–Hijo, no tengas miedo, soy yo —dijo la voz que había estado oyendo en sueños. Despertó o creyó despertar y vio a un palmo de su propia cara la de un desconocido que le observaba con ansiedad. Habría gritado si no se lo hubiera impedido la debilidad. El desconocido hizo una mueca y siguió hablando con suavidad, como si se dirigiera a un niño o a un perrito—. Toma, bébete esto: es una infusión. Lleva quina; es un febrífugo y te hará bien —le acercó a los labios una taza humeante y Onofre bebió con avidez—. Eh, más despacio, más despacio, muchachito, no te vayas a atragantar —para entonces Onofre había reconocido ya a mosén Bizancio. Éste, advirtiendo que el enfermo recobraba poco a poco la lucidez, añadió—. Tienes mucha fiebre, pero no creo que sea nada grave. Has estado trabajando mucho y durmiendo poco últimamente y para colmo has pillado un catarro morrocotudo, pero no debes inquietarte. Las enfermedades son manifestaciones de la voluntad de Dios y hemos de recibirlas con paciencia e incluso con gratitud, porque es como si Dios mismo nos hablara por boca de sus microbios para darnos una lección de humildad. Yo mismo, aunque gozo de buena salud, por lo que doy gracias, estoy lleno de achaques, como corresponde a mi edad: cada noche tengo que ir al baño tres o cuatro veces a dar satisfacción a la vejiga, que se me ha puesto de lo más díscola; también digiero las féculas con harta dificultad, y cuando cambia el tiempo me duelen las vértebras. Ya ves.
–¿Qué hora es? – preguntó Onofre.
–Las cinco y media, poco más o menos —respondió el cura—. Eh, ¿qué haces? – agregó viendo que Onofre intentaba levantarse.
–He de ir a la Exposición —respondió éste.
–Olvídate de la Exposición. Tendrá que pasar sin ti —dijo mosén Bizancio—. No estás en condiciones de levantarte y mucho menos de salir de casa. Además, no son las cinco y media de la mañana, sino de la tarde. Llevas todo el día delirando y hablando en sueños.
–¿Hablando? – exclamó Onofre alarmado—, ¿y qué decía, padre?
–Lo que se dice siempre en estos casos, hijo —respondió el cura—: nada. Al menos, nada que yo pueda entender. Duerme tranquilo.
Cuando se hubo repuesto y pudo regresar a la Exposición con su carga de panfletos subversivos, aquel mundo polvoriento y estridente le pareció ajeno, como si en vez de haber estado ausente un par de días en realidad regresara de un viaje largo. Aquí estoy perdiendo el tiempo como un idiota, se decía. Se le ocurrió hablar seriamente con Pablo, pedirle que le confiara un cometido más importante, que le ascendiese en el escalafón revolucionario. Pronto cayó en la cuenta, sin embargo, de que ni Pablo ni los demás sectarios comprenderían lo razonable de sus deseos. La causa que defendían no era una empresa en la que se entrara para medrar en ella: era un ideal por el que había que sacrificarlo todo sin esperar nada a cambio, sin reclamar compensación ni reconocimiento. Este idealismo aparente, razonaba para sí Onofre Bouvila, es lo que les permite servirse de las personas sin reparar en sus intereses legítimos, sin atender a sus necesidades; a estos fanáticos todo les parece bien si sirve de instrumento a la revolución. Al decir esto juraba hacer cuanto estuviera a su alcance por exterminar a los anarquistas tan pronto se le presentara la oportunidad. Este odio y esta sed de venganza le impedían ver hasta qué punto le había influido la idiosincrasia de los anarquistas, hasta qué punto estaba imbuido de ella. Aunque sus fines fueron luego muy distintos, diametralmente opuestos, siempre compartió con los anarquistas el individualismo a ultranza, el gusto por la acción directa, por el riesgo, por los resultados inmediatos y por la simplificación. También tenía como ellos muy exacerbado el instinto de matar. Pero esto no lo supo nunca. Siempre se creyó, por el contrario, su enemigo irreconciliable. Son gentuza que predica la justicia, pero que luego no vacila en exponerme a todos los riesgos y en explotarme sin la menor consideración, clamaba, ¡ah!, cuánto más justos son los patronos, que explotan al operario sin disimulo, retribuyen su trabajo, le permiten prosperar a fuerza de tesón y escuchan, aunque sea a las malas, sus reivindicaciones. Esto último lo decía porque entre los albañiles de la Exposición reinaba el descontento. Habían pedido que les fueran aumentados los jornales en 0,50 pesetas diarias o que les fuera rebajada en una hora la jornada. La Junta respondió a esto negativamente: los presupuestos ya están aprobados, alegó, y no está en nuestras manos modificarlos. Esta respuesta era muy manida. Corrían rumores de huelga que inquietaban a la Junta. Las cosas no andaban bien: los fondos menguaban con una rapidez que no se correspondía con el avance de las obras. De los ocho millones de pesetas prometidos por el Gobierno a título de subvención sólo se habían materializado dos. En octubre de 1887 el Ayuntamiento de Barcelona fue autorizado a emitir un empréstito de tres millones de pesetas para cubrir el déficit de la Exposición. Por esas mismas fechas el Café-Restaurante estaba casi acabado; el Palacio de la Industria, muy adelantado, y ya se empezaba a construir lo que sería el Arco de Triunfo. Ese mismo mes publicaba un periódico de Barcelona esta noticia:
Ha sido sometido a la Junta Directiva de la Exposición el proyecto de un edificio en forma de iglesia, para la exposición de objetos del culto católico, levantado en el local de la misma. El proyecto es de buen gusto y se debe al arquitecto de París M. Emile Juif, de la casa Charlot y Compañía, que sufragará los gastos, etcétera
. Y unos días más tarde, esta otra noticia:
Fijamente podemos asegurar que el conocido industrial de esta ciudad D. Onofre Caba, elaborador con patente de invención, de la sal purificada que tiene "La Paloma" por marca de fábrica, está preparando para el próximo concurso barcelonés una magnífica y curiosa instalación. Tal es, la reproducción exacta, en sal de la que expende, y a diez palmos de altura, de la Fuente de Hércules, situada en el antiguo Paseo de San Juan
. A finales de noviembre las temperaturas bajaron de un modo insólito. Fue una ola de frío que duró pocos días, un presagio de la terrible dureza del invierno que se avecinaba. Todavía debilitado por la fiebre, convaleciente, estos fríos afectaban mucho a Onofre. Por primera vez desde que llegó a Barcelona sintió nostalgia de su valle y sus montañas. Hacía seis meses que había dejado atrás aquel mundo. El perenne estado de intranquilidad en que Delfina, sin saberlo, lo tenía sumido, se sumaba a esta inquietud. He de hacer algo, se dijo, o me cuelgo de la rama de un árbol.
Había acudido al recinto de la Exposición como todas las mañanas, con el paquete habitual de panfletos. Ese día de noviembre llevaba además un costal de arpillera algo pesado. Dedicó las primeras horas a recorrer las obras, a charlar con la gente. Le informaron de las reclamaciones de los albañiles, del proyecto de huelga, de las desavenencias. Esta vez, le dijeron, llevaremos las cosas a buen puerto. Esta vez nos llevaremos el gato al agua. Decía a todo que sí, pero en vez de pensar en la huelga pensaba en el gato de Delfina; cualquier cosa que oía o que veía le llevaba a pensar en ella o en algo relacionado con ella, como si su pensamiento estuviera ligado a ella por una correa de caucho, que se dilata hasta un punto y recupera luego su forma inicial como de un tiro. Pero siempre decía que sí con la cabeza. Había adquirido ya esa costumbre, que no perdería en toda su vida: la de decir siempre que sí mientras por dentro preparaba las maniobras y traiciones más atroces. Cuando el sol estuvo alto y el frío hubo disminuido reunió un grupo de obreros y empezó a perorar como todos los días. Los trabajadores estaban cansados del esfuerzo físico, cualquier distracción les parecía buena y formaron corro. Había que actuar con rapidez; los capataces, creyendo que se fraguaba un movimiento de masas, podían llamar a la Guardia Civil.
–No es de esto —dijo con el mismo tono de voz, como si la conversación siguiera por los derroteros que llevaba— de lo que quisiera hablaros hoy. Hoy precisamente os he convocado para haceros partícipes de un descubrimiento sensacional que puede cambiar vuestras vidas tanto o más que la eliminación de todas las formas del Estado, a la que ya me referí hace unos días.
Se agachó, abrió el costal y extrajo de él un frasquito lleno de un líquido turbio, que mostró a sus oyentes.
–Este crecepelo de probada eficacia y resultado seguro no lo vendo por una peseta ni por dos reales, ni siquiera por un real, etcétera —así se inició en el mundo de los negocios. Años más tarde sus cambios de talante hacían oscilar las cotizaciones bursátiles de Europa, pero ahora vendía unos crecepelos robados la noche anterior del tenderete de Mariano, el barbero de la pensión. Había estado escuchando a los vendedores ambulantes y a los charlatanes que operaban en la Puerta de la Paz y cuyo estilo ahora trataba de imitar. Acabado el discurso reinó un silencio pasmado. Me temo, se dijo, que he ido demasiado lejos; me he pasado de rosca. Me he jugado mi único medio de vida a una carta y he perdido; los anarquistas no me perdonarán lo que he hecho; los obreros se sentirán insultados y me romperán las costillas a puntapiés; es posible que me entreguen a la Guardia Civil y que acabe encerrado en el castillo de Montjuich, pensaba durante aquellos segundos de silencio. De pronto salió un vozarrón del público: ¡Yo quiero uno!, dijo. Era un gigante de facciones chatas, frente deprimida, que se abría paso a codazos; entre los dedos llevaba los diez céntimos que valía el producto. Onofre tomó los diez céntimos, entregó el frasquito al gigante, preguntó si alguien quería otro. Muchos dijeron que sí. Le tendían monedas de a diez, se daban empellones y tirones para no quedarse sin el producto. En menos de dos minutos la bolsa de arpillera estuvo vacía. Pidió a los congregados que se dispersaran. Él mismo dio ejemplo yendo a ocultarse en el callejón que formaban la fachada oeste del edificio que debía albergar el Museo Martorell y el muro que separaba el parque del paseo de la Industria, un callejón estrecho, nunca concurrido. Sacó las monedas del bolsillo y las miró con deleite. En eso estaba cuando advirtió que una sombra se proyectaba en el muro. Trató en vano de meterse de nuevo las monedas en el bolsillo. Se encontró cara a cara con el gigante que le había comprado el primer frasco de crecepelo. Aún tenía el frasco en la mano. ¿Te acuerdas de quién soy?, dijo el gigante. Las cejas y la barba le conferían un aspecto terrorífico, de ogro. Era muy velludo, el pelo del pecho se le unía a la barba en el mentón.
–Claro que te recuerdo —dijo Onofre—, ¿qué quieres?
–Me llamo Efrén, Efrén Castells. Soy de Calella. No de Calella de Palafrugell, sino de la otra, la de la costa —dijo el gigante—. Trabajo aquí de peón desde hace sólo un mes y medio; por eso no te había visto nunca hasta hoy, ni tú a mí; pero yo sé quién eres. Te he seguido para decirte que me des dos pesetas.
–¿Y por qué te las habría de dar, si se puede saber? – dijo Onofre; procuraba fingir una sorpresa inocente.
–Porque has ganado cuatro pesetas gracias a mí. Si yo no te hubiera comprado el primer frasco, no habrías vendido nada. Hablas bien, pero para vender no basta con eso. Yo lo sé; mi abuelo materno era chalán. Anda, dame las dos pesetas y seremos socios. Tú hablarás y yo te compraré. Así animaremos a la clientela. Tú tendrás que hablar menos rato, te cansarás menos y no te expondrás tanto. Y si hay algún contratiempo, te puedo defender; soy muy fuerte: puedo partirle la cabeza a cualquiera de un trompazo.
Onofre se quedó mirando al gigante de hito en hito; le gustó su expresión. Obviamente era honrado: estaba dispuesto a conformarse con lo que pedía y también estaba dispuesto a partirle la cabeza. Le dijo que era verdad que era muy fuerte. Lo que no sé es por qué no me quitas las cuatro pesetas en vez de darme tantas explicaciones, le dijo. Aquí no nos ve nadie. Y aunque quisiera, yo no podría denunciarte a la policía, añadió. El gigante se echó a reír.
–Eres muy listo —dijo cuando hubo acabado de reírse—. Esto mismo que acabas de decir demuestra lo listo que eres. En cambio yo soy tan fuerte como tonto; por más que pienso, nunca se me ocurre nada. Si ahora te robase las cuatro pesetas, sólo ganaría eso: cuatro pesetas. En cambio he discurrido así: tú llegarás lejos, yo quiero ser tu socio y que me des la mitad de lo que ganes.
–Mira —le dijo Onofre al gigante de Calella—, esto es lo que vamos a hacer: tú me ayudas a vender los crecepelos y por cada día de trabajo yo te doy una peseta, tanto si gano mucho como si gano poco. Incluso si no gano nada. Y de lo que hagamos en el futuro, ya hablaremos cuando se presente la ocasión. ¿De acuerdo?
El gigante reflexionó un rato y dijo estar de acuerdo. Trato hecho, le dijo a Onofre. Era tan tonto, confesó, que no había entendido muy bien la propuesta de Onofre, aunque estaba convencido de que Onofre, con su habilidad innata, le había engañado. Pero era inútil tratar de resistirse, dijo. Yo conozco bien mis limitaciones, agregó. Se dieron la mano y sellaron allí mismo una asociación que había de durar varias décadas. Efrén Castells murió en 1943, ennoblecido por el generalísimo Franco con el título de marqués en recompensa por los servicios prestados a la patria. Pese al deterioro físico producido por la edad y la enfermedad, al morir seguía siendo un gigante y hubo que hacerle el ataúd a medida. Dejó una fortuna considerable en valores y en inmuebles y una colección de pintura catalana valiosísima; de esta colección hizo legado al Museo de Arte Moderno, instalado a la sazón en el antiguo Arsenal de la Ciudadela. Este edificio, que había sido reformado y embellecido precisamente con motivo de la Exposición Universal de 1888, estaba situado a pocos metros del lugar donde él cerró el primer trato con la persona a la que había de dedicar una vida entera de devoción ciega, a cuya sombra había de llegar a la riqueza, al marquesado y al crimen.
Ese día, de regreso a la pensión, compró en una droguería más frascos de crecepelo con los que restituyó sin ser visto los que le había robado al barbero. Estaba muy contento, pero después de cenar, a solas en su habitación, se devanaba los sesos pensando dónde podía esconder sus ganancias. Ahora le asaltaban de golpe todas las preocupaciones que lleva aparejadas el dinero. Ningún lugar le parecía ya bastante seguro. Al final optó por llevar el dinero encima siempre. Luego pensó en Efrén Castells. Era una eventualidad que no había previsto, pero ante los hechos consumados no había que hacerse mala sangre, se dijo. El gigante podía resultar útil. De lo contrario, siempre estaba a tiempo de desembarazarse de él, se dijo. Más le preocupaba Pablo: tarde o temprano llegaría a oídos de los anarquistas el negocio que estaba realizando al amparo de la causa y con menoscabo de ella. Entonces no sabía cómo podían reaccionar. Tal vez ese día pudiera abandonar la propaganda revolucionaria y dedicarse solamente a las ventas, pero ¿aceptarían ellos este cambio? No; sabía demasiadas cosas: lo considerarían un traidor y recurrirían de fijo a la violencia. Todo son problemas, pensó. Tardó en dormirse, se despertó varias veces y tuvo sueños angustiosos. En ellos volvía a verse de nuevo en Bassora con su padre. La perseverancia de este recuerdo le sorprendía luego. ¿Por qué aquellos sucesos triviales revisten ahora tanta importancia?, se preguntaba. Y otra vez trataba de rememorar todo lo ocurrido entonces. Había sido en el curso de la cena cuando habían hecho su aparición en aquella casa de comidas los tres caballeros de Bassora. Al verlos entrar en la casa de comidas su padre había palidecido. Aquellos caballeros eran los descendientes de quienes habían iniciado la industrialización de Cataluña a principios del siglo XIX. Con su esfuerzo titánico habían transformado aquel país rural y aletargado en otro país, próspero y dinámico. Sus descendientes ya no eran, como ellos, hombres de campo o de taller: habían estudiado en Barcelona, habían viajado a Manchester para familiarizarse allí con los últimos adelantos de la industria textil y habían estado en París en los años de esplendor. En esta ciudad radiante habían conocido lo más noble y lo más depravado; allí habían visitado boquiabiertos el
Palais de la Science et de l'Industrie
(donde podían verse los inventos más extraordinarios y la tecnología más depurada y compleja y sobre cuyo frontispicio podía leerse en letras de bronce este lema:
Enrichissez-vous
) y el "salón de los rechazados" (donde Pissarro, Manet, Fantin-Latour y otros artistas exhibían sus telas turbias y sensuales, pintadas con aquel estilo que entonces se llamaba
impresionista
); allí los más inquietos y avisados habían visto en la Salpetriére al joven doctor Charcot realizar varios ejercicios de hipnosis sin aparatos y oído en el Quartier Latin a Friedrich Engels anunciar el advenimiento inminente de la revuelta del proletariado; habían bebido
champagne
en los restaurantes y cabarets más postineros y absenta en los antros más acanallados; habían dilapidado su dinero en perseguir inútilmente a las cortesanas celebérrimas, aquellas
grandes horizontales
con quienes algunos identificaban ya París; habían paseado a la hora del crepúsculo en los nuevos "bateaux-mouche" (el
Géant
y el
Céleste
) por el Sena y se habían emborrachado desde las torres de Notre-Dame del aire y la luz de aquella ciudad mágica, de la que a menudo sus padres habían tenido que arrancarlos con promesas y amenazas. Ahora de aquel París ya no quedaba nada: su grandeza misma había concitado la envidia y la codicia de otras naciones; el orgullo desmedido había sembrado la simiente de la guerra; la injusticia y la obcecación habían engendrado el odio y la discordia. Avejentado y enfermo Napoleón III vivía exiliado en Inglaterra a raíz de la derrota humillante de Sedán, y París se reponía penosamente de las jornadas trágicas de la Comuna. Ahora la memoria de aquel París irrecuperable sobrevivía en aquellos representantes de la alta burguesía catalana, depositarios fortuitos del
chic exquis
del Segundo Imperio.