La cena

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Authors: Herman Koch

BOOK: La cena
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¿Hasta dónde es capaz de llegar un padre para encubrir a un hijo que comete un delito injustificable? ¿Debe prevalecer el instinto de protección paterna, o la lealtad a unas normas sociales que garantizan la coherencia y la fortaleza del grupo? Estas y otras preguntas de igual calibre surgen como dardos durante la lectura de La cena, una novela ácida y provocadora que apunta sin miramientos a toda una clase social acomodada de los Países Bajos y, por extensión, de toda Europa, instalada en una inercia de autosatisfacción y complacencia, e indiferente hacia el devenir de la generación que ha de sucederla.

Dos parejas se han citado a cenar en un moderno y exclusivo restaurante de Ámsterdam. Mientras saborean el aperitivo y charlan con aparente despreocupación sobre la última película de moda y sus planes para las vacaciones, son conscientes de que, tarde o temprano, deberán abordar el incierto y acuciante asunto que los ha llevado a reunirse: el futuro de Michel y Rick, sus hijos de quince años, que según algunos indicios podrían estar envueltos en un caso de violencia grave. Así pues, tras los postres, cuando la cena llegue a sus últimos compases, la tensión entre los comensales habrá alcanzado su punto culminante y la cadena de secretos y revelaciones confluirán en un final dramático en el que nadie podrá esgrimir su inocencia.

Tras cosechar un éxito inmediato y arrollador en Holanda —copó las listas de bestsellers, y ya ha vendido más de 340 mil ejemplares—, La cena ganó el Premio del Público y fue declarado Libro del Año 2009.

Herman Koch

La cena

ePUB v1.0

Demes
18.06.11

Título original: Het Diner

Con la colaboración de la Dutch Foundation for Literature

Ilustración de la cubierta: AGE /Christina Zekkou

Copyright © Herman Koch, 2009

Publicado originalmente por Ambo/Anthos Uitgevers, Amsterdam

Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2010

ISBN: 978—84—9838—303—4

Depósito legal: B—31.500—2010

1ª edición, septiembre de 2010

Printed in Spain

NICE GUY EDDIE

C'mon, throw in a buck.

MR. PINK

Uh—huh.I don't tip.

NICE GUY EDDIE

Whaddaya mean, you don't tip?

MR. PINK

I don't believe in it.

QUENTIN TARANTINO

Reservoir Dogs

Aperitivos
1

Íbamos a cenar en un restaurante. No diré en cuál, porque si lo digo puede que la próxima vez esté lleno de gente que quiera ver si hemos vuelto. Había reservado Serge. De las reservas siempre se ocupa él. El restaurante es uno de esos a los que hay que llamar con tres meses de antelación, o seis u ocho, ya he perdido la cuenta. Yo jamás querría saber con tres meses de antelación adónde iré a cenar una noche determinada, pero parece que hay gente a quien eso no le importa nada. Si dentro de unos siglos los historiadores quieren saber cuán idiota era la humanidad a comienzos del siglo XXI, no tendrán más que echar un vistazo a los ordenadores de los llamados restaurantes selectos, porque resulta que todos esos datos se guardan. Si la vez anterior el señor L. estuvo dispuesto a esperar tres meses por una mesa junto a la ventana, bien esperará ahora cinco por una mesa al lado de la puerta de los servicios. En esos restaurantes, a eso se lo llama «llevar los datos de los clientes».

Serge jamás reserva con tres meses de antelación. Suele hacerlo el mismo día; se lo toma como un juego, dice. Hay restaurantes que siempre dejan una mesa libre para personas como Serge Lohman, y éste es uno de ellos. Uno de muchos, por cierto. Cabría preguntarse si en todo el país queda algún restaurante donde no pierdan los papeles al oír el nombre de Serge Lohman al teléfono. Claro que no llama él en persona, eso se lo deja a su secretaria o a alguno de sus colaboradores más cercanos. «No te preocupes —me aseguró cuando nos telefoneamos hace unos días—. Allí me conocen. Conseguiré mesa.» Yo sólo le había preguntado si volveríamos a llamarnos en caso de que no tuviesen sitio, y adónde podríamos ir entonces. Su voz, al otro lado de la línea, tenía cierto tono compasivo; casi me pareció ver cómo negaba con la cabeza. Un juego.

Si había algo que no me apetecía esa noche era estar presente cuando el propietario del restaurante o el maître de turno saliese a recibir a Serge Lohman como si de un viejo conocido se tratase, ver cómo una camarera lo conducía hasta la mejor mesa junto al jardín y cómo Serge simulaba que todo aquello no tenía la menor importancia, que en el fondo seguía siendo el mismo chico corriente de siempre, y que por eso se sentía tan a gusto entre la gente corriente.

Así que le dije que nos encontraríamos directamente en el restaurante en vez de quedar en el bar de la esquina, como había propuesto él. Era un bar frecuentado también por mucha gente corriente. Ver a Serge Lohman entrando en aquel local, con aires de tipo corriente y una sonrisa que venía a decir que las demás personas corrientes debían seguir charlando como si tal cosa, tampoco me apetecía nada esa noche.

2

El restaurante nos queda bastante cerca de casa, de modo que fuimos andando. Pasamos por delante del bar en el que yo no había querido encontrarme con Serge. Llevaba el brazo alrededor de la cintura de mi esposa, y ella, la mano por debajo de mi americana. En la fachada del bar resplandecía el cálido letrero luminoso rojo y blanco de la cerveza que servían en el interior.

—Llegamos demasiado pronto —comenté—. O mejor dicho, si vamos ahora al restaurante, llegaremos puntuales.;

Debo dejar de llamarla «mi esposa». Se llama Claire. Sus padres le pusieron Marie Claire, pero de mayor se negó a llamarse igual que una revista. A veces la llamo Marie para incordiarla, pero casi nunca me refiero a ella como «mi esposa», sólo muy de vez en cuando, en ocasiones formales como «En este momento mi esposa no puede ponerse al teléfono» o «Pues mi esposa está segura de haber reservado una habitación con vistas al mar».

En veladas como ésa, Claire y yo valoramos mucho los momentos en que aún estamos solos. Es como si todavía todo fuese posible, como si lo de haber quedado para cenar fuese una simple confusión y en realidad sólo hubiésemos salido a dar una vuelta nosotros dos. Si tuviese que dar una definición de la felicidad, diría lo siguiente: la felicidad se basta a sí misma, no necesita testigos. «Todas las familias felices se parecen entre sí, pero cada familia desdichada ofrece un carácter peculiar», reza la primera frase de Ana Karenina, de Tolstói. Sólo me atrevería a añadir que las familias desdichadas, y sobre todo los matrimonios desdichados, nunca pueden estar solos. Cuantos más testigos tengan, mejor. La desdicha busca siempre compañía. La desdicha no soporta el silencio, sobre todo los silencios incómodos que se producen cuando se está a solas.

Así pues, Claire y yo nos sonreímos en el bar cuando nos trajeron las cervezas, a sabiendas de que nos esperaba una larga velada en compañía del matrimonio Lohman, de que ése era el mejor momento de la noche y que, a partir de entonces, las cosas sólo podrían ir a peor.

No me apetecía cenar en un restaurante. Nunca me apetece. Una cita en los próximos días es la antesala del infierno; la noche en cuestión, el infierno mismo. Empieza ya de buena mañana delante del espejo con el «¿qué me pongo?» y el «¿me afeito o no?». A fin de cuentas, todo eso dice mucho de uno, tanto unos vaqueros salpicados de rotos y manchas como una camisa bien planchada. Si vas con barba de un día, es que has sido demasiado perezoso para afeitarte; con barba de dos días te preguntan infaliblemente si la susodicha barba de dos días forma parte de tu nueva imagen, y con barba de tres días estás a un paso de la degradación total. «¿Va todo bien? ¿No estarás enfermo?» Hagas lo que hagas, no eres libre. Afeitarse también es una declaración: salta a la vista que la cena te parece tan importante que te has tomado incluso la molestia de afeitarte, piensan los demás. En realidad, si te afeitas es como si ya te hubiesen metido el primer gol.

Además, en ocasiones como ésta siempre tengo a Claire para recordarme que no se trata de una velada cualquiera. Claire es más lista que yo. No lo digo como una reflexión feminista barata ni para caer bien a las mujeres. Jamás me oirán afirmar que las mujeres «en general» son más listas que los hombres, o más sensibles e intuitivas, o que «aprovechan todas las oportunidades que les brinda la vida» ni otras sandeces por el estilo que, dicho sea de paso, se oyen más en boca de hombres presuntamente sensibles que de las propias mujeres.

Claire es, sencillamente, más lista que yo, y para ser sincero, añadiré que me costó algún tiempo admitirlo. Es cierto que ya durante los primeros años de nuestra relación me parecía inteligente, pero le atribuía una inteligencia normal, el grado de inteligencia que cabía esperar en la mujer que saliera conmigo. Al fin y al cabo, yo no habría aguantado ni un mes con una tonta, ¿no? El caso es que Claire resultó tan inteligente que al cabo de un mes seguía con ella. Y ahora, casi veinte años después, también.

Bien, quedamos pues en que Claire es más lista que yo, pero en ocasiones como ésta siempre me pide mi opinión sobre lo que debe ponerse, qué pendientes le sientan mejor, si se recoge el pelo o no. Los pendientes son para las mujeres lo que el afeitado para los hombres: cuanto más grandes sean, más importante y festiva es la noche. Claire tiene unos pendientes para cada ocasión. Algunos dirán que tanta inseguridad sobre el atuendo no es signo de inteligencia, pero yo sostengo todo lo contrario. Es justamente la tonta la que cree que puede arreglárselas sola. «¿Qué sabrá un hombre de esas cosas?», pensaría la tonta, y, acto seguido, erraría la elección.

Alguna vez he intentado imaginarme si Babette le pregunta alguna vez a Serge Lohman si le parece bien el vestido que se ha puesto. O si no lleva el pelo demasiado largo, o qué le parecen los zapatos. ¿No son algo bajos? ¿O, al contrario, tienen demasiado tacón?

Pero en esa imagen hay algo que falla, algo que no cuadra. «No; vas bien así», le oigo decir a Serge con aire ausente, sin poner los cinco sentidos. En realidad, le interesa bien poco y, además, aunque su mujer llevara el vestido inadecuado, los hombres se volverían a mirarla igualmente. A ella todo le sienta bien, ¿de qué se queja?

No era un bar de diseño ni se veían tipos a la última; Michel diría que no molaba. La inmensa mayoría eran personas corrientes. Ni muy mayores ni muy jóvenes, había un poco de todo, pero básicamente gente corriente. Como debería ser en todos los bares.

Estaba lleno. Claire y yo estábamos junto a la puerta del servicio de caballeros, pegados el uno al otro. Ella tenía la cerveza en una mano y con los dedos de la otra me pellizcaba suavemente la muñeca.

—No sé —dijo—, pero últimamente me da la impresión de que Michel está algo raro. Bueno, raro no. No está como siempre. Lo veo más reservado. ¿No te parece?

Michel es nuestro hijo. La próxima semana cumple los dieciséis. No, no tenemos más hijos. No fue intencionado traer al mundo sólo uno, pero llegó un punto en que ya era tarde para tener otro.

—Ah, ¿sí? —repuse—. Es posible.

No debía mirar a Claire: nos conocíamos demasiado bien, los ojos me delatarían. Por eso fingí echarle un vistazo al local, como si me fascinase ver a tantas personas corrientes enfrascadas en animadas conversaciones. Me alegraba de haberme mantenido en mis trece y haber quedado con los Lohman directamente en el restaurante; me imaginé a Serge entrando por la puerta batiente, con una sonrisa que animaría a la gente corriente a continuar con lo que estuvieran haciendo y a no prestarle mayor atención.

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