La caza del meteoro (10 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La caza del meteoro
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Así se expresó Mitz en su lenguaje especial. Y Mr. Dean Forsyth, a quien esta réplica tuvo el don de exasperar, dijo, como un hombre que no se da cuenta de lo que dice:

—Pues bien; yo, Francis, te prohíbo poner los pies en casa del doctor.

—Siento mucho tener que desobedecer a usted, mi querido tío —declaró Francis Gordon, conservando con gran trabajo su tranquilidad; tanto era lo que le enojaba semejante pretensión—; lo siento, lo siento muchísimo, pero iré.

—Sí, ira —exclamó la vieja Mitz—, aun cuando usted nos haga a todos pedacitos.

Mr. Forsyth desdeñó esta atrevida afirmación.

—¿Persistes, pues, en tus proyectos? —preguntó a su sobrino.

—Sí, tío —afirmó éste.

—¿Y piensas casarte con la hija de ese ladrón?

—Sí, y nada en el mundo me lo impedirá.

—¡Pues nos veremos!

Y dichas estas palabras, las primeras que indicaban la resolución de oponerse al matrimonio, Mr. Dean Forsyth, dejando el comedor, se dirigió hacia la escalera de la torre, cuya puerta cerró con estrépito.

Francis Gordon estaba perfectamente decidido a volver a casa de la familia Hudelson, como de costumbre, cosa ésta que no ofrecía la menor duda. Pero ¿y si, a imitación de Mr. Dean Forsyth, le prohibía el doctor la entrada en su casa? ¿No era de temerlo todo de aquellos dos enemigos, cegados por unos celos recíprocos, un odio de descubridores, el peor de todos los odios?

Cuántos esfuerzos tuvo que hacer aquel día Francis Gordon para ocultar su tristeza, al encontrarse en presencia de Mrs. Hudelson y de sus dos hijas! No quería decir nada de la escena en que acababa de intervenir; ¿a qué aumentar las inquietudes de la familia una vez que se hallaba resuelto a no hacer caso de las advertencias de su tío, admitiendo que fuesen mantenidas por su autor?

¿Podía, en efecto, entrar en el espíritu de un ser razonable la idea de que la unión de dos prometidos pudiera ser impedida o retrasada siquiera, a propósito de un bólido? Aun suponiendo que Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson no quisiesen encontrarse cara a cara durante la ceremonia, nada se habría perdido; se pasarían sin ellos, ya que, después de todo, su presencia no era indispensable. Lo esencial era que no fuese negado su consentimiento..., por el doctor al menos; porque si Francis Gordon no era más que el sobrino de su tío, Jenny era hija de su padre y no podía casarse contra su voluntad. Si después ambos adversarios querían devorarse mutuamente, no por eso habría dejado de realizar su obra matrimonial el reverendo O'Garth en la iglesia de San Andrés.

Como para justificar estos optimistas razonamientos, transcurrieron algunos días sin traer cambio alguno en la situación. El tiempo no dejaba de ser bueno y jamás había estado tan sereno y despejado el cielo de Whaston. Salvo algunas brumas matinales y vespertinas que se disipaban al salir y al ponerse el sol, ni un vapor turbaba la pureza y serenidad de la atmósfera, en medio de la cual realizaba el bólido su curso regular.

¿Será preciso repetir que los señores Forsyth y Hudelson continuaban devorándole con los ojos, que tendían hacia él los brazos como para estrecharle entre ellos y que le aspiraban a plenos pulmones? Hubiera sido ciertamente preferible que el meteoro se hubiese ocultado a sus miradas tras una espesa cortina de nubes, para que su vista no les hubiese excitado más. Por eso, Mitz, antes de meterse en la cama, blandía todas las noches sus puños en dirección al cielo. Vana amenaza: el meteoro continuaba trazando su curva luminosa en medio de un cielo sembrado de estrellas.

Lo que tendía a agravar las cosas era la intervención, más clara y explícita cada día, del público en esta discordia privada. Los periódicos, con vivacidad unos, con violencia otros, tomaban partido por Dean Forsyth o por Hudelson; ninguno permanecía indiferente; desde lo alto de la torre y la torrecilla descendía la querella hasta las mesas de redacción, y eran de prever graves complicaciones. Anunciábase ya que iban a celebrarse reuniones en las que se discutiría el asunto.

Mrs. Hudelson y Jenny experimentaban mucha inquietud al notar esa efervescencia; en vano se esforzaba Loo por tranquilizar a su madre, y Francis Gordon a su prometida; no podía negarse que ambos rivales se remontaban más y más sufriendo la influencia de esas detestables excitaciones. Se referían las frases, falsas o verdaderas, escapadas a Mr. Dean Forsyth; las palabras, verdaderas o falsas, pronunciadas por el doctor Hudelson, y de día en día, de hora en hora la situación se hacía más grave.

En esas circunstancias fue cuando se produjo una explosión que resonó en todo el mundo.

Tratábase sencillamente de una nueva del más singular carácter, que el telégrafo y el teléfono extendieron con su rapidez vertiginosa a través de todas las repúblicas y reinos del Antiguo y del Nuevo Mundo.

Dicha información no procedía de la torrecilla del doctor Hudelson, ni de la torre de Mr. Forsyth, ni del observatorio de Pittsburg, ni del de Boston, como tampoco del de Cincinnati. Aquella vez fue el observatorio de París quien revolucionó al Universo civilizado comunicando a la Prensa, el 2 de mayo, una nota concebida en los siguientes términos;

El bólido señalado a la atención de los observatorios de Cincinnati y de Pittsburg por dos respetables ciudadanos de la ciudad de Whaston, estado de Virginia, y cuya traslación en torno del globo terrestre parece realizarse hasta ahora con una perfecta regularidad, es actualmente estudiado en todos los observatorios del mundo, de día y de noche, por una multitud de eminentes astrónomos.

Si a pesar de este atento examen están por resolver muchas partes del problema, el observatorio de París ha llegado, cuando menos, a obtener la solución de una de ellas y a determinar la naturaleza del meteoro.

Los rayos emanados del bólido han sido sometidos al análisis espectral, y la disposición de sus rayas ha permitido reconocer perfectamente la sustancia del cuerpo luminoso de la que éste está formado.

Su núcleo, que rodea una brillante cabellera y de donde parten los rayos observados, no es en manera alguna de naturaleza gaseosa, sino de naturaleza sólida. No está formado de hierro nativo, como muchos aerolitos, ni se halla constituido por ninguno de los compuestos químicos que constituyen de ordinario esos cuerpos errantes.

Este bólido está formado de oro, de oro puro, y si no puede indicarse su verdadero valor, es porque hasta ahora no ha sido posible medir de una manera aproximada las dimensiones de su núcleo.

Tal era la nota que se dio a conocer al mundo.

Acerca del efecto que semejante noticia produciría, es más fácil de imaginar que de describir. ¡Un globo de oro, una masa de precioso metal, cuyo valor no podía ser sino de muchos millares de millones, circulaba en torno a la Tierra! ¡Qué de ensueños no iba a hacer brotar un acontecimiento tan sensacional! ¡Qué de codicias no iba a despertar en todo el Universo y más particularmente en aquella ciudad de Whaston, a quien correspondía el honor del descubrimiento, y más particularmente todavía en los corazones de sus dos ciudadanos, inmortales ya, que tenían por nombre Dean Forsyth y Sydney Hudelson.

Capítulo IX

En el cual los periódicos, el pueblo, Mr. Dean Forsyth y el Doctor Hudelson celebran una orgía de matemáticas

¡Era de oro...! ¡De oro!

El primer sentimiento fue de incredulidad. Para los unos era un error que no tardaría en ser conocido; para los otros, una gran mixtificación imaginada por los bromistas de talento.

Si así fuera, no había duda de que el observatorio de París se apresuraría a desmentir la nota que se le había atribuido falsamente.

Digámoslo en seguida; ese mentís no debía ser dado. Al contrario, los astrónomos de todos los países, repitiendo las experiencias de sus colegas franceses, confirmaron la unanimidad de sus conclusiones. Forzoso hubo de ser, por consiguiente, considerar el extraño fenómeno como un hecho cierto y averiguado.

Aquello fue entonces una locura.

Cuando se produce un eclipse de sol, es sabido que los instrumentos ópticos se venden en cantidades considerables. ¡Imagínese ahora el lector el número de anteojos, gemelos y telescopios que se venderían con ocasión de aquel memorable acontecimiento! Jamás soberano o soberana, jamás cantante o bailarina ilustres fueron tanto y tan apasionadamente anteojados —permítasenos la palabra— como aquel maravilloso bólido, prosiguiendo indiferente y soberbio su marcha regular en lo infinito del espacio.

Él proseguía tan hermoso y se prestaba complaciente a las observaciones. Así Mr. Dean Forsyth y el doctor Sydney Hudelson no abandonaban ya el uno su torre y el otro su torrecilla. Ambos se aplicaban a determinar los últimos elementos del meteoro, su volumen, su masa, sin perjuicio de las particularidades inesperadas que un estudio atento podía revelar. Si era imposible resolver definitivamente la cuestión de la prioridad, ¡qué ventaja para aquel de los dos rivales que lograse arrancarle alguno de sus secretos! ¿No era la cuestión del día la cuestión del bólido?

¡Cuántos cálculos se efectuaron para establecer el número de los millares de millones que representaba el errante bólido! Desgraciadamente, esos cálculos carecían de base, toda vez que continuaban siendo desconocidas las dimensiones del núcleo.

Cualquiera que fuese el valor de ese núcleo no podía en todo caso, dejar de ser prodigioso, y eso bastaba para inflamar las imaginaciones.

Ya el 3 de mayo publicó el
Whaston Standard
a ese respecto una nota que, después de una serie de reflexiones, terminaba así:

Admitiendo que el núcleo del bólido Forsyth-Hudelson se halle constituido por una esfera que mida solamente diez metros de diámetro, esa esfera, si fuese de hierro, pesaría tres mil setecientas setenta y tres toneladas. Pero esa misma esfera, formada únicamente de oro puro, pesaría diez mil ochenta y tres toneladas, y valdría más de treinta y un mil millones de francos.

Así, pues, aun reducido a tan pequeño volumen, el bólido tendría tan enorme valor.

—¿Es posible, señor? —balbució «Omicron», después de haber leído la nota en cuestión.

—No sólo es posible; es cierto —respondió doctoralmente Mr. Dean Forsyth—. Para encontrar este resultado ha bastado multiplicar la masa por el valor medio del oro, o sea tres mil cien francos por kilogramo, cuya masa no es otra que el producto del volumen, que se obtiene de la manera más sencilla mediante una simple fórmula. Dicha fórmula es: V = πD² / 6.

—En efecto —aprobó «Omicron», para quien todo aquello era hebreo.

—Pero —repuso Mr. Dean Forsyth— lo que me enfurece es que el periódico insista en colocar mi nombre al lado del de ese individuo.

Muy probablemente, el doctor hacía por su parte la misma reflexión.

Respecto a Miss Loo, tan desdeñosa mueca se dibujó sobre sus rosados labios cuando leyó la nota del Standard, que los treinta y un mil millones de francos se habrían sentido profundamente humillados.

Sabido es que el temperamento de los periodistas les lleva a sobrepujarse siempre; cuando uno ha dicho dos el otro dice tres, sin pensar siquiera en ello. No causarán, pues, sorpresa que aquella misma tarde el
Whaston Evening
contestase en estos términos, que denunciaban su parcialidad en favor de la torrecilla:

No comprendemos la razón de por qué él Standard se ha mostrado tan modesto en sus evaluaciones. Por nuestra parte, seremos más audaces. Aun permaneciendo dentro de las hipótesis más aceptables, atribuiremos un diámetro de cien metros al núcleo del bólido Hudelson. Basándonos sobre esta dimensión, se encuentra que el peso de semejante esfera de oro puro sería de diez millones cuatrocientas ochenta y tres mil cuatrocientas ochenta y ocho toneladas, y que su valor pasaría de treinta y un trillones doscientos sesenta mil millones de francos; o sea, de un número de catorce cifras.

Y aún se desprecian los céntimos, observó humorísticamente el
Punch
, al citar esos números prodigiosos, que la imaginación es incapaz de concebir.

El tiempo, no obstante, seguía manteniéndose hermoso, y Mr. Dean Forsyth y el doctor Hudelson se obstinaban más que nunca en proseguir sus investigaciones, sostenidos por la esperanza de ser, cuando menos, el primero en determinar con precisión las dimensiones del núcleo asteroidal. Por desgracia, era muy difícil percibir sus contornos en medio de su brillante cabellera.

Sólo una vez, en la noche del 5 al 6, Mr. Dean Forsyth se creyó a punto de conseguirlo. La irradiación había cesado un momento, dejando aparecer ante las miradas un globo de brillo intenso.

—i*Omicron»! —llamó Mr. Dean Forsyth, con voz quebrada por la emoción.

—¡Señor!

—¡El núcleo!

—Sí... Ya lo veo.

—¡Por fin..., ya lo tenemos!

—¡Bueno! —exclamó «Omicron»—. ¡Ya no se le distingue!

—¡No importa, yo le he visto...! ¡Habré tenido esa gloria...! Mañana, a primera hora, un despacho al observatorio de Pittsburg..., y ese miserable Hudelson no podrá pretender esta vez...

¿Era esto una ilusión de Mr. Dean Forsyth, o bien había dejado realmente el doctor Hudelson que se tomase sobre él esa ventaja? Nunca podrá saberse, así como tampoco llegó a enviarse el proyectado despacho al observatorio de Pittsburg.

En efecto; en la mañana del 6 de mayo apareció la nota siguiente en los periódicos de todo el mundo:

El observatorio de Greenwich tiene él honor de poner en conocimiento del público que de sus cálculos y de un conjunto de observaciones satisfactorias, resulta que el bólido señalado por los respetables ciudadanos de Whaston, y que el observatorio de París ha reconocido hallarse compuesto exclusivamente de oro puro, está constituido por una esfera de ciento diez metros de diámetro y un volumen aproximadamente de noventa y seis mil metros cúbicos.

Una esfera tal, en oro, debería pesar más de trece millones de toneladas. El cálculo pone de manifiesto que no es así. El peso real del bólido apenas se eleva a la séptima parte de la cifra precedente, y es sencillamente igual a un millón ochocientas sesenta y siete mil toneladas, peso correspondiente a un volumen de cerca de noventa y siete mil metros cúbicos y a un diámetro aproximado de cincuenta y siete metros.

De las consideraciones que preceden debemos necesariamente inferir, hallándose fuera de duda la composición química del bólido, o bien que existen vastas cavidades en el metal que constituye el núcleo, o, lo que es más verosímil, que ese metal se encuentra reducido a polvo, siendo el núcleo en ese caso de una forma análoga a la de una esponja.

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