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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Intriga

La carta esférica (49 page)

BOOK: La carta esférica
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—Por la tortuga —dijo Tánger.

Alzó su vaso, tocando el de Coy, y vació lo que quedaba de un trago, con el hielo enfriándole los labios que luego posó largamente en los suyos. La habían avistado camino de Cartagena, por la tarde, una milla al sur de la isla de las Palomas: un chapoteo en el agua, a lo lejos. Tánger preguntó qué era aquello, y Coy echó un vistazo con los prismáticos: una tortuga marina debatiéndose atrapada en una red de pesca. Habían puesto proa hacia ella, observando los esfuerzos del animal por liberarse; la malla envolvía el caparazón y las aletas ensangrentadas, estrangulando la cabeza que se esforzaba por alzarse fuera del agua, al borde de la asfixia. Era raro encontrar tortugas en esas aguas, y su misma situación indicaba bien por qué. La red era una de aquellas interminables, caladas por todas partes en el Mediterráneo: cientos y cientos de metros sostenidos por bidones de plástico a modo de flotadores, laberintos mortales donde caía todo animal vivo. La tortuga no podría liberarse nunca; las fuerzas le fallaban y se crispaban, agónicos, los párpados arrugados sobre sus ojos saltones. Aunque saliera de la red, su agotamiento y las heridas la sentenciaban a muerte. Pero a Coy le dio igual. Antes de que nadie dijese una palabra, se había arrojado al mar con el cuchillo del Piloto en la mano, ciego de ira, y cortaba con feroces tajos la red en torno al animal. Acuchillaba la malla con furia, como si tuviese enfrente a un enemigo al que odiara con toda su alma; aspiraba aire y se zambullía para cortar más abajo entre el agua que la sangre volvía rosada, y al emerger veía muy cerca un ojo desorbitado del animal, mirándolo con fijeza. Cortó cuanto pudo, rugiendo de ira al sacar la cabeza para respirar antes de sumergirse de nuevo y destrozar el máximo posible de red. E incluso cuando la tortuga quedó por fin libre y derivó despacio, agitando débilmente las aletas, siguió cortando mallas hasta que el brazo dejó de responderle y no pudo más. Entonces nadó hacia el
Carpanta
, tras echar un último vistazo a la tortuga, cuyo ojo agonizante seguía mirándolo mientras se alejaba. No tendría muchas oportunidades, exhausta y con aquella sangre que tarde o temprano atraería a alguna tintorera voraz. Pero al menos sería un final en mar abierto, acorde con su mundo y su especie; no una muerte miserable, estrangulada entre una madeja de cuerdas trenzadas por la mano del hombre.

En La Obrera pidieron más ginebra, más coñac y más cerveza, y Tánger seguía recostando la cabeza en el hombro de Coy. Musitaba en voz baja una canción y de vez en cuando se interrumpía, alzaba el rostro, y él buscaba sus labios fríos de hielo y perfumados de ginebra para entibiarlos con los suyos. Nadie mencionaba el
Dei Gloria
, y todo resultaba canónico; lo exigido por las circunstancias y por los personajes que ellos, excepto tal vez el Piloto —o quizá también éste sin ser consciente—, interpretaban en aquella versión actualizada del viejo asunto. Habían vivido esa escena cien veces antes, y era tranquilizador perder la partida en tiempos en que los hombres estaban educados para ver esfumarse cierta clase de éxitos. En la barra, ante el tabernero que Coy recordaba allí de toda la vida con su delantal y su colilla en la boca, borrachines de nariz roja, clientes habituales de brazos flacos y tatuados vaciaban vasos de vino y copas de coñac volviéndose de vez en cuando hacia su mesa para sonreírles, cómplices. Eran antiguos conocidos del Piloto; y de vez en cuando el tabernero servía una ronda a cuenta de los tres de la mesa. A tu salud, Piloto, y la compañía. A la tuya, Ginés. A la tuya, Gramola. A la tuya, Jaqueta. Todo era perfecto y Coy sentía paz, y se recreaba en su propio personaje, y sólo faltaba, lamentó, el piano; con Lauren Bacall mirando de soslayo mientras cantaba con esa voz ronca, algo velada, que en versión original subtitulada a veces se parecía a la de Tánger. O viceversa. Luego, llegados a cierto punto, el alcohol se encargaría de teñir las imágenes en blanco y negro. Porque después de tantas novelas, tantas películas y tantas canciones, ya ni siquiera había borrachos inocentes. Y Coy se preguntó, envidiándolo, qué debía de sentir el hombre que por primera vez salió a la caza de una ballena, un tesoro o una mujer sin haberlo leído antes en ningún libro.

Se despidieron en la muralla. Habían dejado el barco limpio y arranchado, y esa noche el Piloto iba a pasarla en su casa del barrio pescador de Santa Lucía. Se quedaron viéndolo irse con paso inseguro entre las palmeras y los grandes magnolios, y luego miraron abajo, al puerto, donde más allá del club náutico y el restaurante Mare Nostrum, el
Felix van Luckner
largaba amarras con toda la cubierta iluminada y sus luces en el agua negra del muelle. Había soltado el largo de popa, y Coy repitió mentalmente las órdenes que el práctico estaría dando en ese momento desde el alerón. Timón todo a estribor. Avante poca. Alto. Timón a la vía. Atrás media. Largad a proa. Tánger estaba a su lado, observando también la maniobra del barco, y de pronto dijo quiero darme una ducha, Coy. Quiero desnudarme y tomar una ducha muy caliente, con todo lleno de vapor como si fuera niebla de alta mar. Y quiero que tú estés entre esa niebla, y que no me hables de barcos, ni de naufragios, ni de nada. Esta noche he bebido tanto que sólo quiero abrazar a un héroe rudo y silencioso; a alguien que regrese de Troya y cuya piel y cuya boca sepan a humo de ciudades quemadas y a sal. Dijo eso y se lo quedó mirando del modo en que lo miraba a veces, callada y muy seria y atenta, como si acechase algo en él. Lo miró de ese modo, con el hierro pavonado de sus ojos que la ginebra diluía en azul marino muy brillante, casi líquido; y entreabría la boca como si el hielo de todos los vasos bebidos se la hubiera enfriado tanto que necesitase durante horas la boca de Coy para entibiarla. Entonces él se tocó la nariz y sonrió igual que solía hacerlo, con aquel gesto tímido que le aniñaba el rostro y suavizaba sus rasgos duros, su nariz demasiado grande y las facciones toscas, casi siempre mal afeitadas. Héroe rudo y silencioso, había dicho ella. En aquella particular isla de los caballeros y los escuderos, ninguno había pronunciado las palabras mágicas. Sólo, te mentiré y te traicionaré. Pero ni siquiera en ese contexto de mentir o traicionar nadie había dicho te amo, todavía. Aunque en ese instante preciso, con el mundo oscilante alrededor y el alcohol deslizándose a cada latido por sus venas, él estuvo a punto de ser vulgar y hacerlo. Tenía incluso abierta la boca para pronunciar las palabras impronunciables. Pero ella, como si lo intuyera, puso sus dedos sobre los labios de Coy. Lo hizo acercándose mucho, el azul líquido de sus ojos centelleante y oscuro al mismo tiempo, y él sonrió de nuevo, resignado, mientras besaba aquellos dedos. Después inspiró hondo, del mismo modo que si se dispusiera a sumergirse en el mar, y miró alrededor durante cinco segundos antes de cogerla de la mano y cruzar la calle en línea recta hacia la puerta del hostal Cartago, una estrella, habitaciones con baño y vistas al puerto. Tarifas especiales para oficiales de la marina mercante.

Aquella noche, entre azulejos blancos y espeso vapor de agua, llovió en las orillas de Troya mientras zarpaban las naves. Era, en efecto, una bruma tibia, gris o hecha de grises, donde todos los colores quedaban subordinados a esa mansa lluvia cayendo sobre una playa desierta en la que podían observarse vestigios del desenlace: un casco de bronce olvidado, el fragmento de una espada rota y semienterrada en la arena, cenizas que el viento traía desde la ciudad quemada, invisible en la escena pero que se adivinaba próxima, todavía humeante, mientras las últimas naves aqueas izaban sus velas húmedas, alejándose en la distancia. Era el
nostos
de los héroes homéricos: el retorno y la soledad de los últimos guerreros que regresaban a casa tras la batalla, para ser asesinados por los amantes de sus mujeres o perderse en el mar, víctimas de la cólera y el capricho de los dioses. Y entre aquella niebla caliente, el cuerpo desnudo de Tánger buscaba el de Coy, el agua jabonosa a la altura de los muslos, reluciente de humedad la piel moteada y tersa. Lo buscaba con determinación silenciosa y una intensa fijeza en la mirada, acorralándolo literalmente contra el borde de la bañera. Y allí recostado, el agua caliente en la cintura y la lluvia cálida sobre su cabeza, corriéndole por la cara y los hombros, Coy la vio erguirse despacio, alzarse sobre él y descender luego decidida, lenta, milímetro a milímetro, sin dejarle otra escapatoria que la huida hacia adelante entre sus muslos profundos, el abrazo intenso, desesperado, al filo de la lucidez que se escapaba con su entrega y su derrota. Nunca, hasta esa noche, se había sentido Coy violado por mujer alguna. Nunca tan minuciosa y deliberadamente puesto al margen. Porque no soy yo, razonaba con los últimos restos de aquel naufragio donde se le desvanecía el pensamiento. No es a mí a quien abraza, ni es a nadie a quien pueda asignársele un rostro, una voz, una boca. No es por mí por quien otras veces gemía larga y dolorida, ni es a mí a quien ahora imagina; sino al héroe rudo, masculino y silencioso que antes reclamaba con voz ronca. Al sueño que ella, todas ellas, llevan en la piel y en el vientre desde que el mundo existe: el que puso simiente en sus entrañas y luego embarcó rumbo a Troya en naves negras. El hombre cuya sombra ni siquiera los cínicos sacerdotes, los pálidos poetas, los razonables hombres de la paz y la palabra que acechan junto al tapiz inacabado consiguieron nunca borrar del todo.

Todavía era de noche cuando Coy despertó, y ella no estaba a su lado. Había soñado con una oquedad negra, el vientre de un caballo de madera, y con compañeros cubiertos de bronce que se deslizaban sigilosos, espada en mano, en el corazón de una ciudad dormida. Se incorporó, inquieto, para ver la silueta de Tánger recortada en la penumbra de la ventana, sobre las luces de la muralla y el puerto. Fumaba un cigarrillo. Estaba de espaldas y no pudo verla, pero sentía el olor del tabaco. Se levantó, desnudo, y fue a su lado. Ella se había puesto la camisa de Coy, sin abotonarla pese al fresco de la noche que entraba por la ventana abierta. Al cuello relucía la cadena de plata con la chapa de soldado.

—Creí que dormías —dijo ella, sin volverse.

—Desperté y no estabas.

Tánger no dijo nada más, y él permaneció quieto, mirándola. Expulsaba el humo muy despacio, tras retenerlo en cada inspiración. La brasa, al avivarse, iluminaba en rojo sus uñas roídas y romas. Coy le puso una mano en un hombro y ella la tocó de modo ausente, distraído, antes de chupar de nuevo el cigarrillo.

—¿Qué habrá sido de la tortuga? —preguntó al cabo de un rato.

Coy encogió los hombros.

—A estas horas habrá muerto.

—A lo mejor no. Puede que haya sobrevivido.

—Quizás.

—¿Quizás?… —lo observó un instante, de soslayo—. A veces hay finales felices, Coy.

—Claro. A veces. Resérvame uno.

Se quedó callada de nuevo. Miraba otra vez al pie de la muralla: el hueco dejado en el muelle por el barco de la Zeeland Ship.

—¿Ya tienes respuesta para el problema del caballero y el escudero? —preguntó al fin en voz muy baja.

—No hay respuesta para eso.

Ella rió en tono muy quedo, o pareció hacerlo. Coy no podía estar seguro.

—Te equivocas —dijo—. Siempre hay una respuesta para todo.

—Pues dime qué vamos a hacer ahora.

Tardó en contestar. Parecía tan lejos de allí como el pecio del
Dei Gloria
. El cigarrillo se había consumido, y se inclinó para apagarlo en el alféizar de la ventana, con mucho cuidado, deshaciendo hasta la última partícula de la brasa. Luego lo dejó caer a la calle.

—¿Hacer? —inclinaba la cabeza a un lado, como si meditara sobre esa palabra—… Lo que hemos hecho todo el tiempo, naturalmente. Seguir buscando.

—¿Dónde?

—Otra vez en tierra firme. Los barcos hundidos no siempre se encuentran en el mar.

Y de ese modo los vi aparecer al día siguiente en mi despacho de la universidad de Murcia. Era uno de esos días muy luminosos que solemos tener por allí, con grandes paralelogramos de sol dorando las piedras del claustro entre la reverberación de los cristales y el agua de las fuentes. Me había puesto las gafas de sol para ir al bar de la esquina a tomar un café, y al regreso, en mangas de camisa y la chaqueta al hombro, encontré a Tánger Soto esperándome en la puerta: rubia, guapa, la holgada falda azul, las pecas. Al principio la tomé por una alumna de las que en esas fechas vienen a pedirme que las ayude a preparar su tesis. Luego me fijé en el tipo que estaba con ella: cerca pero manteniéndose un poco a distancia; supongo que saben a qué me refiero si a estas alturas conocen un poco a Coy. Entonces ella, que llevaba un bolso de piel colgado del hombro y un cilindro protector de cartón bajo el brazo, se presentó y sacó del bolso un ejemplar de mi libro
Aplicaciones de Cartografía Histórica
; y yo pude identificarla como la joven de la que en alguna ocasión me había hablado mi querida amiga y colega Luisa Martín—Merás, jefe de cartografía del Museo Naval de Madrid, describiéndola como lista, introvertida y eficiente. Incluso, recordé, habíamos mantenido algunas conversaciones telefónicas sobre correcciones en el
Atlas
de Urrutia y documentos históricos archivados en la universidad.

Los invité a pasar, ignorando el gesto hosco de los alumnos que esperaban en el pasillo. Eran fechas de exámenes, y los trabajos por corregir se amontonaban sobre mi mesa, en la leonera que tengo por despacho. Retiré libros de las sillas, a fin de que pudieran sentarse, y escuché su historia. Para ser más preciso, la escuché a ella, que fue quien habló casi todo el tiempo; y también escuché la parte de historia que en aquel momento tuvo a bien contarme. Venían desde Cartagena, a sólo media hora de coche por la autovía, y el asunto podía resumirse en un barco hundido, una documentación que posibilitaba su localización, unos infructuosos tanteos previos y unas coordenadas exactas de latitud y longitud que, por algún motivo, resultaban inexactas. Lo de siempre. Porque debo decir que estoy acostumbrado a consultas de ese tipo. Aunque por motivos personales firmo mis trabajos y libros con el mismo nombre y modesto título que figura en mi tarjeta de visita bajo el anagrama, familiar a mi oficio, de la T dentro de la O —
Néstor Perona, maestro cartógrafo
— ejerzo la cátedra de Cartografía de la universidad de Murcia desde hace mucho tiempo, mis publicaciones significan algo en el mundo científico, y con cierta asiduidad debo atender dudas y problemas planteados por instituciones o particulares. No deja de ser curioso que, en un tiempo en que la cartografía ha experimentado la mayor revolución en su historia, con la fotografía aérea, los mapas por satélite y la aplicación de la electrónica y la informática, alejándose de los rudimentarios primeros mapas trazados por exploradores y navegantes, los estudiosos se vean en la necesidad, cada vez mayor, de que alguien mantenga el frágil cordón umbilical que une la modernidad con las épocas pretéritas de la ciencia, que a fin de cuentas no es más que el mito probado. El problema se daba ya en los siglos XV y XVI, cuando los entonces progresistas cartógrafos flamencos tuvieron que esforzarse por conciliar las indicaciones contradictorias de los autores de la antigüedad con los nuevos descubrimientos de los navegantes portugueses y españoles; y se repitió en sucesivas generaciones. De ese modo ahora, sin gente como yo —disculparán esta pequeña vanidad, quizá legítima— el mundo antiguo se perdería de vista y muchas cosas dejarían de tener sentido a la fría luz del neón de la ciencia moderna. Por eso, cada vez que alguien necesita mirar atrás y entender lo que ve, acude a mí. A los clásicos. Naturalmente, recibo consultas de historiadores, bibliotecarios, arqueólogos, hidrógrafos, y también de buscadores de naufragios y de tesoros en general. Quizá recuerden el hallazgo del galeón
São Rico
frente a Cozumel, la búsqueda del arca de Noé en el monte Ararat, o aquel famoso reportaje para televisión del
National Geographic
sobre la localización del
Virgen de la Caridad
frente a Santoña, en el golfo de Vizcaya, y el rescate de dieciocho de sus cuarenta cañones de bronce: esos tres episodios —aunque lo del arca terminó en grotesco fracaso— fueron posibles gracias a las tablas de corrección desarrolladas por mi equipo de colaboradores de la universidad de Murcia. E incluso otro viejo conocido de esta historia, Nino Palermo, me hizo en cierta ocasión el dudoso honor de unas consultas, aunque luego la cosa no llegase más lejos, cuando andaba tras la pista, creo, de 80.000 ducados que se hundieron con una galera española en 1562, frente a la torre de Vélez Málaga. En fin. Para más detalles, remito a mis publicaciones en la revista
Cartographica
y a varios de mis libros: las ya citadas
Aplicaciones
, por ejemplo; o el estudio de las loxodrómicas —
loxos
y
dromos
, ustedes ya saben— en
Los enigmas de proyección Mercator
. También pueden consultar mi trabajo sobre los 21 mapas del atlas inacabado de Pedro de Esquivel y Diego de Guevara, o las biografías del padre Ricci (Li Mateu:
El Tolomeo de China
) y de Tofiño (
El hidrógrafo del rey
), el
Catálogo Hidrográfico Antiguo
que hice en colaboración con Luisa Martín—Merás y Belén Rivera, o las monografías
Cartógrafos jesuitas en el mar
, y
Cartógrafos jesuitas en Oriente
. Todo eso lo he escrito desde un despacho, naturalmente. Ciertas cosas, como los sueños juveniles, han de visitarse en persona sólo cuando se tienen pocos años. En la madurez, las postales y el vídeo se imponen a los sentidos; y uno se encuentra en Venecia no en el esplendor, sino en la humedad.

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