.

—Celebro que alguien le haya dado una lección a ese cabrón arrogante —dijo al fin Gamboa, cuando echaron a andar otra vez—. Ya os he contado que se dejó caer por aquí como hacen ellos. Humo y pistas falsas: cayos de Florida, Zahara de los Atunes, Sancti Petri, bajos del Chapitel y del Diamante… Incluso la ría de Vigo y sus famosos galeones…

Habían dejado el mar a la espalda y se adentraban por las viejas calles cercanas a la catedral, junto a la torre de ladrillo y los muros de la iglesia de Santa Cruz. La plaza bajaba en cuesta, con un Cristo en una hornacina, y faroles, geranios y persianas en los balcones de casas muy antiguas, cuyo encalado, como el de casi toda la ciudad, se desconchaba por el viento y la humedad del mar próximo. Allí casi todo eran sombras, y la luz poniente se retiraba sobre los tejados. El suelo de aquella plaza, contó Gamboa en honor de Coy, estaba empedrado con piedras americanas: el lastre de los buques que hacían la ruta de las Indias.

—Como dije —prosiguió—, y volviendo a Nino Palermo, yo andaba prevenido… Así que lo dejé merodear sin darle pistas que merecieran la pena.

—Te lo agradezco —dijo ella.

—No fue sólo por ti. Ese marrajo ya me hizo una faena hace tiempo, cuando fue tras el rastro de las cuatrocientas barras de oro y plata, aunque otros hablan de medio millón de piezas de a ocho, del
San Francisco Javier
… Pero en esos casos, en vez de montar un escándalo que no beneficia a nadie, lo mejor es no darse por aludido y guardarla. Ja, ja. Arrieros somos.

Anduvieron entre los coches aparcados que estorbaban el paso, cruzándose con algunos tipos de mala catadura. La zona bullía de tascas modestas llenas de pescadores en paro, buscavidas y mendigos. Un joven con zapatillas de deporte y aspecto de correr muy rápido los 100 metros lisos fue siguiéndolos un trecho, pendiente del bolso de Tánger, hasta que Coy se volvió, plantándose en mitad de la calle con cara de malas pulgas, y el muchacho decidió cambiar de aires. Prudente, Tánger mudó el bolso de sitio. Ahora lo sostenía contra el costado.

—¿Qué es lo que Palermo te pidió exactamente?

Gamboa se detuvo a encender el cigarrillo que ella y Coy acababan de rechazar. El humo escapó entre la cazoleta de sus dedos.

—Lo mismo que tú. Buscaba planos —guardó el mechero, volviéndose hacia Coy—. En cualquier trabajo sobre naufragios, los planos son importantísimos. Con ellos puede estudiarse la estructura del barco, calcular medidas y todo lo demás… Bajo el agua no resulta fácil orientarse, porque lo que encuentras, a diferencia de lo que pasa en las películas, suele ser un montón de maderas podridas, a menudo cubiertas por la arena. Saber dónde está la proa, o la longitud del combés, o dónde se hallaba la bodega, ya es un progreso notable. Con los planos y una cinta métrica, uno puede buscarse razonablemente la vida allá abajo —miró a Tánger con intención—… Por supuesto, según lo que espere encontrar.

—No se trata de buscar allá abajo, en principio —dijo ella—. Esto es sólo una investigación. La fase operativa vendrá después, si es que viene.

Gamboa dejó escapar un hilo de humo entre sus incisivos amarillos.

—Claro. Ja, ja. La fase operativa —los ojos se le entornaban, maliciosos—… ¿Cuál era la carga del
Dei Gloria
?

Tánger también rió con suavidad, poniéndole una mano sobre el brazo.

—Algodón, tabaco y azúcar de La Habana. Lo sabes de sobra.

—Ya —Gamboa se rascaba la barba—. De cualquier modo, si alguien localiza el barco y pasa… ¿Cómo dijiste?… A la fase operativa, todo depende también de lo que se busque. Si son documentos o material perecedero, no hay nada que hacer.

—Por supuesto dijo ella, tan imperturbable como si jugaran al póker.

—El papel se moja, y pluf. Arrivederci.

—Claro.

Gamboa volvió a rascarse antes de darle otra chupada al cigarrillo.

—Así que algodón, tabaco y azúcar de La Habana, ¿verdad?…

El tono era guasón. Ella alzó ambas manos, como una chica inocente:

—Eso dice el manifiesto de embarque. No es una maravilla, pero permite hacerse una idea bastante aproximada.

—Tuviste suerte al encontrarlo.

—Mucha. Vino a España con los papeles de la evacuación de Cuba en 1898; no a Cádiz, donde se habría perdido con el incendio, sino a El Ferrol. De ahí pasó a Viso del Marqués, donde pude consultarlo en la sección de Navegación Mercantil.

—Tuviste mucha suerte —repitió Gamboa.

—Fui a ver si encontraba algo, y de pronto apareció delante de mis ojos. Barco, fecha, puerto, carga, pasajeros… Todo.

Gamboa la analizó intensamente.

—O casi todo —dijo, zumbón.

—¿Qué le hace pensar que hay algo más? —preguntó Coy.

El otro sonreía plácidamente. Movió la cabeza.

—Yo no pienso, camarada. Me limito a observar a esta joven señora… Y a constatar el interés de Nino Palermo en el mismo asunto. Y también a darme cuenta, porque llevo años en esto y no nací ayer, de que ese viaje La Habana—Valencia sin escala en Cádiz, por mucho manifiesto habanero que haya en Viso del Marqués limpio de polvo y paja, huele a operación encubierta… Y si consideramos la fecha, y de postre el armador que lo fletaba, la conclusión es obvia: el
Dei Gloria
tenía gato encerrado. Lo que ese corsario hundió era cualquier cosa menos un barco inocente.

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