Read La chica sobre la nevera Online
Authors: Etgar Keret
Mi mejor amigo se meó por la noche en mi puerta. Vivo en un cuarto sin ascensor, de alquiler. Los perros, a veces, lo hacen para marcar el territorio y ahuyentar a otros machos. Pero él no es un perro, él es mi mejor amigo. Y además, ese no era su territorio, era la puerta de mi casa.
Unos minutos antes, mi mejor amigo había estado esperando el autobús. No sabía qué hacer. La vejiga había empezado poco a poco a fastidiarlo. Intentó luchar contra ella recordándose a sí mismo que el autobús llegaría en cualquier momento, sólo que eso ya se lo llevaba recordando desde hacía veinte minutos. Y entonces, de repente, se acordó de que yo, su mejor amigo, vivía, en realidad, a unos pocos cientos de metros de allí, en Zamenhof catorce, en un cuarto sin ascensor, de alquiler. Se marchó de la parada y echó a andar en dirección a mi piso. A andar exactamente no, a medio correr. Y después a correr del todo. A cada paso que daba, más le costaba contenerse, hasta el punto de que ya estaba pensando en entrar en cualquier patio a mear contra una pared, un árbol o una bombona de gas. Cuando esa idea se le vino a la cabeza, estaba ya a menos de cincuenta metros de mi casa, así es que le pareció una idea un poco bestia y muy muy cutre. Se pueden decir muchas cosas malas de mi mejor amigo, pero no que sea un tipo cutre. Así es que siguió arrastrando ese pensamiento otros cincuenta metros más y después subió los cuatro pisos de mi casa con la vejiga hinchándosele a cada escalón como un globo a punto de explotar.
Cuando por fin consiguió llegar a mi piso, llamó a la puerta con los nudillos. Después llamó al timbre. Y otra vez con los nudillos. Bien fuerte. Yo no estaba en casa. Precisamente ahora, cuando tanto me necesitaba, yo, su mejor amigo, había preferido irme a un pub, sentarme tan tranquilo a la barra e intentar convencer a cada chica que entraba de que se viniera a dormir a mi casa. Mi mejor amigo seguía en mi puerta desesperado, había confiado ciegamente en mí, pero ahora ya era demasiado tarde. No podía aguantar los cuatro pisos para abajo. Lo único que pudo hacer después fue dejarme un
perdón
en una nota arrugada.
La chica que accedió a irse conmigo esa noche se arrepintió al ver el charco.
–Primero –dijo–, esto es asqueroso. No pienso pisarlo. Segundo, aunque lo limpies, el olor se ha metido ya por toda la casa. Y tercero –añadió torciendo el morro con delicadeza–, si tu mejor amigo te mea en la puerta, algo querrá decir –y tras un breve silencio añadió–: Sobre ti –y después de otro silencio–: Y nada bueno.
A continuación se marchó. Fue ella la que me contó que así es como los perros marcan su territorio. Cuando lo dijo, hizo una breve pausa después de la palabra
perro
y me clavó una mirada llena de intención, una mirada de la que yo tenía que deducir que existía un gran parecido entre mi mejor amigo y un perro. Después de esa mirada, se fue. Traje la bayeta del suelo de la terraza de la cocina y un cubo de agua, y mientras lo recogía me fui tarareando
La colina del arsenal
. Estaba orgullosísimo de mí mismo por haberme conseguido dominar y no haberle dado una bofetada.
Los estantes que nos rodeaban estaban a reventar de la pasta de la que están hechos los sueños. Seiscientas cajas corrientes, ciento ochenta envoltorios
jumbo
y tres mil monodosis. Estaba oscuro. Era por la noche. Amir Meiri se encontraba detrás del mostrador y lloraba como un niño.
–Estamos acabados –dijo–. Keret, estamos acabados.
En ese momento sentí una gran compasión por él, porque no tenía futuro. Ni siquiera un presente inmediato. Intenté imaginármelo otros cinco minutos más a partir de ese momento, pero allí no había nada, simplemente nada. A decir verdad, si hubiera probado lo mismo conmigo, tampoco hubiera visto más que oscuridad. Como socio del negocio al cincuenta por ciento, yo también estaba metido hasta el cuello en la misma mierda.
La primera vez que nos habíamos topado con la dichosa pasta fue en Ko Samui. Un tailandés nos vendió un tubo por veinte
bat
. Estábamos convencidos de que se trataba de un bronceador. Al ver el tailandés que Amir se lo extendía por los hombros, se puso como un loco.
–No-good, no-good
–gritaba en su inglés estropeado, mientras agitaba los brazos–.
Put on eyes
–añadió, señalándose los ojos–,
only on eyes
.
Amir lo escuchó, se untó un poco en los párpados, y lo mismo hice yo.
–Now you close eyes and dlim
–nos ordenó el tailandés.
Cerramos los ojos. Seguíamos estando despiertos, pero llegaron los sueños. No dormíamos, es que sencillamente vinieron. Nada de visiones o algo parecido, sino simple y llanamente sueños en estado puro. Amir soñó enseguida cómo importaba esa pasta a Israel, ganaba un dineral, y se compraba un Mazda Sport rojo. Yo soñé contigo, cómo me decías por teléfono que toda esa conversación que habíamos mantenido antes de que yo saliera de viaje había sido un error, que yo era en realidad al que de verdad amabas, mientras que el licenciado ese en derecho no era más que un ligue. Que cuando lo hablamos, sencillamente te habías confundido, pero que ahora lo habías comprendido. Y que me echabas muchísimo de menos. Que no me tendría que haber ido a Tailandia.
Abrimos los ojos y Ko Samui seguía a nuestro alrededor.
–Weli good, eh?
–dijo el tailandés.
Le compramos la caja entera. Nos quedamos en Ko Samui un par de semanas más. Un par de semanas durante las que me compuse en la cabeza las imágenes ordenadas de cómo volvía contigo y todo se arreglaba. Porque las fui colocando por orden. Cuándo llegaría el abrazo y cuándo medio lloraríamos de alegría. Cuándo llegaría el relamido ese a recoger sus cosas de tu piso y lo amable que yo sería con él preparándole un zumo y ayudándolo a atar el colchón de matrimonio al techo del Peugeot. Amir estuvo siempre a mi lado haciendo sus cálculos en un cuaderno.
–Seremos millonarios –decía cada tantos minutos–, la hostia de millonarios. La lotería primitiva es la Oficina de Ayuda al Necesitado al lado de lo que nos vamos a meter nosotros en el bolsillo.
Ahora ya estamos aquí, y Amir llora como un niño.
–Voló –masculla mientras golpea el mostrador–, todo el dinero que teníamos ha volado.
Por no hablar del dinero que no teníamos.
–¿Cómo íbamos a saberlo nosotros, eh? –prosigue–. ¿Cómo íbamos a saber que esa pasta sólo iba a funcionar con nosotros? No es justo, simplemente no lo es.
No sé de qué manera, pero la verdad es que así era. En nosotros el producto funcionaba como por encanto, mientras que a los demás no les afectaba en absoluto. Se untaban la pasta en los párpados y esperaban, pero nada. Lo mismo que si se hubieran untado
hummus
. Solamente a Amir y a mí nos traía sueños.
En un momento dado, Amir dejó de llorar y se quedó dormido. Así, medio recostado, con la cabeza sobre el mostrador. Me saqué del bolsillo la invitación de tu boda.
–Qué hijo de puta el tailandés ese –murmuraba Amir en sueños–, mamón y cabronazo. Nos ha jodido bien jodidos Volví a meterme la invitación en el bolsillo. Fui hasta uno de los estantes y bajé de él una botella
jumbo
. Me unté una capa gruesa sobre los párpados cerrados y esperé. Pero no pasó nada. Lo mismo que si hubiera sido
hummus
. De todos modos preferí mantenerlos cerrados. Me acordé del licenciado en derecho, perdón, del ya abogado, que tan amable había sido conmigo cuando fui a tu casa. De cómo me había ayudado a bajar las cosas por la escalera.
–Que se muera –dejó escapar Amir entre dientes contra la formica del mostrador–, ojalá se muera, porque a su entierro voy a llevarle guindilla.
Por la noche soñé que era una mujer de cuarenta años y que mi marido era coronel de la reserva. Mi marido dirigía ahora un centro cívico en un barrio deprimido. Su capacidad para relacionarse con los demás era una mierda. Sus empleados lo odiaban, porque se pasaba el día gritándoles. Se quejaban de que los trataba como a unos reclutas.
Yo me levantaba por la mañana y le preparaba unos huevos revueltos, y por la noche escalopes con puré. Cuando estaba de buen humor me decía que la comida era excelente, pero jamás retiraba sus cosas de la mesa. Una vez al mes, en viernes, llevaba a casa un ramo de flores marchitas que los niños rusos vendían en un semáforo especialmente largo.
Por la noche soñé que era una mujer de cuarenta años y que tenía dolores menstruales, que era por la noche y que de repente me daba cuenta de que se me habían terminado todos los tampones que tenía en casa y que intentaba despertar a mi marido que era coronel de la reserva para decirle que cogiera el coche y fuera al súper de la calle Parán, o que por lo menos me llevara a mí, porque no tengo carné de conducir, y aunque lo tuviera el coche era del ejército y yo no lo podía coger. Le dije que era urgente, pero él no quiso. Se limitó a mascullar entre sueños que la comida era una porquería y que no estaba dispuesto a que los cocineros salieran de permiso todas las semanas, porque aquello era el ejército y no un campamento de verano. Me puse un clínex doblado varias veces, intenté quedarme acostada boca arriba sin respirar, sin moverme, para que no se me saliera. Pero me dolía todo el cuerpo y la sangre brotaba de mí con un ruido de cloaca averiada. Me fluía por las caderas, por las piernas, me salpicaba el vientre. Y el clínex se convirtió en una especie de papilla que se me pegaba a los pelos y a la piel.
Por la noche soñé que era una cuarentona asqueada de mí y de la vida. De no tener carné de conducir, de no saber inglés, de no haber estado nunca en el extranjero. La sangre que manaba de mí estaba empezando a endurecerse y me pareció que aquello era una maldición. Que esa regla nunca tendría fin.
Por la noche soñé que era una mujer de cuarenta, que me quedaba dormida y que soñaba que era un hombre de veintisiete que otra vez dejaba embarazada a su mujer y que después terminaba sus estudios de medicina y obligaba a su mujer y a su hija a marcharse con él al extranjero para terminar la especialidad, y que ellas sufrían mucho porque no sabían inglés. No tenían amigos, fuera hacía frío, había nieve. Y resulta que un
sunday
cualquiera me las llevé de picnic, extendí una manta en el suelo y ellas abrieron los cestos y colocaron sobre la manta muchas cosas ricas. Después de que hubimos terminado de comer saqué del portaequipajes una escopeta de caza y les disparé como a unos perros. La policía vino a buscarme a casa. Los mejores detectives de Illinois intentan cargarme con el asesinato. Me meten en una habitación, empiezan a gritarme, no me dejan fumar, no permiten que salga a hacer pis, pero yo me mantengo impertérrita. Y mi marido a mi lado en la cama no deja de gritar:
–Pues lo ha dicho Egozi. Lo ha dicho. Y el oficial que manda aquí ahora soy yo.
A veces, si no se lo peinaba, el pelo se le venía hacia delante. Le llegaba hasta la nariz, como un antifaz.
–¿Un último deseo? –le preguntó el comandante del pelotón de fusilamiento con una profunda voz de bajo–. ¿Un cigarrillo?
Pero él lo rechazó con valentía.
–¡Fuego! –ordenó el comandante del pelotón de fusilamiento.
Las balas se le incrustaron y se desplomó. Primero cayó de rodillas y luego sobre el vientre, los flecos de la alfombra cosquilleándole en la nariz. ¡Viva la revolución!
Tenía un pelo bonito, muy bonito. Siempre lo había sabido. Y si existiera alguna posibilidad de que un día fuera a desaparecerle de la cabeza, entonces él se marcharía de repente y ya está, tampoco sería por mucho tiempo. Porque su madre se lo recordaría. Todas las noches se lo recordaba. Cuando él estaba ya acostado y con los ojos cerrados, llegaba ella con una manta. De piqué en verano y de lana en invierno. Siempre iba a arroparlo y a recordárselo. Le decía que tenía un pelo como el de su padre, tan diferente del pelo pajoso y ralo de ella. Una cabellera espesa, lisa, que le resbalaba hasta los hombros. Como la de su padre, que se había marchado dejando sola a su madre. Pero su madre no estaba sola, su madre lo tenía a él. Su madre le pasaba una mano de tacto agradable por el pelo y siempre volvía a sorprenderse de nuevo de que nunca tuviera enredones. Su madre, además, le daba unos besos muy húmedos en los ojos y, a veces, hasta en la boca.
Él no se acordaba del aspecto que había tenido su padre. No podía acordarse porque cuando se llevó a cabo la Operación Kadesh no era más que un niñito pelón que no llegaba ni al mes. Y a esa edad es imposible acordarse de nada. Entonces fue cuando su padre murió, y en una sola noche a él le salió una hermosa mata de pelo, eso es lo que su madre dice. Después del entierro le dieron un valium, se quedó dormida, y a la mañana siguiente se lo encontró con la cabeza completamente cubierta de pelo. Aquello resultaba muy extraño, casi de brujas. Las enfermeras de la sección dijeron que ni siquiera ellas habían visto jamás algo así.
En casa no había ni una sola fotografía de su padre. Aquella noche, antes de tomarse el valium, su madre las había quemado todas. También dijo entonces que no quería volver a ver al bebé. Aunque, en realidad, no había querido decir eso, porque cuando se levantó por la mañana lo primero que hizo tras abrir los ojos fue salir corriendo para verlo a través de la pared de cristal con su nueva mata de pelo.
Shaul era asqueroso. Y además de asqueroso apestaba a ajo y tenía el zapato izquierdo negro y gigantesco y el derecho, normal. Su madre decía que era un defecto de nacimiento, que no tenía las dos piernas de la misma longitud. Pero él opinaba para sus adentros que el Shaul ese era al completo un enorme defecto de nacimiento. Con esas gafotas tan grandes y esa forma de abrazar a su madre en su presencia, como un osazo abrazando un delicado tarro de miel. Un enorme defecto de nacimiento, eso es lo que él era, porque nada en él estaba bien y hasta el pelo lo llevaba postizo. ¡Y pensar que su madre se acostaba con esa bestia! Por la noche ella todavía iba a arroparlo. Lana en invierno y piqué en verano. Le pasaba su agradable mano por el pelo. Un pelo espeso, de caída perfecta, tan liso como el de su padre.
Una vez, por la mañana, la puerta estaba abierta y vio a Shaul tendido en la cama boca abajo, con una mancha redonda de babas sobre la sábana junto a su boca, y en medio de la cabeza el gigantesco redondel de una calva. En la mesilla de noche que había al lado de la puerta reposaba la mayor parte de su pelo. Y debajo de la mesilla aparecían tirados los zapatos, el más grande aplastando al pequeño. La habitación tenía un aspecto tan raro con aquella masa de pelo reposando sobre la mesilla, inerte, como un cadáver, y en la cabeza la extraña calva que lo mismo aparecía que, en un segundo, desaparecía.
De camino hacia el colegio se detuvo ante un escaparate y se quedó mirando al niño que tenía enfrente. Un niño de labios gruesos, pómulos hundidos y el pelo de su padre. ¿Quién sabe? De su madre podía esperarse cualquier cosa. Entre las fotos que había quemado cuando dijo que tampoco a él lo quería, puede que también hiciera eso y que después de haberse tomado el valium recapacitara. Quizá su padre estaba ahora calvo en la tumba mientras él andaba por ahí con el pelo de éste sólo para que su madre estuviera contenta. Intentó arrancarse la pelambrera de un fuerte tirón único. Sintió un dolor agudo en el cuero cabelludo. La mano izquierda sostenía ahora un mechón de pelo. Analizó con detención los pelos arrancados, al extremo de los cuales había una parte más blanca y lisa. Olió las puntas blancas y olían a pegamento. Volvió a mirar el escaparate. La cabellera aparecía exactamente igual que antes, puede que un poco más alborotada. Ni rastro de ninguna calva, todos los cabellos estaban en su sitio. Sólo que encima de ellos aparecían ahora escritas unas letras. Las leyó despacito: El-rey-de-los-barberos.
El rey de los barberos tenía un sillón graduable, un enorme espejo de pared y una máquina de afeitar muy nerviosa, que cuando la enchufaban gruñía como un perro justo antes de ir a atacar. Mientras le cortaba el pelo le contó todo tipo de historias fantásticas acerca de unos africanos con trenzas y unos calvos que acudían a su barbería a arreglarse el pelo todas las semanas. Y mientras hablaba manejaba las tijeras como unas castañuelas y daba vueltas y más vueltas alrededor del sillón. Cuando hubo terminado, el rey le pidió permiso para recoger la cabellera del suelo y conservarla de recuerdo. El rey llevaba ya cuarenta años en el oficio y nunca había visto un pelo tan bonito como ése. Él accedió enseguida y se quedó sentado, mirando hacia el espejo que tenía enfrente. Desde las alturas de su asiento pudo ver a un niño calvo en un sillón elevado, y junto a él a un rey a cuatro patas que recogía la cabellera cortada.