La Ciudad de la Alegría

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Un sacerdote francés, una joven médico norteamericano, una enfermera de Assam y un ex campesino indio que se gana la vida tirando de un
rickshaw
se encuentran un día bajo las cataratas del monzón y se instalan en el alucinante decorado de un
slum
(barrio de chabolas) de Calcuta para cuidar, ayudar, salvar. Condenados a ser héroes, pelearán, lucharán y vencerán, en medio de las inundaciones, las ratas, los escorpiones, los eunucos, los dioses, las fieras y las setenta mil «luces del mundo» que pueblan
La Ciudad de la Alegría
.

Su epopeya es un canto de amor, un himno a la vida, una lección de ternura y de esperanza para todas las personas de nuestro tiempo. Una increíble e inolvidable novela que ha cautivado a millones de lectores en todo el mundo.

Dominique Lapierre

La Ciudad de la Alegría

ePUB v1.2

Elle518
02.07.12

Título original:
La Cité de la Joie

Dominique Lapierre, 1985.

Traducción: Carlos Pujol

ePub base v2.0

A Tatou, Gaston, François y James,

y a las «luces del mundo»

de la Ciudad de la Alegría.

Todo lo que no es dado, es perdido
.

(Proverbio indio)

ADVERTENCIA AL LECTOR

Aunque este libro es el resultado de una larga investigación, en modo alguno pretende ser un testimonio global sobre la India.

Amo demasiado a este país, conozco demasiado su diversidad, siento demasiada admiración por sus virtudes, por sus logros ejemplares, por su empeño en vencer los obstáculos y por la inteligencia que aporta a la solución de sus problemas, para no poner en guardia al lector contra el peligro de una extrapolación abusiva.

Este testimonio sólo se refiere a un reducido grupo de hombres a los que una Naturaleza implacable y unas circunstancias hostiles arrancaron de sus casas para lanzarlos a una ciudad que ha llevado la voluntad de acoger hasta más allá de lo imaginable.

He decidido respetar su anonimato. Así, pues, he cambiado sus nombres y modificado un cierto número de detalles concernientes a los hechos. Éstos se desarrollaron hace varios años. Pero los hombres que los vivieron existen todavía.

D
OMINIQUE
L
APIERRE

PRÓLOGO

Desde aquel día de 1985 en que escribí la palabra «Fin» al final de la versión francesa del manuscrito de
La Ciudad de la Alegría
, son muchas las cosas que han sucedido alrededor y dentro de este barrio de chabolas hasta entonces desconocido por el resto del planeta.

Para empezar, Roland Joffé rodó la adaptación cinematográfica de la historia que yo había relatado con el famoso actor norteamericano Patrick Swayze y su colega británica Pauline Collins en los papeles principales. Dado que el escenógrafo había decidido rodar la película en los mismos lugares donde se desarrollaba la acción del libro, Calcuta conoció una verdadera revolución mediática. El gobierno comunista de Bengala puso mil trabas al rodaje con el pretexto de que Hollywood quería explotar con fines comerciales la pobreza de los habitantes de las chabolas del Tercer Mundo. Los provocadores llegaron hasta el extremo de lanzar artefactos explosivos contra los platós de rodaje. Pero el conjunto de la población se mantuvo al margen de estos incidentes, tal era su pasión por llevar a la pantalla la epopeya de su supervivencia en el corazón del infierno. Con el fin de satisfacer las exigencias de las compañías aseguradoras de la película, Roland Joffé tuvo que vacunar contra el cólera a las ratas que hormigueaban por las calles y perforar pozos de varios cientos de metros de profundidad para garantizar a los actores agua libre de toda contaminación microbiana.

El éxito del libro (ocho millones de ejemplares vendidos en todo el mundo), y el de la película después, puso al barrio que yo había descrito en los mapas de la India y pronto en los de todo el planeta.

Toda la ciudad de Calcuta (con doce millones de habitantes) se puso a reivindicar el apelativo de «Ciudad de la Alegría». Inmensas pancartas colocadas a la salida del aeropuerto de Calcuta saludaban a los visitantes con un llamativo «W
ELCOME TO THE
C
ITY OF
J
OY
». Al tiempo que el Ayuntamiento elaboraba un plan de desarrollo de la ciudad titulado «Plan para hacer de Calcuta una verdadera Ciudad de la Alegría», sus concejales organizaron una gran manifestación durante la cual me nombraron «Ciudadano de Honor de Calcuta».

Gracias al éxito colosal de la obra y a la venta de los derechos cinematográficos, pude multiplicar mis acciones humanitarias dentro del barrio antes de extenderlas a otras zonas más pobres de la Bengala rural. De este modo, conseguí que se pudieran elevar los suelos de muchos patios comunes con el fin de protegerlos de los desbordamientos provocados por el monzón. Cavé nuevas letrinas e instalé por todas partes nuevas fuentes de agua potable. Asimismo, instalé electricidad en muchas viviendas y abrí kilómetros de alcantarillas. Creé varias escuelas, además de dispensarios. En resumidas cuentas, el rostro de la Ciudad de la Alegría experimentó una mejora espectacular. Pero como, por desgracia, suele suceder cuando uno se esfuerza por cambiar las condiciones de vida de los más desfavorecidos, no son siempre estos últimos quienes se benefician de ello. En efecto, los propietarios de las viviendas se apresuraron a subir el importe de los alquileres, lo cual obligó a los más pobres a abandonar la Ciudad de la Alegría para irse más lejos a fundar otro barrio de chabolas más miserable aún.

A causa de la notoriedad que le di y de la mejora de sus condiciones de vida, a causa también de su relativa proximidad geográfica con los centros comerciales de Calcuta, la Ciudad de la Alegría ha experimentado durante los últimos veinticinco años un desarrollo inmobiliario espectacular. Es cierto que pocos de los habitantes que conocí en la época en que realicé mi investigación siguen viviendo allí. Casi la totalidad de los patios en los que más de un centenar de habitantes se aglutinaban alrededor de un pozo han desaparecido, reemplazados por edificios de ladrillo de cinco, seis o incluso siete pisos. Ninguna de estas construcciones parece terminarse jamás, pues en la India no se pagan impuestos sobre la propiedad de un inmueble hasta el momento en que se han enlucido los muros. Curiosamente, todos estos edificios que se encabalgan los unos sobre los otros dan hoy a la Ciudad de la Alegría el aspecto de un pequeño Manhattan. Pero no hay que dejarse engañar: a ras de suelo nada ha cambiado en realidad. Los talleres a ambos lados de la calle siguen ahí, con sus obreros (a menudo todavía niños) inclinados sobre las máquinas que fabrican todos los productos imaginables en medio de una penumbra sofocante. Treinta años después de que yo penetrara en ella por primera vez, la Ciudad de la Alegría sigue siendo un laboratorio de supervivencia extraordinario donde decenas de millones de hombres, mujeres y niños continúan afrontando con su legendario valor la inhumana adversidad de su terrible karma. Con la enorme diferencia, sin embargo, de que hoy son conscientes de que ya no están solos. La mayoría sabe, en efecto, lo que debe al testimonio que yo aporté sobre su vida. Cada vez que vuelvo a su barrio se precipitan a recibirme con grandes banderolas que proclaman: «Bienvenido a tu casa Gran Hermano Dominique».

En cada una de mis visitas pueden percibir un leve tintineo en el fondo de mi bolsillo. Es el del cascabel que uno de ellos me regaló hace veinticinco años antes de morir. Era conductor de
rickshaw
, uno de esos hombres que, en Calcuta, transportan viajeros y mercancías en una carreta con brazos que arrastran descalzos. Se llamaba Hasari Pal. Los habitantes de la Ciudad de la Alegría saben que hoy, al igual que ayer, la voz de su hermano no me abandona nunca. Porque me trae, por encima de mares y continentes, el mensaje de fe y de amor que descubrí en aquel barrio heroico.

D. L.

PRIMERA PARTE
 
LAS LUCES DEL MUNDO
1

S
U espesa pelambrera rizada y sus patillas, que se juntaban con las guías caídas de los bigotes, su pecho corto y robusto, sus largos brazos musculosos y sus piernas un poco arqueadas le daban un aire de guerrero mongol. Sin embargo, Hasari Pal, de treinta y dos años, no era más que un campesino, uno de los 548 millones de habitantes de la India que pedían su alimento a la diosa tierra. Había construido su choza de dos habitaciones con adobe cubierto de bálago un poco apartada del pueblo de Bankuli, uno de los 36.543 municipios de la Bengala Occidental, un estado del noreste de la India tres veces más extenso que Bélgica y tan poblado como Francia. Su esposa, Aloka, de corta estatura, piel clara y aire seráfico, con la aleta de la nariz atravesada por un aro de oro y los tobillos adornados con varias ajorcas que tintineaban a cada paso, le había dado tres hijos. La mayor, Amrita, de doce años, había heredado los ojos almendrados de su padre y la bonita piel afrutada de su madre. Manooj, de diez años, y Shambu, de seis, eran dos buenos mozos de cabellos negros y alborotados, más dispuestos a cazar lagartos con sus hondas que a empujar el búfalo en el arrozal familiar. Como a menudo era tradicional en la India, también vivía en casa del campesino su padre, Prodip, un hombre enjuto y arrugado, con la cara cruzada por un delgado bigote gris, y su madre, Nalini, anciana encorvada y con más arrugas que una nuez. Hasari Pal albergaba también a sus dos hermanos menores, a sus mujeres y a sus hijos, es decir, en total dieciséis personas.

Las aberturas de la choza, muy bajas, mantenían un relativo frescor durante el tórrido verano y un poco de calor en las frías noches de invierno. Sombreada por buganvillas rojas y blancas, tenía una estrecha galería cubierta adosada a dos de sus lados. Sentada bajo un tejadillo inclinado, Aloka movía con el pie una especie de balancín de madera provisto de un mazo que servía para descortezar el arroz. Tictac, tictac, a medida que el pedal de arroz subía y bajaba, su hija Amrita empujaba bajo el mazo nuevos puñados de granos. Entonces, el arroz descortezado era recogido por la abuela, que lo seleccionaba. Una vez había llenado una cesta, iba a vaciarla en el
gola
, un pequeño troje elevado sobre estacas que había en medio del patio, y cuyo tejado a dos vertientes servía a un tiempo de granero y de palomar.

Alrededor de la choza, los arrozales dorados se extendían hasta perderse de vista, esmaltados de tarde en tarde por el verde oscuro de los huertos de mangos, por el verde claro de los palmares y por el verde tierno de los bosquecillos de bambúes. Como un encaje centelleante en el que se reflejaba el azul del cielo, los canales de riego cuadriculaban el campo con sus mallas tupidas. Unas pasarelas atravesaban con sus finos arabescos algunos estanques cubiertos de lotos y de jacintos donde chapoteaban patos. Sobre los caballones, unos niños hacían avanzar a golpes de junquillo a grandes búfalos relucientes que levantaban una polvareda ocre. Al término de este agobiante día de calor, el disco rojizo de Surya, el dios sol, se hundía en el horizonte. Una brisa refrescante soplaba del mar. Desde la inmensa llanura ascendía la llamada jubilosa de las miríadas de pájaros que giraban a la altura de las espigas de oro para celebrar la caída de la tarde. Bengala era sin duda ese paraíso cantado por los trovadores y los poetas, al que, las noches de luna, el dios Krishna acudía para tocar la flauta con las
gopi
, sus pastoras, y hacía bailar a su amante Rhada.

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