La cena secreta (31 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La cena secreta
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—¿Cátaros aquí? —protestó—. Los veis por todas partes, hermano.

—Y además les suponéis mucha perspicacia —tercié desde el suelo, mientras ajustaba la soga alrededor de fray Alessandro—. ¿De veras los creéis capaces de distinguir esas cenizas de las de sus propias hogueras?

Permitidme que lo dude.

Esta vez el tuerto no replicó. Aguardé un instante a que la cuerda se tensara y comenzara a izar al bibliotecario, pero tampoco noté nada. Mauro Sforza no aprovechó la ocasión para rematar los siempre amargos comentarios del asistente del prior, y un incómodo y prolongado silencio se instaló de repente en el claro.

Extrañado, di un paso atrás para ver qué sucedía allá arriba. Fray Benedetto estaba inmóvil como una estatua de sal, el rostro vuelto hacia atrás y la mirada perdida en algún lugar de la linde del bosque; había soltado la soga. A Mauro no era capaz de verlo; lo más que acerté a discernir fue el ligero temblor de su barbita cana. Tragaba aire con angustia, como lo haría uno de esos místicos ante sus visiones extáticas del cielo. No pestañeaba, ni parecía capaz de articular ningún movimiento. Enseguida lo comprendí: el tuerto, paralizado por alguna impresión, parecía querer señalarme algo con la barbilla, levantándola con espasmos irregulares y dando golpecitos al aire con su nariz. Por eso, cuando me giré en redondo y enfilé el lugar hacia el que miraba, casi caí de espaldas de la impresión.

No exagero.

Justo a la entrada del bosque, a unos veinte metros de donde nos encontrábamos, un grupo de quince encapuchados observaba en silencio nuestros movimientos. Nadie los había visto antes. Vestían de negro de pies a cabeza, tenían las manos recogidas dentro de sus mangas y parecían llevar un buen rato allí, vigilando el claro de Santo Stefano. No es que nos parecieran hostiles —de hecho, no llevaban armas, ni palos, ni nada con lo que pudieran agredirnos—, pero he de reconocer que tampoco nos tranquilizó mucho su actitud: nos miraban por el filo de sus capuchas, sin articular palabra o hacer ademán alguno de acercársenos. ¿De dónde habían salido? Que supiéramos, no existía ningún convento o eremitorio en los alrededores, ni aquélla era una jornada litúrgica que justificara la presencia de unos monjes en campo abierto.

¿Y entonces? ¿Qué querían? ¿Acaso habían venido a presenciar la ejecución post mórtem de nuestros herejes?

Mauro Sforza fue el primero en descender de la pira y dirigirse hacia los encapuchados con los brazos abiertos, pero su gesto sólo recibió indiferencia por respuesta. Ninguno de los visitantes movió un músculo.

—Santo Dios —acertó a exclamar por fin el tuerto—. ¡Si son revestidos!

—¿Revestidos?

—¿Es que no lo veis, padre Leyre? —balbució entre la perplejidad y el enfado—. Os lo estaba diciendo.

Van enfundados en hábitos negros, sin cuerdas ni ornamentos, igual que los cátaros que aspiran a la perfección.

—¿Cátaros?

—No van armados —añadió—. Su fe se lo prohíbe.

Mauro, que había escuchado aquello, dio un paso más hacia los desconocidos.

—Adelante, hermano —lo animó el tuerto—. No perderéis nada si los tocáis. Si no son capaces de matar a un pollo, ¿cómo van a pensar en haceros daño?

—Laudetur Iesus Christus. ¡Están aquí por sus muertos! —saltó Jorge, que se había pegado a mis hábitos temblando de miedo nada más darse cuenta de lo que pasaba—. ¡Quieren que se los devolvamos!

—¿Y eso os atemoriza? ¿Es que no habéis escuchado a fray Benedetto? —le susurré, rogándole que se calmara—. Estas gentes son incapaces de utilizar la violencia contra nosotros.

Nunca supe si el hermano Jorge llegó a responderme, porque cuando debió de hacerlo los intrusos entonaron un sentido Pater Noster que estremeció todo el claro. Sus timbres varoniles llenaron Santo Stefano, dejándonos sin palabras. Jorge, pues, se equivocó. Los bonhommes no habían venido a recuperar el cuerpo de sus correligionarios. Jamás harían algo así. Ellos odiaban los cuerpos. Los consideraban la prisión del alma, un obstáculo diabólico que les alejaba de la pureza del espíritu. Si se habían desplazado hasta allí, arriesgándose a ser detenidos y llevados a prisión, era porque habían decidido orar por las almas de sus correligionarios muertos.

—¡Malditos seáis todos! —los imprecó fray Benedetto, alzando sus puños desde lo alto de la pira—.

¡Malditos una y mil veces!

La reacción del tuerto nos sorprendió a todos. Fray Jorge y el hermano Mauro se quedaron de una pieza al verlo saltar al suelo y salir corriendo hacia los revestidos como si estuviera fuera de sí. Estaba rojo de ira, con la cara a punto de estallarle y las venas del cuello hinchadas. Benedetto embistió con violencia al primer encapuchado que se cruzó en su camino. El hombre cayó de bruces contra el suelo. Y el tuerto, enloquecido, se hincó de rodillas sobre él empuñando un cuchillo que había sacado sabe Dios de dónde.

—¡Deberíais estar muertos! ¡Todos! ¡No tenéis derecho a estar aquí! —gritó.

Antes de que pudiéramos detenerlo, nuestro hermano había hundido su arma hasta el mango en la espalda del revestido. Un alarido de dolor estremeció el lugar. —¡Idos al infierno! —bramó.

Lo que ocurrió a continuación todavía es confuso para mí. Los encapuchados se miraron entre sí antes de abalanzarse sobre Benedetto. Lo apartaron de la espalda herida de su hermano, que echaba sangre a borbotones, y lo redujeron contra uno de los pinos. El tuerto, que seguía profiriendo maldiciones contra sus captores, tenía los ojos inyectados de ira.

En cuanto a los demás, aún menos es lo que recuerdo. Jorge, el octogenario, huyó corriendo a la ciudad.

Nunca pensé que pudiera hacerlo con esa agilidad. A Mauro, en cambio, lo perdí de vista en cuanto uno de aquellos hombres me echó un saco por la cabeza atándomelo al cuello con una correa. Algo debía de tener aquel talego, porque al poco de llevarlo encima, noté cómo fui perdiendo el sentido lentamente. En cuestión de segundos, dejé de oír los aullidos del encapuchado herido, y una extraordinaria sensación de ligereza se fue apoderando de mis extremidades de forma inexorable.

Antes de desfallecer, sin embargo, aún tuve tiempo de escuchar una voz que murmuró algo que no acerté a comprender:

—Ahora, padre, al fin podré responder a vuestras dudas. Después, atolondrado y perplejo, me desmayé.

Capítulo 43

Desperté con náuseas y un fuerte dolor de cabeza, sin saber cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Todo daba vueltas a mi alrededor, y mi mente estaba más confusa que nunca. La culpa la tenía aquella presión constante sobre las sienes. Era un dolor cíclico, circular, que cada cierto tiempo recorría mi cráneo de izquierda a derecha, perturbando mis sentidos. Tan fuertes eran sus punzadas, que durante un buen rato ni siquiera hice el intento de abrir los ojos. Recuerdo incluso que me palpé la cabeza buscando alguna herida, pero fui incapaz de encontrar nada. El daño era interno.

—No os preocupéis, padre. Estáis entero. Descansad. Pronto os recuperaréis.

Una voz amable, la misma que me habló antes de perder el conocimiento, me sobresaltó antes de que pudiera incorporarme. Volvió a dirigirse a mí en un tono sereno, familiar, como si me conociera desde hacía mucho tiempo.

—El efecto de nuestro aceite durará sólo unas horas más. Después volveréis a sentiros bien.

—¿Vuestro… aceite?

Desorientado, débil, con los brazos y las piernas agarrotadas y tendido sobre un suelo irregular, logré reunir fuerzas para comenzar a hablar. Deduje que me habían llevado a algún lugar a cubierto, porque sentía la ropa seca y el frío no era tan intenso como en el claro de Santo Stefano.

—La tela que os colocamos encima estaba impregnada con un aceite que provoca el sueño, padre. Es una vieja fórmula. Un secreto de los brujos de estos pagos.

—Veneno… —murmuré.

—No exactamente —respondió—. Se trata de un ungüento que se extrae de la cizaña, el beleño, la cicuta y la adormidera. No falla nunca. Basta absorberlo en pequeñas dosis a través de la piel para que su efecto letárgico sea inmediato. Pero se os pasará pronto. Descuidad.

—¿Dónde estoy?

—A salvo.

—Dadme de beber, os lo ruego.

—Enseguida, padre.

A tientas, así la jarra que el desconocido colocó entre mis manos. Era vino caliente. Un caldo amargo que ayudó a mi cuerpo maltrecho a sobreponerse. Me aferré al barro con ansia, haciendo acopio de fuerzas antes de entornar los ojos y echar un vistazo a mi alrededor.

Mi instinto no había errado. Ya no estaba en Santo Stefano. Y fueran quienes fuesen mis captores, me habían separado de Jorge, Mauro y Benedetto, y aislado en una estancia cerrada, sin ventanas, que debía de ser una suerte de celda improvisada en alguna remota casa de campo. Supuse que había pasado una eternidad tendido sobre aquella estera de paja. Mi barba había crecido, y alguien se había atrevido a despojarme de los hábitos de Santo Domingo; en su lugar vestía un tosco sayal de lana. Pero ¿cuánto tiempo llevaba allí? Imposible calcularlo. ¿Y adonde habían ido a parar mis hermanos? ¿Quién era el responsable de haberme llevado hasta ese lugar? ¿Y para qué?

Una sensación de angustia se apoderó de mi garganta.

—¿Dónde… estoy? —repetí.

—A salvo. Este lugar se llama Concorezzo, padre Leyre. Y me alegra veros recuperado. Tenemos mucho, mucho de que hablar. ¿Os acordáis de mí?

—¿Co… cómo?— titubeé.

Quise girarme para buscar a mi interlocutor, pero una nueva punzada me obligó a detenerme.

—¡Vamos, padre! Nuestro aceite os ha dormido, pero no os ha borrado la memoria. Soy el hombre que siempre dice la verdad, ¿no me recordáis? Aquel que juró resolveros cierto enigma que os atribulaba.

Un latigazo sacudió mi cerebro. Era cierto. Por Dios bendito. Cierto que había escuchado aquel timbre de voz en alguna parte. Pero ¿dónde? Tuve que hacer un gran esfuerzo para terminar de incorporarme y buscar el rostro de quien me hablaba. Y, Santo Cristo, al fin lo vi. Estaba justo a mis espaldas. Redondo y sonrojado como siempre. Con aquellos ojos de esmeralda, claros y despabilados. Era Mario Forzetta. No había duda.

—¿Me recordáis?

Asentí.

—Lamento haber recurrido a estos métodos para traeros aquí, padre. Pero, creedme, era la única opción que teníamos. Por las buenas no nos hubierais acompañado. —Sonrió.

Aquel plural me desconcertó.

—¿Que teníais? ¿Quiénes, Mario?

El rostro de Forzetta se iluminó al oírme pronunciar su nombre.

—Los hombres puros de Concorezzo, padre. Nuestra fe nos impide utilizar la violencia, pero no el ingenio.

—Bonhommes… ¿Tú?

—Estaréis horrorizado, lo sé. Liberasteis a un hereje de la prisión que se merecía. Pero antes de que hagáis vuestro juicio sobre este asunto, ruego que me escuchéis. Tengo mucho que contaros.

—¿Y mis hermanos?

—Los dejamos dormidos en Santo Stefano, como a vos. A estas horas, si no se han congelado, ya habrán regresado a Milán, y tendrán vuestra misma jaqueca.

Mario lucía un aspecto razonablemente bueno. Se le notaba aún la cicatriz que le había partido en dos la cara días atrás, pero se había dejado crecer barba y su tez estaba morena por el sol. Distaba ya mucho del espectro que conversó conmigo en la prisión del palacio de los Jacaranda. Había ganado peso y su rostro irradiaba felicidad. Saberse fuera del alcance de don Oliverio le había sentado bien. Lo que no acertaba a comprender era por qué había decidido retenerme. Y por qué precisamente a mí, que fui quien le brindó su libertad.

—Mis hermanos y yo hemos dudado mucho antes de dar este paso —se explicó Mario, que se sentó a mi lado, en el suelo—. Sé que vos, padre, sois inquisidor y que vuestra orden lleva más de doscientos años persiguiendo a familias que, como nosotros, tenemos otra manera diferente de aproximarnos a Dios.

—Pero…

—Pero al veros ayer en Santo Stefano, comprendí que erais una señal enviada por Dios. Aparecisteis allí justo cuando ya tenía las respuestas que juré daros. ¿Lo recordáis? ¿Acaso no es un milagro? Convencí a nuestro perfecto para que os trajéramos aquí y yo pudiera saldar mi deuda con vos.

—No hay tal deuda.

—La hay, padre. Dios ha cruzado nuestros caminos por alguna razón que sólo Él sabe. Tal vez no sea para que os ayude a resolver vuestros acertijos, sino para que juntos nos enfrentemos al enemigo que tenemos en común.

Aquella afirmación me desconcertó.

—¿Cómo dices?

—¿Recordáis el acertijo que me confiasteis el día que me pusisteis en libertad?

Asentí. Oculos ejus dinumera seguía desafiando mi inteligencia. Ya casi había olvidado que también Forzetta lo tenía en su poder.

—Después de despedirme de vos, me refugié en el taller de Leonardo. Sabía que su casa era el único lugar de Milán que me daría cobijo, como así sucedió. Y naturalmente, hablé con el maestro. Le conté mi encuentro con vos, le hablé de vuestra infinita generosidad y le pedí que me auxiliara. No sólo quería que me protegiera de la ira del señor Jacaranda, sino que deseaba agradeceros lo mucho que habíais hecho por mí al sacarme de sus celdas.

—Pero ya no eras discípulo del maestro… ¿verdad?

—No. Aunque, en realidad, nunca se deja de serlo. Leonardo siempre trata a sus pupilos como a hijos, y pese a que algunos demostremos no tener altura para seguir en la pintura, siempre nos reserva su afecto. A fin de cuentas, sus enseñanzas trascienden el mero oficio de artista.

—Entiendo. Así que fuiste a refugiarte bajo el ala protectora de meser Leonardo. ¿Y qué te dijo?

—Le entregué vuestro acertijo. Le dije que encerraba el nombre de una persona a la que buscabais y el maestro lo resolvió para mí.

Aquello me resultó irónico. ¿Leonardo había descifrado la firma de quien había escrito a Betania para buscar su ruina? Lleno de curiosidad, traté de sobreponerme al mareo y tomé las manos de Mario para enfatizar mi pregunta:

—Y dime, ¿lo consiguió?

—En efecto, padre. Hasta puedo confirmaros qué nombre encierra.

Mario depositó entonces la carta de la sacerdotisa en el suelo, justo entre nuestras piernas.

—Meser se extrañó mucho cuando le pregunté por vuestro enigma —continuó—. De hecho, me dijo que lo conocía muy bien. Que un hermano de Santa Maria se lo había llevado un tiempo antes, y que ya entonces lo había resuelto para él.

—¡Fray Alessandro!

El recuerdo de Oculos ejus dinumera escrito en el reverso de un naipe como aquel hallado junto al cadáver del bibliotecario me hizo dar un respingo. De repente todo cobraba sentido: el Agorero debió de asesinar a fray Alessandro al saberse desenmascarado por éste, y hubo de urdir entonces un plan para desacreditar a Leonardo. Asesinar a un oscuro religioso debió de resultarle fácil, pero no así acabar con el pintor favorito de la corte. Así que optó por intentar incriminarlo por hereje. De ahí sus cartas a Betania.

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