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Authors: Anthony Horowitz
—¿Recuerda al chico, Ross, anoche? —preguntó.
—Pensó que le estaba ocultando algo.
—Y ahora estoy seguro. Desde donde él estaba apostado, tenía una vista sin obstáculos tanto de la pensión como del callejón, que no tiene salida, como hemos podido comprobar. Así pues, el asesino solo pudo entrar por la calle principal, y Ross perfectamente podría haber visto quién era.
—Ciertamente no parecía muy a gusto. Pero si vio algo, Holmes, ¿por qué no nos lo dijo?
—Porque tenía su propio plan, Watson. En cierto modo, Lestrade tiene razón. Esos chicos viven de su ingenio cada hora de sus vidas. Deben aprender a hacerlo si quieren sobrevivir. ¡Si Ross pensara que podía sacar dinero con eso, incluso se hubiera enfrentado al diablo! Pero hay algo que todavía no entiendo. ¿Qué es lo que este crío puede haber visto? Una figura a la luz de la farola escabulléndose por un callejón y desapareciendo de su vista, a lo mejor oye un grito cuando se asesta el golpe fatal. Un momento más tarde, el asesino reaparece y se desvanece en la noche. Ross permanece donde está y un poco más tarde aparecemos nosotros tres.
—Tenía miedo —dije —. Confundió a Carstairs con un policía.
—Era más que miedo. Hubiera dicho que el chico estaba sufriendo algo cercano al terror, pero pensé... —Se dio un golpe en la frente—. Debemos encontrarle y hablar con él. Espero no descubrir que he cometido un enorme error de cálculo.
Paramos en una oficina de correos mientras volvíamos a Baker Street y Holmes mandó otro cable a Wiggins, el lugarteniente de su pequeño ejército de Irregulares. Veinticuatro horas más tarde, Wiggins todavía no se había puesto en contacto con nosotros. Y pasó un tiempo antes de que nos enteráramos de las peores noticias posibles.
Ross había desaparecido.
LA GRANJA ESCUELA CHORLEY PARA CHICOS
En 1890, el año del que escribo, había unos cinco millones y medio de habitantes en las seiscientas millas cuadradas del área conocida como Distrito Metropolitano de Londres, y entonces, al igual que siempre, esos dos vecinos constantes, la pobreza y la riqueza, vivían contiguos, aunque no sin dificultades. Algunas veces pienso que, habiendo sido testigo de tantos cambios a lo largo de los años, debería haber descrito más detalladamente el disperso caos de la ciudad en la que vivía, quizás al estilo de Gissing... o de Dickens, cincuenta años antes. En mi propia defensa, solo diré que yo era biógrafo, no historiador ni periodista, y que mis aventuras inevitablemente me llevaban a los senderos menos transitados en la vida: casas lujosas, hoteles, clubes privados, escuelas y despachos de políticos. Cierto es que los clientes de Holmes provenían de todas las clases sociales, pero (y a lo mejor alguien algún día se tomará su tiempo para considerar la importancia de esto) los crímenes más interesantes, los que yo escogí relatar, casi siempre los cometían los más adinerados.
De cualquier manera, es necesario plasmarles ahora las subterráneas profundidades del gran caldero que era Londres, lo que Gissing denominó «el mundo de las tinieblas», para que se entienda la imposibilidad de la tarea que nos aguardaba. Teníamos que encontrar a un chico, un mísero desvalido entre muchos otros, y si Holmes estaba en lo cierto, si el peligro le acechaba, entonces no teníamos tiempo que perder. ¿Por dónde empezar? Nuestras pesquisas serían más difíciles en una ciudad que jamás descansaba, por la manera en que sus habitantes se trasladaban de casa en casa y de calle en calle en lo que pudiera parecer un movimiento perpetuo, de manera que pocos conocían siquiera los nombres de aquellos que vivían a su lado. El derribo de chabolas y la proliferación de las vías del tren tenían gran parte de la culpa, aunque muchos londinenses parecían haber llegado con una inquietud de espíritu que, dicho en pocas palabras, no les permitiría acomodarse. Se movían como cíngaros, en pos de cualquier trabajo que pudieran encontrar: recogiendo fruta y colocando ladrillos durante el verano, bajando a las carboneras y birlando trocitos de carbón una vez llegado el mal tiempo. Se podían quedar en un sitio por un tiempo, pero en cuanto el dinero se les acababa, se marchaban y se ponían en marcha otra vez.
Y después estaba la mayor vergüenza de nuestra época, la negligencia que había dejado a decenas de miles de niños en la calle: mendigando, birlando y desvalijando; o si no mostraban aptitudes para ello, muriéndose sin hacer ruido, sin nadie que lo supiera y nadie que les quisiera, con padres indiferentes. Eso en el supuesto de que los padres siguieran vivos. Había niños que compartían habitaciones alquiladas por tres peniques, siempre y cuando pudieran encontrar su parte para pagarse la noche, juntándose todos en condiciones que no serían admisibles ni para los animales. Había niños durmiendo en tejados, en los corrales del mercado de Smithfield, en las alcantarillas, e incluso, según oí decir, en agujeros hechos en las montañas de inmundicia de Hackney Marshes. Como muy pronto pasaré a describir, existían instituciones de caridad que les ayudaban, vestían y educaban. Pero eran muy pocas y había demasiados niños, y a medida que el siglo terminaba, Londres tenía muchos motivos para avergonzarse.
Vamos, Watson, ya es suficiente. Vuelve a la historia. ¡Holmes jamás lo habría permitido si continuara vivo!
Holmes no había dejado de estar inquieto desde el momento en el que habíamos salido de la pensión de la señora Oldmore. Durante el día, había estado dando vueltas por la habitación como un oso enjaulado. Aunque había fumado sin cesar, apenas había tocado la comida ni la cena, y me preocupé al verle mirar un par de veces la caja marroquí que permanecía en la repisa de la chimenea. Yo sabía que guardaba una jeringa hipodérmica, pero hubiera sido la primera vez que Holmes, en medio de un caso, se hubiera permitido esa disolución con un siete y medio por ciento de cocaína que era, sin duda, su hábito más aborrecible. No creo que llegara a dormir. A altas horas de la noche, antes de que mis ojos se cerraran, le oí tocar una melodía en su Stradivarius, pero la música era irregular y llena de disonancias, y pude adivinar que no estaba poniendo los cinco sentidos en ello. Entendía muy bien la sobreexcitación que padecía mi amigo. Él había hablado de un enorme error de cálculo. La desaparición de Ross sugería que tenía razón. Si esto era así, jamás se perdonaría a sí mismo.
Pensé que podríamos volver a Wimbledon. De lo que había dicho en la pensión, Holmes había dejado claro que la aventura del hombre de la gorra se había acabado, el caso resuelto, y todo lo que quedaba por hacer era embarcarse en una de esas explicaciones que me dejarían maravillado de cómo pude ser tan zote como para no haberlo visto por mí mismo desde el principio. Sin embargo, en el desayuno recibimos una carta de Catherine Carstairs en la que nos informaba de que ella y su marido se habían ido unos cuantos días, y que estarían con unos amigos en Suffolk. Edmund Carstairs, de naturaleza frágil, necesitaba tiempo para recobrar la calma, y Holmes nunca revelaría lo que sabía si no tenía público. Así que tendría que esperar.
De hecho, pasaron otros dos días antes de que Wiggins volviera al 221B de Baker Street, esta vez solo. Había recibido el cable de Holmes (no sé cómo, nunca supe dónde vivía Wiggins ni de qué manera) y desde entonces había estado buscando a Ross, infructuosamente.
—Vino a Londres al final del verano —explicó Wiggins.
—¿Vino a Londres desde dónde?
—No tengo ni idea. Cuando le conocí, compartía una cocina en King's Cross con una familia, nueve en dos habitaciones, y he hablado con ellos, pero no le han visto desde esa noche, cuando vigiló la pensión. Nadie le ha visto. Me parece que se está escondiendo.
—Wiggins, quiero que me digas lo que sucedió esa noche —dijo Holmes, con severidad—. Los dos seguisteis al americano desde la casa de empeños hasta la pensión. Dejaste a Ross observando el lugar mientras venías a buscarme. Debió de quedarse solo un par de horas.
—Ross estuvo de acuerdo. Yo no le obligué.
—No he sugerido eso ni por un momento. En conclusión, llegamos el señor Carstairs, el doctor Watson, tú y yo. Ross todavía estaba allí. Os di dinero a los dos y os despedí. Os fuisteis juntos.
—No estuvimos juntos mucho rato —contestó Wiggins—. Él se fue por su camino y yo me fui por el mío.
—¿Te dijo algo? ¿Hablasteis de algo?
—Ross estaba muy raro. Había visto algo...
—¿En la pensión? ¿Te dijo lo que había visto?
—Había un hombre. Eso fue todo. Le había dado un susto. Ross solo tiene trece años, pero ya sabe lo que tiene que saber. ¿Comprenden? Bueno, pues no le llegaba la camisa al cuerpo.
—¡Vio al asesino! —exclamé.
—No sé qué es lo que vio, pero puedo contarles lo que me dijo: «Le conozco y le puedo sacar algo. Algo más que la guinea del maldito señor Holmes». Perdón, señor, pero esas fueron exactamente sus palabras. Creo que iba a intentar exprimir a alguien.
—¿Algo más?
—Solo que parecía tener mucha prisa. Incluso corrió. No fue a King's Cross. No sé a donde fue. Solo sé que nadie le volvió a ver.
Mientras Holmes le escuchaba, estaba más serio de lo que jamás le había visto. Entonces se acercó al muchacho y se agachó. A su lado, Wiggins parecía muy pequeño. Malnutrido y enfermizo, con el pelo enmarañado, los ojos legañosos y la piel sucia por la porquería de Londres, hubiera sido imposible distinguirle entre una multitud. Puede que fuera por eso por lo que era tan fácil ignorar la difícil situación de esos chiquillos. Había tantos... Y todos parecían iguales.
—Escúchame, Wiggins —dijo Holmes—. Creo que Ross podría correr un gran peligro...
—¡Pero le he buscado! ¡He mirado por todas partes!
—Estoy seguro. Pero me tienes que contar lo que sepas acerca de su pasado. ¿De dónde venía antes de que le conocieras? ¿Quiénes eran sus padres?
—Nunca tuvo padres. Se murieron hace mucho. Jamás dijo de dónde venía y yo no se lo pregunté. ¿De dónde cree que venimos la mayoría de nosotros? ¿Acaso importa?
—Piensa, muchacho. Si se encontrara metido en un lío, ¿tendría alguien a quien contárselo, algún sitio en el que refugiarse?
Wiggins negó con la cabeza. Pero después pareció volver a pensárselo.
—¿Habrá otra guinea para mí? —preguntó.
Los ojos de Holmes se achicaron y pude ver que se esforzaba por mantener la calma.
—¿La vida de tu camarada vale tan poco para ti? —exigió saber Holmes.
—No sé lo que significa «camarada». No significaba nada para mí, señor Holmes. ¿Qué más me da que viva o que muera? Si nunca volviéramos a ver a Ross, habría veinte más que ocuparían su lugar. —Holmes todavía le miraba fijamente y Wiggins de repente cedió—: Está bien. Le cuidaron, al menos por un tiempo. Estuvo en una institución de caridad. La granja Chorley, en el camino de Hamworth. Es una escuela para chicos. Me dijo una vez que estuvo allí, pero que odiaba aquello y que se escapó. Fue cuando vino a vivir a King's Cross. Pero supongo que si tuviera miedo, si alguien le estuviera persiguiendo, a lo mejor podría haber vuelto. Vale más malo conocido...
Holmes se levantó.
—Gracias, Wiggins —dijo—. Quiero que sigas buscándole y que preguntes a cualquiera que encuentres. —Sacó una moneda y se la pasó—. Si le encuentras, le traes aquí de inmediato. La señora Hudson os dará de comer y os cuidará hasta que yo regrese. ¿Me entiendes?
—Sí, señor Holmes.
—Bien. Watson, confío en que me acompañará. Podemos coger el tren que parte de Baker Street.
Una hora más tarde, un coche de alquiler nos dejó enfrente de tres elegantes edificios que se erigían juntos al filo de un estrecho sendero que subía en pendiente durante por lo menos media milla desde el pueblo de Roxeth hasta Hamworth Hill. El más grande, situado en el centro, se asemejaba a la casa de campo de un caballero inglés cien años antes, con un tejado rojo y una galería esplendorosa en el primer piso. La fachada de la casa estaba cubierta de enredaderas que serían frondosas en verano, pero que ahora parecían desnudas y escuálidas, y todo estaba rodeado de campos, con una pendiente tapizada de hierba que se deslizaba hasta un huerto lleno de manzanos. Era difícil creer que estábamos tan cerca de Londres, pues el aire era fresco, y lo que nos rodeaba, muy atractivo, o habría podido serlo si el tiempo hubiera sido más clemente, ya que hacía mucho frío y había empezado a lloviznar otra vez. Los edificios a los lados eran granjas o graneros, pero se suponía que habían sido adaptados a las necesidades de la escuela. Había una cuarta construcción al otro lado del camino, rodeada por una ornamentada verja de metal con la puerta abierta. Daba la impresión de estar vacía, pues no había luz ni movimiento. Un letrero de madera indicaba: «Granja Escuela Chorley para Chicos». Mirando a los campos, me fijé en un grupillo de muchachos atacando una pequeña parcela de verduras con palas y azadas.
Llamamos a la campana delantera y fuimos recibidos por un hombre lúgubremente vestido con un traje gris oscuro, que nos escuchó en silencio mientras Holmes explicaba quiénes éramos y lo que habíamos venido a hacer.
—Muy bien, caballeros. Si no les importa esperar un momento...
Nos hizo entrar al edificio y nos dejó esperando en un recibidor austero, forrado con paneles de madera, con las paredes vacías a excepción de unos cuantos retratos, tan descoloridos que resultaban indescifrables, y una cruz de plata. Un largo pasillo con muchas puertas se perdía en el horizonte. Me podía imaginar las clases al otro lado, pero ni un solo sonido salía de ellas. Me sorprendió que el lugar se pareciese más a un monasterio que a una escuela.
Entonces el criado, si eso es lo que era, volvió trayendo con él a un hombre bajo, de cara redonda, que daba tres pasos por cada uno que abarcaba su compañero, y jadeaba fuertemente debido a sus esfuerzos por mantener el paso, todo era circular en quien acababa de llegar. Por su forma, me recordaba a los muñecos de nieve que se podían ver en cualquier momento del invierno en Regent's Park, pues su cabeza parecía una bola y su cuerpo otra, y su cara tenía una hechura tan simple que podría haberse visto recreada con una zanahoria y unos trocitos de carbón. Tendría unos cuarenta años, era calvo, con escaso pelo oscuro alrededor de las orejas. Se vestía a la manera de un clérigo, incluso con alzacuello, que formaba otro círculo. Mientras caminaba hacia nosotros, sonrió alegre y abrió los brazos para darnos la bienvenida.
—¡Señor Holmes! Nos hace un gran honor. Por supuesto, he leído sus hazañas, señor. El detective privado más importante del país. ¡Aquí, en la granja Chorley! Esto es memorable. Y usted debe de ser el doctor Watson. Hemos leído sus historias en clase. A los chicos les encantan. No se van a creer que están ustedes aquí. ¿Tendrían tiempo para dirigirles unas palabras? Pero me estoy precipitando. Deben perdonarme, caballeros, si no puedo contener mi emoción. Soy el reverendo Charles Fitzsimmonds. Vosper me ha dicho que están aquí para tratar de un asunto serio. El señor Vosper ayuda con la contabilidad de este lugar y también enseña matemáticas y lectura. Por favor, acompáñenme a mi estudio. Deben conocer a mi esposa y ¿quizás quieren un té?