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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, suspense

La casa del alfabeto (52 page)

BOOK: La casa del alfabeto
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Durante los primeros años en el sanatorio de Friburgo se desvivía por los pequeños fragmentos de un relato, una película, una obra de teatro o un libro. Pero, cada vez que las historias alcanzaban su punto álgido, se estancaban, perdía el hilo conductor, era incapaz de seguir adelante. Cada vez había más cosas que lo perturbaban, confundiéndose en un mundo espectral. Figuras y personas se mezclaban, desaparecían nombres que eran sustituidos por otros, algunos acontecimientos perdían su sentido. Y entonces abandonó sus esfuerzos. Tan sólo una cuestión, que se mantenía por encima de las demás historias sin final y maltratadas, seguía atormentándolo diariamente en toda su irracionalidad: ¿cómo se llamaba la segunda esposa de David Copperfíeld?

Y de pronto, un día, incluso esa pregunta se vio envuelta por las tinieblas del pasado, la insignificancia y el olvido.

Al final, en aquella personalidad difusa no se movía más que una solitaria chispa de vida palpitante, una sensación de seguridad y de felicidad en armoniosa concordia. Sólo Petra, que siempre estaba cerca de él, sólo aquella chica dulce que maduraba imperceptiblemente y que siempre le acariciaba la mejilla suave y cariñosamente era capaz de prender aquella chispa. Ella era el único vestigio de los sueños y la felicidad.

Aquella pequeña mujer siempre hablaba de las cosas como si él formase parte de su vida. Hablaba de la vida al otro lado de los muros del sanatorio, y de sus penas y alegrías. Sucedían tantas cosas que él no entendía... Le hablaba de países de los que él jamás había oído hablar, y de gente, actores, presidentes y pintores cuya existencia él era incapaz de abarcar.

Rara vez lo abandonaba para viajar a otros países y volvía a su lado con impresiones que eran tan exóticas como los cuentos. Memorables y deliciosas. Sin embargo, lo único que tenía sentido para él era que ella volviera, humilde y presente, optimista. Y con una caricia para su mejilla.

Se había acostumbrado a los hombres que lo visitaban. Con los años, su postura amenazante se había ido suavizando. Ya no lo agarraban del brazo con dureza, ni le susurraban amenazas al oído cuando se quedaban a solas con él. Simplemente se convirtieron en una parte de su vida cotidiana. Y eran muy diferentes entre sí.

El hombre del rostro picado se convirtió en su amigo. No porque siempre fuera amable cuando lo visitaba. Tampoco porque siempre le ofreciera algún bocado exquisito cuando visitaban su preciosa casa. Sino sobre todo porque ni el viejo ni el hombre del rostro ancho le habían pegado estando Kröner presente.

Así había sido hasta ese momento.

Lankau era el peor. Aunque el viejo podía pasarse todo un di* persiguiéndolo, al menos tenían algún que otro rasgo conciliador. Y además tenía a Andrea.

El viejo era quien mandaba, pero era Lankau quien ejecutaba las órdenes. Durante los primeros años, su aspecto le resultó extremadamente terrorífico, con su órbita ocular vacía que, a veces, cuando lo castigaba, se quedaba abierta de par en par, Fueran cuales fuesen las razones de las palizas, el resultado fue que Gerhart Peuckert dejó de reaccionar, le hicieran lo que le hicieran. Y con los años, prácticamente habían dejado de castigarlo. Los golpes ya no eran tan fuertes.

Hasta ese día.

Gerhart retomó el recuento de los rosetones, en un intento de mantener las palabras alejadas. En el salón contiguo, hacía ya tiempo que el viejo había dejado de carraspear. De vez en cuando se escuchaba su respiración pesada y regular, como si estuviera dormido.

A medida que fue pasando el tiempo, las visitas de los tres hombres se fueron espaciando cada vez más. En las raras ocasiones en que se juntaban a su alrededor, solían cantarle un
tled,
darle una palmada amistosa en la espalda y ofrecerle un puro 0 un
snaps
que Lankau le servía de su bastón o de la petaca que siempre llevaba en el bolsillo de su cazadora. Alguna que Otra vez, con motivo de una visita, lo sacaban a pasear por las calles de la ciudad o se lo llevaban a casa de Kröner o del viejo, o incluso al refugio de Lankau. Entonces solían hablar animadamente de sus negocios. Aquellos constantes lances con lo desconocido llevaban a Gerhart a contar y a añorar el sanatorio. Casi siempre terminaba por buscar el coche que lo había llevado hasta allí. Entonces solían cogerlo del brazo y serenarlo con un par de pastillas.

A Gerhart Peuckert, alias Erich Blumenfeld, siempre le habían suministrado pastillas. En los sanatorios, durante los paseos, en las visitas a las casas de los tres hombres. Estuviera donde estuviese, siempre acababan dándole pastillas; las enfermeras, los camilleros, los tres hombres y sus familias.

Cada lugar estaba provisto de su pequeño botiquín en el que guardaban sus pastillas.

Tan sólo una vez se lo habían llevado a un lugar donde había extraños. Petra había ido a su encuentro y lo había abrazado. Había sido con motivo de un vuelo de exhibición, entre miles de espectadores. Los gritos, el ruido infernal y la muchedumbre lo habían desquiciado, aunque la exhibición lo había cautivado. Estuvo varias horas sin señalar con el dedo ni mover la cabeza, pero sus ojos habían expresado una gran admiración y la visión había desatado algo que llevaba muchos años encerrado en lo más profundo de su ser. Ésa fue la primera vez en quince años que abrió la boca para decir algo. Mientras seguía con la mirada los cazas que cortaban el cielo. Hasta que llegó la hora de dormir no dejó de repetir la misma frase, una y otra vez.
«
So
schne.ll»
,
fueron sus palabras.

CAPÍTULO 45

Había sido un día extraño para Laureen. Una sensación vaga de que estaba a punto de tocar algo que, a lo largo de los años, había permanecido oculto, como un tono concomitante y permanente en la vida de ella y de Bryan, se fue apoderando de ella. Mientras Bryan hablaba con la mujer en el parque de la ciudad. Laureen se fue convenciendo de que su destino estaba ligado a aquella persona enjuta.

Sin embargo, eso no era todo.

De lejos, aquel encuentro con la mujer podía parecer un reencuentro fortuito que, con una rapidez incomprensible, había evolucionado hasta transformarse en una confrontación y una pelea. Sin embargo, cuando se separaron, ambos habían irradiado tales ondas de emoción y de sentimientos reprimidos que Laureen estuvo convencida de que pronto volverían a encontrarse. «Sin duda el encuentro tendrá lugar bajo otras circunstancias», pensó para sus adentros.

Bryan seguía teniendo su base en el hotel Roseneck, en Urachstrasse. Ése era el punto de partida de Laureen y allí sería, llegada la hora, donde se pondría en contacto con él. En cuanto a la mujer, las cosas cambiaban. Le gustara o no, Laureen sentía una necesidad acuciante de saber algo más sobre ella. ¿Era su piso el que Bryan había vigilado durante toda la mañana? ¿Quién era ella? ¿Cómo era posible que una mujer de una ciudad lejana de Alemania, y que, además, no era joven del todo, pudiera interesarle tanto a su marido?¿De qué se conocían? ¿Y cuánto? Laureen tenía intención de averiguarlo; allí y ahora mismo.

Así, fue a la mujer y no al hombre a la que Laureen siguió durante las siguientes horas.

Fueron muchas las paradas. En dos ocasiones fue una cabina de teléfono la que se tragó el abrigo negro de charol. De vez en cuando, la mujer desaparecía por el portal de un edificio de pisos, dejando a Laureen en la calle sin saber qué hacer, confusa y con los pies doloridos. La mujer tenía muchos asuntos que atender. Cuando finalmente se metió en un bar de la plaza de Münster y hubo pasado un buen rato mirando por la ventana desde su mesa cercana a la puerta, Laureen tomó asiento cerca de ella y se quitó sus zapatos nuevos con una expresión de alivio casi audible. Hasta entonces no había tenido tiempo ni ocasión de observar el objeto de su persecución.

La mujer sentada a un par de mesas de donde se encontraba Laureen no parecía especialmente deseable.

Cuando Bryan, un rato más tarde, se sentó a su mesa, parecía estar muy tenso. El hecho de que apareciera no le sorprendió lo más mínimo a Laureen, aunque la familiaridad con la que se trataban Bryan y la mujer desconocida sí le atormentó. Entonces ella posó su mano sobre el brazo de Bryan y lo acarició suavemente. Pocos minutos después de haber entrado, Bryan volvió a abandonar el bar, más rígido y tenso de lo que Laureen lo había visto nunca. Desapareció tras la veladura de la ventana con movimiento repentinos, abruptos y descoordinados, como los de un borracho.

Con ello, el dilema a la hora de decidir a quién debía seguir el resto de la tarde se resolvió por sí solo. La mujer se quedó un rato más mirando al infinito. Parecía confusa e indecisa. Laureen encendió un cigarrilo y se volvió hacia el centro del establecimiento. De momento seguiría sentada en su rincón, intentando pasar desapercibida. En cuanto se fuera la mujer, ella también se iría.

CAPÍTULO 46

Petra estaba confusa. A lo largo de su ronda a través de la ciudad, varios de sus pacientes le habían preguntado si estaba enferma. «Está usted muy pálida, hermana Wagner», le habían dicho, y así era, no se encontraba bien.

Llevaba toda una vida viendo a los tres simuladores del lazareto de las SS actuar a su antojo. Aunque eran muy diferentes, Petra sabía con toda seguridad que los tres se mostrarían inflexibles con todo aquel que se interpusiera en su camino.

Petra había tardado mucho en comprenderlo. Sin la ayuda de su amiga Gisela Devers, de quien aún entonces se arrepentía de haber presentado a Kröner, jamás habría descubierto la relación que unía a aquellos hombres.

Y de no haber existido Gerhart Peuckert, jamás se habría visto envuelta en nada que tuviera que ver con aquellos diablos.

Sólo vivía por y para Gerhart.

Siempre había amado a aquel hombre atractivo. Un proyecto imposible que le había acarreado las críticas de sus más allegados y el aislamiento de una vida social normal. Llevaba años abrigando la esperanza de que sus traumas se desvanecerían poco a poco hasta desaparecer por completo. Había vivido con la vista puesta en una vida más normal a su lado.

En algunos momentos había sentido que estaba muy cerca de que se cumplieran sus sueños; momentos felices y cortos. Hasta que tuvo que admitirlo: el destino de Gerhart Peuckert estaba condenado a alimentarse a la sombra de aquellos tres hombres.

Siempre lo había sabido y siempre había odiado aquella certeza.

Y por saberlo y por la esperanza eterna que abrigaba, aquel día había traicionado a otro ser humano.

El sobresalto que le había producido volver a ver a un paciente de entonces había sido considerable. De hecho, no había ocurrido desde que los tres hombres volvieron a aparecer en escena. Y de eso hacía ya muchos años.

Era el rostro de Amo von der Leven y, sin embargo, había venido a ella como un extraño. Su idioma y su aspecto la habían asustado. El miedo que había brotado en ella cuando él le preguntó por Gerhart Peuckert era más que comprensible, teniendo en cuenta su realidad.

Nadie sabía lo que realmente se movía en el interior de Gerhart Peuckert. Hacía tiempo que los médicos habían sentenciado que su mente estaba en suspensión. Su conciencia estaba dormida, sometida a las fuerzas de su subconsciente. En una ocasión, Gisela Devers le había confesado que hacía tiempo que su marido estaba convencido de que llegaría el día en que Gerhart Peuckert se levantaría de la cama como un hombre normal. A la vez, Kröner había dado a entender que esperaba que entonces Gerhart Peuckert los traicionaría a todos. Este tema siempre provocaba las disputas entre Gisela y Kröner. «Pero ¿por qué no podéis dejarlo en paz de una vez?», le había sermoneado a su marido una y otra vez. Sin embargo, la hermandad de los simuladores no podía dejar en paz a Gerhart Peuckert. Todo iría bien, siempre y cuando pudieran controlarlo constantemente; pero no podían, ni querían, soltarlo. Gerhart Peuckert sabía demasiado para que eso fuera posible.

Sólo porque estaba mal y su estado mental era tan estable, los tres hombres optaron por dejarlo seguir con vida. Según Gisela Devers, era una expresión que habían utilizado literalmente: «Habían permitido que siguiera con vida».

Petra estaba intranquila. Así era cómo debían seguir siendo las cosas. Y de pronto había aparecido un extraño. Se había permitido ligar su pasado al de ellos haciendo preguntas acerca de lo único sobre la faz de la tierra que ella sentía necesidad de proteger con su propia vida. Había sido una amenaza lo que la había llevado a reaccionar con tanta inmediatez. Petra suspiró y enrolló el aparato para medir la presión sanguínea. Saludó con un gesto de la cabeza al paciente que estaba estirado, mirándola fijamente, y luego echó un vistazo por la ventana.

Los rayos del sol habían bailado Schlossberg durante todo el día. Como si, con ello, aquella colina insignificante pretendiera ratificar su importancia. No sabía qué iba a pasar con Amo von der Leyen, pero lo sospechaba. Cuando Hermann Müller mostraba su verdadero yo, el verdadero Peter Stích, era preferible no tener cuentas pendientes con él. Cualquiera que deseara ver a Gerhart Peuckert corría el riesgo de despertar la verdadera personalidad de Stich.

Ahora mismo le sentaba mal pensar en ello. Las posibles consecuencias de su acto habían hecho que ella hubiera dejado de ser muy distinta de los tres hombres.

Fue la pequeña Dot Vanderleen, que había vivido en la Salzstrasse desde la venta del comercio de su difunto esposo en Leiden, la que le advirtió de la presencia de su perseguidora.

—Oh —había dicho señalando hacia el otro lado de la calle.

El rostro de la mujer larguirucha daba muestras de alivio. Estaba apoyada en un solo pie mientras se masajeaba el otro.

—Pobrecita —dijo Dot Vanderleen en tono compasivo—. Me parece que lleva zapatos nuevos.

Aunque Petra Wagner era una mujer menuda, la señora Vanderleen, ligera como una pluma, apenas le llegaba a la axila. Estaba de puntillas, mirando hacia la mujer de la calle a través del follaje de la planta que tenía en la ventana.

—Los zapatos nuevos son un fastidio —dijo, mientras dejaba que Petra le limpiara la herida en la tibia sin ponerle demasiados impedimentos.

—Menos mal que ya no tendré que soportar un par de zapatos nuevos nunca más —sentenció.

A partir de esa visita, Petra volvió a ver a la misma mujer varias veces durante su ronda. Un rápido vistazo por la ventana y allí estaba de nuevo, lamentándose, tan cierto como hay Dios, de dolores en los pies.

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