A solas Onofre Bouvila dedicó varias horas a reflexionar y a continuación fue a buscar a Odón Mostaza. Cuando estuvo en compañía del matón le dijo: Escucha atentamente, esto es lo que vamos a hacer. Había decidido prescindir del plan que le habían esbozado en el despacho de Arnau Puncella y había concebido otro; estaba decidido a obrar por cuenta propia. Ya está bien de obedecer, se dijo. Desde mucho tiempo atrás sabía de la existencia de don Alexandre Canals i Formiga, de Joan Sicart y de su ejército formidable de maleantes. Odón Mostaza le había puesto al corriente de todo aquello. Incluso había ponderado a veces la posibilidad de ofrecer sus servicios a Joan Sicart. No era desleal por naturaleza, pero sabía en cuál de las dos facciones radicaba el poder verdadero y no estaba en condiciones de apoyar causas perdidas. Por esta razón sabía que toda la fuerza de don Alexandre Canals i Formiga se basaba en Joan Sicart, que en torno a éste giraba toda la organización. Sobre estos datos había concebido su plan; había meditado hasta el último detalle cuando fue a ver a Odón Mostaza. Nuestra inferioridad, le dijo, es tan patente que nadie nos tomará en serio; con esta ventaja contamos; a eso hay que añadir la rapidez y la osadía. No agregó
y la brutalidad
, pero lo pensaba. Había llegado a la conclusión de que procediendo así tenían bastantes probabilidades de éxito. Como lo pensó lo hizo. En Barcelona nunca "e había visto una cosa igual. Mientras duró la contienda toda la ciudad parecía contener el aliento. Quizá si las fuerzas hubieran estado más igualadas no habría tenido que obrar en forma tan cruel.
Esa misma noche empezó la guerra. Algunos hombres de Sicart se reunían en una bodega de la calle del Arco de San Silvestre, cerca de la plaza de Santa Catalina. En este local entraron varios matones encabezados por Odón Mostaza, parecían buscar camorra; esto no era infrecuente, nadie le dio importancia al hecho. Odón Mostaza era muy conocido en el medio: no había, decían de él las mujeres, un hombre más guapo ni con mejor talle en toda Barcelona. Los hombres de Sicart los tomaron a risa: somos más y estamos mejor adiestrados, parecían querer decir con su actitud sardónica. Los matones respondieron a este desplante con otro: sacaron navajas y cosieron a puñaladas a los que tenían más cerca; luego abandonaron el local a la carrera sin dar tiempo a que los demás reaccionasen. En la plaza de Santa Catalina los esperaba un coche de caballos, en el que se dieron a la fuga. La noticia corrió por los bajos fondos. En menos de dos horas se hizo sentir la represalia: doce hombres armados con escopetas entraron en
L.Empori de la Patacada
y empezaron a disparar; interrumpieron un cuadro titulado
La esclava del sultán
. Allí dejaron dos muertos y seis heridos, pero ni entre éstos ni ente aquéllos estaban Onofre Bouvila u Odón Mostaza. Luego los que habían disparado salieron del local; al verse en la calle oscura y solitaria comprendieron demasiado tarde su error. Inmediatamente aparecieron dos coches cubiertos que se acercaban a galope tendido. Quisieron huir, pero no pudieron: los coches los cogieron entre dos fuegos; desde las ventanillas disparaban sobre ellos con revólveres americanos de seis tiros. Habrían podido acabar con los doce pistoleros, pero se conformaron con pasar dos veces: alcanzaron a siete: de éstos uno murió en el acto y dos más a los pocos días. Joan Sicart estaba desconcertado. No entiendo qué pretenden se decía, ni hasta dónde están dispuestos a llegar. ¿Qué motivo tienen y qué fin persiguen?, se preguntaba. Mientras estaba sumido en estas cábalas fueron a decirle que una mujer quería verle; no había querido identificarse, pero decía traer la solución que él trataba en vano de encontrar. Por curiosidad hizo que la condujesen a su despacho. No la había visto nunca, pero como no era refractario a los encantos femeninos la recibió con cortesía. Ella hablaba a través de un velo, con voz hosca: Me envía Onofre Bouvila, fue lo primero que le dijo. Joan Sicart respondió que no sabía quién era Onofre Bouvila. La mujer hizo como que no oía esta respuesta. Quiere verte, dijo sin más. Él también está preocupado, tampoco entiende a qué viene esta matanza. Hablaba como un embajador habla a un jefe de gobierno de otro jefe de gobierno; a esto Joan Sicart no supo cómo contestar. la mujer añadió: Si te interesa acabar con esta situación absurda ve a verle o recíbele aquí mismo, en tu propio terreno: él no rehusará venir si tú le das garantías. Joan Sicart se encogió de hombros. Dile que venga si quiere, concedió, pero solo y desarmado. ¿Tengo tu palabra de que saldrá de aquí sano y salvo?, preguntó la mujer. A través del velo que le cubría el rostro los ojos intensos de la mujer reflejaban intranquilidad. Puede ser su amante o su madre, pensó Joan Sicart. La inquietud que su poder provocaba en aquella mujer hermosa le infundió arrestos; sonrió con jactancia. No tienes nada que temer, dijo. Concertaron una hora para la entrevista y Onofre Bouvila compareció allí puntualmente. Al verlo Joan Sicart torció el gesto. Ahora sé quién eres, le dijo: el cachorro de Odón Mostaza; he oído hablar de ti; ¿qué vienes a venderme? Decía estas cosas en tono displicente, pero Onofre Bouvila no se irritó. No necesito reclutas ni espías ni traidores, añadió Sicart con la misma sorna. Finalmente la calma de Onofre Bouvila le hizo perder los estribos y acabó gritando. Qué quieres, a qué vienes, decía. Desde la antesala sus secuaces oían los gritos y no sabían si debían intervenir o permanecer con los brazos cruzados. Si nos necesita ya nos avisará, se dijeron.
–Si no quieres escuchar lo que tengo que decirte, ¿para qué me has hecho venir? – dijo por fin Onofre Bouvila, cuando Sicart hubo desahogado su cólera—: Aquí corro peligro y comprometo mi posición.
Joan Sicart tuvo que darle la razón en lo que decía. Le molestaba tener que dialogar con un mocoso de igual a igual, pero tampoco podía evitar que la calma y la autoridad con que aquel mocoso inerme se dirigía a él le impresionaran. En un instante pasó del desprecio al respeto instintivo. Está bien, habla, le dijo a Onofre. Éste comprendió que tenía ganada la partida. Ya se arruga, pensó. En voz alta dijo que la guerra que acababa de estallar era un despropósito. Sin duda se debía a un malentendido; nadie sabía cómo había empezado, pero ahora era una realidad, amenazaba con convertirse en una bola de nieve que podía sepultarlos a todos. Es evidente que a ti te inquieta, dijo: a mí, aún más, porque puedo ser el próximo en caer. ¿No crees que deberíamos acabar con esta situación indeseable?
–Eh —exclamó Joan Sicart vivamente al oír esto—, que no fuimos nosotros los primeros en atacar, sino vosotros.
–Eso qué más da a estas alturas —dijo Onofre Bouvila. La cuestión era poner fin a las represalias, añadió. Luego bajó la voz y dijo en tono confidencial—: A nosotros esta guerra no nos interesa; ¿qué podemos sacar de ella? Somos menos y estamos peor preparados que vosotros; con nosotros no tenéis ni para empezar. Toda la ventaja es vuestra. Te digo esto para que no dudes de mi buena fe: no me mueve ningún propósito secreto; sólo he venido a brindarte la oportunidad de hacer las paces.
Joan Sicart desconfiaba instintivamente de Onofre, pero en su fuero interno deseaba creer en su sinceridad: a él también le repugnaba aquella guerra sin sentido. Sus hombres caían abatidos por las balas, todas las actividades lucrativas habían quedado paralizadas y en la ciudad reinaba una atmósfera tensa, poco propicia a los negocios. La entrevista acabó en nada, pero ambos quedaron en volver a reunirse una vez ponderadas debidamente las circunstancias. Convencido por Onofre de que tenía todos los triunfos en la mano, Sicart no se percató de que caminaba hacia su propia destrucción: él mismo se estaba cavando la fosa. Esa noche habrían continuado los enfrentamientos armados si no hubiera llovido desde la puesta del sol hasta la madrugada; sólo dos grupos reducidos coincidieron en un callejón oscuro: estuvieron descargando las pistolas y los mosquetones que ahora llevaban siempre consigo a través de una verdadera cortina de agua. Los fogonazos iluminaban los chorros de agua que vertían los tejados en la calle. Dispararon con los pies hundidos en el fango hasta que se les acabaron las municiones. Debido al aguacero no hubo que lamentar bajas. Hubo otros dos incidentes: un muchacho de dieciséis años perteneciente a la banda de don Humbert Figa i Morera murió al caerse de una tapia que había escalado para escapar a la persecución de que era o creía ser objeto: tuvo la mala fortuna de resbalar y desnucarse. También esa noche terrible alguien arrojó un mastín muerto por la ventana de un burdel al que solían ir Odón Mostaza, Onofre y sus compinches. Nadie entendió el significado de aquel macabro presente. Aquella noche, por prudencia, nadie había acudido al burdel: las pobres pupilas habían pasado la noche en vela, muy inquietas por el miedo a una incursión sangrienta. Al dar las tres rezaron el rosario. Era voz común en la ciudad que había una guerra no declarada, pero la prensa local no se atrevió a dejar constancia de ello.
Al día siguiente, la mujer misteriosa volvió a visitar a Joan Sicart; le dijo que Onofre Bouvila quería verle de nuevo. Pero por prudencia, por razones de seguridad personal, tal como están las cosas, no quiere venir aquí, añadió. No desconfía de ti, sino de tu gente: teme que no tengas sobre tus hombres absoluto control. Se niega a meterse en la boca del lobo. Dice que elijas tú un lugar neutral. Él irá solo; tú puedes llevar contigo la escolta que te plazca. Picado en su amor propio, Sicart concertó una cita en el claustro de la catedral. Sus hombres rodearon la catedral y se apostaron en todas las capillas; cautamente el señor obispo hizo como que no se daba cuenta de la presencia de hombres armados en el lugar santo. Además, Sicart tenía controlada a toda la banda de don Humbert Figa i Morera; gracias a eso sabía que Onofre iba solo a su encuentro. No pudo menos que admirar su arrojo.
–Aún estamos a tiempo de firmar la paz —dijo Onofre. Hablaba con voz pausada, quedamente, como si le impusiera la índole del sitio en que se celebraba el encuentro. Después de la lluvia de la noche anterior habían florecido los rosales del claustro y la piedra del pretil, recién lavada, brillaba como si fuera alabastro—. Quizá mañana sea demasiado tarde. Las autoridades no pueden permanecer cruzadas de brazos mucho tiempo ante esta situación. Tarde o temprano esta alteración del orden público les obligará a intervenir; tomarán cartas en el asunto de grado o por fuerza: es probable que declaren el estado de excepción, que el ejército ocupe la ciudad. Eso sería nuestro fin: tu jefe y el mío saldrían a flote, pero tú y yo somos carne de horca, acabaríamos en los fosos de Montjuich. No vacilarán en usarnos para escarmiento del populacho. Están asustados por el problema sindical que se avecina y no desaprovecharán la ocasión de demostrar su decisión y su poder. Tú sabes que tengo razón. Y es posible que tu propio jefe tenga algo que ver en esto.
La desconfianza de Joan Sicart iba en aumento, pero no podía sustraerse al influjo de Onofre Bouvila; los razonamientos de éste hacían mella en él a pesar suyo.
–No tengo ningún motivo para sospechar de mi jefe, don Alexandre Canals i Formiga —replicó con altivez.
–Tú sabrás —dijo Onofre—. Yo, por mi parte, no me fío de nadie; no pondría las manos en el fuego ni por el uno ni por el otro.
Al mismo tiempo que sembraba la semilla de la duda en el ánimo de Sicart, la mujer misteriosa lograba llegar a presencia del propio Canals i Formiga. Urdió una confusa historia de ribetes sentimentales. Don Alexandre mordió el anzuelo e hizo pasar a su presencia a la mujer. Antes de que ella entrara se perfumó con un pulverizador que guardaba en el cajón de su escritorio, junto al revólver. Ella no quiso descubrir su rostro. A bocajarro, sin preámbulo alguno, le dijo que sabía de buena tinta que Joan Sicart se disponía a traicionarle. Se pasará al enemigo cuando la guerra se haya recrudecido; en el momento más comprometido te quedarás indefenso, dijo con voz entrecortada. Él se echó a reír: Esto que dices es imposible, mujer, ¿de dónde sacas estas figuraciones?, le preguntó. Ella se echó a llorar: Sufro por ti, vino a decirle. Si te pasara algo… Él se sintió halagado y trató de calmarla. No hay motivo de inquietud, le dijo. Le ofreció una copita de licor digestivo que ella sorbió agitadamente. Luego agregó, volviendo al tema que le inquietaba, que Joan Sicart ya se había entrevistado dos veces con sus enemigos; una vez en el propio cuartel general de Sicart y otra en el claustro de la catedral. Haz averiguaciones y comprobarás que no te miento, le dijo. Si los hombres de Humbert Figa i Morera no contaran con la complicidad de Sicart, ¿cómo iban a meterse en una guerra que tenían perdida de antemano?, razonó. Piensa en esto que te digo, Alexandre, Sicart está conchabado con Humbert Figa i Morera, acabó diciendo. Él no quiso entrar a discutir con una desconocida aquellas afirmaciones gravísimas.
–Ve, mujer, ve; ahora tengo cosas más importantes en qué pensar que estos cuentos que has venido a traerme —le dijo, pero cuando ella se hubo ido hizo llegar un mensaje al obispado; en este mensaje pedía que le confirmaran la presencia de Joan Sicart en la catedral. No creo una palabra de lo que me ha dicho esa loca, dijo para sí, pero nunca está de más extremar las precauciones, sobre todo en momentos como éste. En realidad la visita de la mujer misteriosa le había impresionado más de lo que él mismo estaba dispuesto a reconocer. Quién me iba a decir a mí, que llevo una vida tan monástica, que una mujer tan atractiva se preocupaba en secreto por mi seguridad, se decía. Ay, ay, ay, que todo esto me huele a libertinaje desde una hora lejos, pensaba. Sea como sea, no puedo desoír completamente la información que ha venido a darme: es evidente que exagera; probablemente estará equivocada, pero, ¿y si no lo estuviera?, se decía. Del obispado respondieron a su nota con otra que confirmaba la presencia de Sicart en el claustro de la catedral. Don Alexandre Canals Formiga hizo comparecer a Joan Sicart y trató de sonsacarle con subterfugios. Estos subterfugios no pasaron inadvertidos a Sicart, que vio cimentarse así los recelos que Onofre le había inculcado. Con todo simulaba no percibir nada en la actitud de su jefe para no delatarse. Quizá esté pensando reemplazarme por otro y no sepa cómo quitárseme de enmedio, pensaba. Sicart tenía un lugarteniente llamado Boix, un hombre corto de luces y de instintos bestiales, que desde hacía tiempo le envidiaba la jefatura. Quizás ahora don Alexandre tenía puestos los ojos en Boix, quizá Boix había llegado secretamente a un acuerdo con don Alexandre, se decía. En el transcurso de aquella conversación uno y otro percibieron la reticencia bajo la aparente camaradería. Esto no impidió que los dos se pusieran de acuerdo en la conveniencia de lanzar un ataque frontal contra los hombres de don Humbert Figa i Morera. Sicart se despidió de su jefe con la promesa de que los eliminaría. Luego a solas se decía: Tal vez todo forme parte del mismo plan. Mientras tenga frente a sí un enemigo, aunque este enemigo sea tan insignificante como don Humbert, me seguirá necesitando. Pero si yo acabo con la banda de su rival, ¿qué le impedirá a él acabar luego conmigo? No, se decía, es preciso que llegue a un acuerdo con Onofre Bouvila. Me conviene la paz tanto como a él y parece un hombre razonable. Le veré y entre los dos haremos que todo vuelva a su cauce. Al quedarse solo, don alexandre Canals i Formiga se derrumbó en la butaca de cuero, dejó caer los brazos a ambos lados de la butaca y estuvo a punto de romper a llorar. Mi servidor más fiel me abandona, se decía, ¿qué será de mí? Veía en peligro su propia vida, pero aún le preocupaba más lo que pudiera sucederle a su hijo. Este hijo tenía doce años; había nacido con una malformación en la columna vertebral y se movía con mucha dificultad; de pequeño no había podido participar en juegos ni travesuras; en cambio parecía muy interesado en el estudio y había demostrado una facilidad extraordinaria para las matemáticas y el cálculo. Era un niño triste, sin amigos. Como los demás hijos del matrimonio habían muerto casi simultáneamente, en la epidemia del 79, don Alexandre sentía por este niño tarado un cariño sin límites y una compasión infinita, a diferencia de su esposa, que a partir de la tragedia citada había concebido para con los supervivientes un rencor comprensible, aunque injustificado; ahora pensaba: si esos desalmados se proponen algo de cierta envergadura tal vez se les ocurra atentar contra mi hijo; saben que con eso me asestarían un golpe mortal. Sí, se decía, no hay duda, esto harán si yo no me anticipo a sus planes. Al día siguiente el hijo de Alexandre Canals i Formiga, llamado Nicolau Canals i Rataplán, en compañía de su madre, un aya y una camarera partió camino de Francia, donde aquél tenía amigos y un sustancioso capital.