Al volver a casa encontró a su familia presa de gran agitación. Desde hacía varios días lo buscaban desesperadamente; creyéndolo en París habían telefoneado al consulado y a la embajada española en esa ciudad y a todos los hoteles de cierta categoría y se habían puesto en contacto también con las autoridades francesas. El revuelo ocasionado por estas medidas drásticas eclipsaba ahora la sorpresa provocada por su propio regreso: nadie parecía reparar en él. Por fin logró que alguien le explicara la razón de aquella solicitud inusual: un joven bien parecido y de muy buena familia había pedido sin previo aviso la mano de su hija menor, que a la sazón contaba dieciocho años recién cumplidos. Ya empieza la lucha por mis despojos, pensó. No valoraba en mucho a sus hijas: supuso que tendría que vérselas con un cazadotes, pero a esta eventualidad ya se había resignado. No podía tomar la cosa a la ligera, sin embargo, por lo que dio instrucciones para que convocaran el pretendiente esa misma tarde a su despacho. Luego se retiró a descansar. El mayordomo lo despertó para anunciarle la visita de Efrén Castells. El gigante irrumpió en el despacho con una cartera repleta de papeles: venía a hablar de negocios. Esta perspectiva lo descorazonó.
–Hiciste bien en desaparecer —empezó diciendo—; realmente iban por tu cabeza —el gigante de Calella hizo un gesto de desconcierto y exhaló un suspiro. Por fortuna aquel primer momento de exaltación había pasado ya—. Como vino se fue —dijo. Durante unos días ni él mismo se había sentido seguro. Automóviles misteriosos recorrían las calles a altas horas de la noche; otras veces en las horas de mayor bullicio la ciudad quedaba súbitamente silenciosa y quieta; la gente hablaba en voz baja. Luego todo había vuelto a la normalidad. El gigante abrió la cartera y empezó a sacar legajos de ella—. Vengo a rendirte cuentas… —empezó a decir. Onofre Bouvila le interrumpió con un gesto: Hay tiempo, dijo. Efrén Castells insistió en ponerle al corriente de la situación económica peculiar en que se encontraban ambos—. Al principio querían quitártelo todo —dijo el gigante—; luego vieron los contratos que habíamos firmado y ya no supieron qué hacer: se les podía leer el estupor y la indignación pintados en la cara —aquellas mismas personas que no habrían vacilado en enviarlo a la muerte se habían quedado paralizadas ante unos documentos legalizados; esta contradicción aparente no le sorprendió—. Llamaron todos sus abogados a consejo y estuvieron discutiendo el asunto varios días con sus noches; no veían forma de hincarle el diente. Recabaron desesperadamente mi colaboración. Yo me mantuve firme. Al final llegamos a un acuerdo: yo les prometí que seguiría haciéndome cargo de tus negocios; ellos a cambio prometieron respetar mi independencia; también tuve que prometerles que obtendría tu consentimiento a este acuerdo: de esto depende todo ahora —dijo el gigante. Luego guardó un silencio respetuoso.
–He sido jubilado, ¿verdad? – dijo Onofre Bouvila.
–Esto pasará —dijo Efrén Castells.
A las ocho el pretendiente de su hija compareció muy azarado en el despacho. Tenía aspecto quebradizo y poco inteligente y le costaba esfuerzo articular dos frases con coherencia; no parecía un sinvergüenza ni tampoco un hombre honrado. Onofre empezó tratándolo con cordialidad; esta cordialidad que no esperaba desconcertó al pretendiente; su padre le había dicho: pase lo que pase tú no pierdas la compostura, si te insulta o habla mal de la familia, no te des por enterado. Ahora ante tanta amabilidad no sabía qué hacer ni qué decir. Onofre también iba a la deriva. Poco después de la marcha de Efrén Castells había recibido la visita de su suegro. Don Humbert Figa i Morera había repetido los mismos argumentos que ya había esgrimido el gigante de Calella. Lo mejor es armarse de paciencia, le había recomendado; considera este paréntesis como unas vacaciones bien merecidas, dedícate a la vida de familia y a los placeres del hogar y de la buena mesa. Onofre Bouvila le había prometido tener en cuenta sus consejos. Luego habían entrado su hija y su mujer. Mi padre me ha puesto al corriente de la situación, le había dicho su mujer, me alegro de que hayas decidido tomarte la cosa con calma. En su voz había percibido un deje de satisfacción: Si estos reveses sirven para que yo y mis hijas te recuperemos, bienvenidos sean, parecía dar a entender con su expresión. Su hija había ido directamente al grano: Sé benévolo con él, papá, le había rogado, le quiero con toda mi alma; ahora mi felicidad depende enteramente de ti. Viendo al pretendiente recordaba estas palabras. Será un pelele en manos de mi hija, pensaba, un perro faldero, quizá sea esto lo que ella quiera, estas cosas ya se tienen muy claras a su edad; bien, le daré mi consentimiento y me ganaré el reconocimiento de toda mi familia, dentro de poco la casa estará invadida de nietos, quizá tenga razón mi suegro y haya llegado la hora de disfrutar del hogar, se dijo. Luego en voz alta dijo: No sólo me opongo terminantemente a este matrimonio absurdo sino que le prohíbo a usted que vuelva a ver a mi hija; si por cualquier medio trata de ponerse en contacto con ella o con otro miembro cualquiera de esta casa, familiar o criado, haré que mis hombres le sigan y le rompan todos los huesos en un callejón oscuro. La suerte le deparaba una víctima sobre la que descargar la ira acumulada durante todo el día; nunca desperdiciaba estas oportunidades. Que Dios confunda a mi familia, pensó. Luego, dirigiéndose al pretendiente, que no daba crédito a sus oídos, prosiguió diciendo: Esta prohibición que ahora expreso es irrevocable; no espere usted que con el tiempo cambie de opinión: esto es algo que nunca he hecho y nunca haré. Si a pesar de todas mis advertencias usted insistiese en ver a mi hija o en hacerle llegar algún mensaje, me veré en la penosa obligación de hacer que le peguen un tiro en la nuca. Me parece que he hablado con la suficiente claridad. El mayordomo le acompañará a la puerta. Esta entrevista le hizo recuperar parte del humor perdido; incluso tuvo un gesto de condescendencia más tarde con su mujer: No te inquietes, le dijo, si se quieren de verdad y él la merece realmente, vendrá por ella a pesar de todas mis amenazas; en tal caso, yo no cumpliría lo que he dicho; al contrario, habría una gran boda y yo procuraría que nunca les faltara nada; pero yo creo que de este muchacho no volveremos a oír hablar: créeme, mujer, es un zángano, no habría hecho feliz a la niña. Ya vendrán otros. Anda, deja de llorar y ve a consolarla; ya verás qué aprisa se le pasa el disgusto. Pero al margen de estos entretenimientos ocasionales la vida de familia no tenía ningún aliciente para él.
Ahora dedicaba todo su tiempo a proseguir la reconstrucción de la mansión, que había dejado interrumpida con su marcha. Por casualidad esta obra ingente quedó finalizada a mediados de diciembre de 1924, pocos días después de que Onofre Bouvila cumpliera los cincuenta años de edad. Ahora el jardín había perdido su aspecto selvático y había recuperado su antigua armonía; los esquifes recién barnizados se mecían en el canal, varias parejas de cisnes reflejaban sus formas gráciles en el agua cristalina del lago; dentro de la casa las puertas se abrían y cerraban con suavidad, las lámparas centelleaban en los espejos, en los techos se podían ver querubines y ninfas recién pintados, las alfombras amortiguaban el ruido de los pasos y los muebles absorbían en la superficie reluciente la luz tamizada que filtraban los visillos. Había llegado el momento de hacer el traslado. Sus hijas intentaron oponer a ello resistencia: se negaban a abandonar la ciudad. ¿Quién vendrá a vernos a este lugar dejado de la mano de Dios?, objetaban. Mientras yo sea rico vendrán a vernos al infierno si es preciso, respondía él. En realidad tanto a su mujer como a sus hijas les daba miedo verse aisladas con aquel hombre que las tiranizaba y parecía divertirse haciéndolas sufrir. También la mansión les infundía temor y desagrado. Aunque la reconstrucción podía considerarse perfecta había algo inquietante en aquella copia fidelísima, algo pomposo en aquel ornato excesivo, algo demente en aquel afán por calcar una existencia anacrónica y ajena, algo grosero en aquellos cuadros, jarrones, relojes y figuras de imitación que no eran regalos ni legados, cuya presencia no era fruto de sucesivos hallazgos o caprichos, que no atesoraban la memoria del momento en que fueron adquiridos, de la ocasión en que pasaron a formar parte de la casa: allí todo respondía a una voluntad rigurosa, todo era falso y opresivo. Acallados los ruidos de la obra y desaparecidos los albañiles, peones, yeseros y pintores, restablecido el orden y la limpieza la mansión adquirió una solemnidad funeraria. Hasta los cisnes del lago tenían un aire de idiocia que les era propio. El alba amanecía para arrojar una luz siniestra y distinta sobre la mansión. Estas características eran del agrado de Onofre Bouvila. Allí podía vivir a su antojo, sin ver ni oír a su mujer ni a sus hijas durante semanas enteras. Jamás paseaba por el jardín y salía raramente durante el día de los aposentos que había reservado para su uso exclusivo. No recibía visitas y en contra de sus predicciones nadie iba a visitarles por propia iniciativa. Al cabo de unos meses de efectuado el traslado sus dos hijas abandonaron el hogar definitivamente. La menor fue la primera en marcharse. Con la ayuda de su abuelo, don Humbert Figa i Morera, que la adoraba hasta el punto de atreverse, a pesar de su edad y sus achaques, a incurrir en la ira posible de su yerno, se estableció en París; allí contrajo matrimonio al cabo de un tiempo con un pianista húngaro de reputación escasa y futuro incierto que le doblaba la edad; ambos vagaron de ciudad en ciudad a partir de entonces, acosados por los acreedores. La hija mayor no tardó en seguir el ejemplo de su hermana. Aunque reconocía abiertamente no sentir por ello ninguna inclinación ingresó en una congregación de misioneras laicas que ejercían la docencia y la medicina en lugares remotos y atrasados. Después de pasar varios años en el Amazonas, cerca de Iquitos, tratando mal que bien de compaginar la práctica de la obstetricia con el consumo inmoderado de whisky fue repatriada por las autoridades peruanas; para ello fue necesario sobornar a varios funcionarios gubernamentales e indemnizar a las víctimas de su negligencia, su vicio y su ignorancia. Luego vivió apaciblemente envuelta en los vahos del alcohol en una "suite" del hotel Ritz de Madrid hasta su muerte en 1981. Onofre Bouvila vio disolverse su familia con la misma indiferencia con que la había visto formarse después de la muerte de su segundo hijo: una familia hecha de residuos y desencantos. Su esposa pasaba el día entero y parte de la noche en la capilla del primer piso: allí se hacía llevar las cajas de trufas heladas y de bombones de licor que consumía compulsivamente a todas horas mientras trataba de orientarse en el laberinto de novenas, triduos, viacrucis, adoraciones, cuarenta horas, infraoctavas y velas en que vivía sumida. Ahora la casa parecía verdaderamente desierta. Si al principio los muebles y los objetos carecían de vida afectiva, pronto adquirieron otra vida fantasmagórica: por las noches se oían ruidos en las estancias vacías y a la mañana siguiente los armarios aparecían desplazados y las alfombras arrolladas, como si todas aquellas piezas colosales y pesadísimas hubieran estado deambulando por los salones al amparo de la oscuridad. En realidad no había nada sobrenatural en aquello: eran los criados, que manifestaban de este modo su descontento y su hastío. Vamos a ver si acabamos de volver tarumba a la señora, se decían; sin más se dedicaban a golpear cacerolas y arrastrar muebles y golpear las paredes con cadenas. De todo esto Onofre Bouvila no se daba por enterado: para librarse del ambiente lúgubre que reinaba en la casa había adquirido el hábito de salir todas las noches. En compañía de su chófer y guardaespaldas frecuentaba los antros más infames; huyendo de la elegancia y la limpieza buscaba la camaradería de rufianes, maleantes y putas: así creía haber reencontrado aquella Barcelona de la que había logrado elevarse pero en la que ahora creía haber sido bastante feliz. En realidad era la juventud perdida lo que añoraba. Con este objeto trataba de convencerse a sí mismo de que en aquellos ambientes que rezumaban ignominia y miseria se sentía como en su propia casa; en el fondo sabía que le repugnaban aquellos cuchitriles inmundos, mal ventilados, aquellos catres sudados y pestilentes en los que despertaba sobresaltado. El vino peleón, el champaña adulterado y la cocaína que consumía para mantenerse alegre durante toda la noche le sentaban mal: a menudo vomitaba en la calle o dentro del coche cuando regresaba a casa al despuntar el día. También sabía que aquellos charlatanes, contrabandistas y mujerzuelas iban desesperadamente detrás de su dinero. Cuando el chófer lo sacaba casi en brazos de algún burdel las putas que le habían recibido con muestras descocadas de simpatía cambiaban de talante en un abrir y cerrar de ojos, sus chulos les arrebataban a golpes el dinero que él les había dado sin tasa, la euforia y la lujuria se desvanecían: ahora imperaban allí la codicia, la violencia y el rencor. Todo esto lo sabía pero se dejaba engañar; no con el dinero que despilfarraba, sino con este engaño creía pagar el derecho a respirar nuevamente el aire del puerto, el olor a salitre y petróleo y a frutas maduras que se echaban a perder en las sentinas de los barcos como si aún perteneciera a este mundo, que había perdido para siempre muchos años atrás.
Una noche se despertó en una habitación minúscula; las paredes estaban recubiertas de un papel sucio que originalmente había sido de color naranja; colgada de un hilo eléctrico parpadeaba una bombilla de filamentos. Tenía los pies y las manos helados y un hormigueo desagradable le recorría el costado izquierdo. Supo que se moría y le extrañó la precisión con que aún podía registrar detalles nimios. A su lado oyó gritar a una furcia cuyo rostro no recordaba haber visto nunca antes de entonces. Haciendo un gran esfuerzo consiguió asirle la muñeca: sabía que si ella lograba zafarse le quitaría todo lo que llevaba y huiría sin decir nada a nadie. Lo dejaría morir allí. Le prometeré el oro y el moro si me ayuda, pensó, pero las palabras le ahogaban, no le dejaban respirar. No es mal sitio para morir, pensó, menudo escándalo. Pero ¿qué estoy diciendo? Yo no quiero morir aquí ni en ningún otro sitio. La furcia se había soltado de un tirón: recogía la ropa desperdigada por el suelo de la habitación y salía al pasillo con la ropa en los brazos. Al verse solo luchó por no dejarse vencer por el pánico. Es el fin, pensó. Oyó gritos y carreras en el pasillo antes de perder el conocimiento.