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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

La ciudad sagrada (44 page)

BOOK: La ciudad sagrada
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Beiyoodzin encendió el cigarrillo. El ululato repetido de un buho resonaba con aire lúgubre por los cañones infinitos.

—Nuestra gente cree que tienen el poder de moverse de noche, raudos como el viento, pero sin hacer ruido. Pueden hacerse invisibles. Aprenden conjuros muy poderosos, maleficios para embrujar a la gente a distancia. Y con la sustancia del cadáver, son capaces de matar. Sí, ya lo creo que pueden matar…

—¿Matar? —preguntó Smithback—. ¿Embrujar a la gente? ¿Cómo, exactamente?

—Si un lapapieles consigue algo del cuerpo de la víctima, ya sea saliva, pelo o una prenda de ropa sudada, lo colocan en la boca de un muerto, para embrujar a esa persona. O a su caballo, sus ovejas, su casa, sus pertenencias… Pueden romperle sus herramientas, hacer que sus máquinas se nieguen a funcionar. Pueden hacer que su esposa caiga enferma, que sus perros o sus hijos mueran…

Hizo una pausa y el buho volvió a ulular, ahora más cerca.

—Embrujar a la gente a distancia —repitió Smithback—. Moverse por la noche sin hacer ruido. —Lanzó un gruñido y meneó la cabeza.

Beiyoodzin miró al escritor un instante, con ojos luminosos en la creciente oscuridad, y luego apartó de nuevo la mirada.

—Voy a contarles una historia. —El viejo reanudó su discurso tras unos instantes de vacilación—. Se trata de algo que me sucedió hace muchísimos años, cuando era un muchacho. Hace mucho, mucho tiempo que no se la cuento a nadie. —Un ascua roja y ardiente se encendió en la oscuridad y el rostro de Beiyoodzin se tiñó brevemente de un tono carmesí, mientras daba una calada al cigarrillo antes de proseguir—: Era verano. Estaba ayudando a mi abuelo a llevar un rebaño hasta Escalante. Era un viaje de dos días, de modo que nos llevamos el caballo y el carro. Paramos a hacer noche en un lugar llamado Roca de Sombra. Construimos una especie de corral con la maleza para las ovejas, llevamos a pastar al caballo y luego nos fuimos a dormir. Hacia la medianoche, me desperté de golpe. La oscuridad era absoluta, pues no había luna ni estrellas. Tampoco se oía ningún ruido. Supe que pasaba algo malo. Llamé a mi abuelo, pero no obtuve respuesta, así que me incorporé y eché unas cuantas ramas al fuego. Cuando se reavivó, entonces lo vi. —Beiyoodzin dio una larga y pausada calada al cigarrillo—. Mi abuelo estaba tendido boca arriba, sin ojos. Le faltaba la yema de los dedos. Le habían cosido la boca y le habían hecho algo detrás de la cabeza… —El ascua roja del cigarrillo tembló en la oscuridad—. Me levanté y arrojé el resto de la maleza al fuego, que iluminó la noche, entonces logré distinguir el cuerpo de nuestro caballo a unos seis metros de distancia. Estaba tendido en el suelo con las tripas apelotonadas junto a él. Las ovejas del rebaño estaban muertas. Y todo esto, absolutamente todo, sin que se oyera ni un solo ruido. —El puntito rojo se desvaneció cuando Beiyoodzin apagó la colilla—. Cuando el fuego estaba extinguiéndose vi algo más —prosiguió—, un par de ojos rojos detrás de las llamas. Unos ojos en la oscuridad, eso fue todo. Ni siquiera parpadearon, no se movieron, pero sin saber muy bien cómo, intuía que estaban acercándose. Luego oí un débil ruido, como un soplido. Una nube de polvo me impactó en la cara y los ojos empezaron a picarme. Caí hacia atrás, demasiado asustado para gritar siquiera. No recuerdo cómo logré regresar a casa. Me metieron en la cama con fiebre alta.Al final, me subieron a un carro y me llevaron al hospital de Cedar City. Los médicos dijeron que eran fiebres tifoideas, pero mi familia sabía la verdad. Uno a uno, mis familiares fueron desapareciendo de mi lado; todos, excepto mi abuela. No vi a ninguno de mis parientes durante un par de días, pero para cuando regresaron al hospital, lo peor de la enfermedad ya había pasado, para sorpresa de los médicos. —Se produjo un breve silencio—. Luego supe dónde habían estado mis parientes. Habían regresado a Roca de Sombra y habían acampado allí. Se llevaron al mejor rastreador del poblado con ellos. Una serie de gigantescas huellas de lobo se alejaban del lugar del incidente y siguieron el rastro hasta un campamento apartado al este de Nankoweap. En su interior había… bueno, supongo que habría que llamarlo un hombre. Era mediodía y estaba durmiendo. Mis parientes decidieron no correr riesgos. Le dispararon mientras dormía. —Se interrumpió unos segundos y añadió—: Hizo falta una buena cantidad de balas.

—¿Cómo supieron que había sido él? —preguntóSmithback.

—Junto al hombre había un fardo de medicinas de hechicero. Contenía ciertas raíces, plantas e insectos‐objetos tabú, utensilios prohibidos que sólo utilizan los lapapieles. Encontraron sustancia de cadáver. Y encima de la chimenea hallaron varios… trozos de carne, secándose.

—Pero no lo entiendo, ¿cómo…? —La pregunta de Smithback se perdió en la quietud de la noche.

—¿Quién era? —preguntó Nora.

Beiyoodzin no contestó de inmediato, pero al cabo de un momento se volvió. A pesar de la oscuridad, Nora sentía la intensidad de su mirada.

—Ha dicho que a sus caballos les faltaban cinco porciones de piel, una de la frente y dos de cada lado del pecho y el vientre —comentó—. ¿Saben qué tienen en común esas cinco partes?

—No —contestó Smithback.

—Sí —susurró Nora, con la boca seca por el pavor repentino—. Son las cinco partes donde la piel de un caballo forma una espiral.

La luz había desaparecido por completo del cielo y una inmensa bóveda de estrellas se abría sobre sus cabezas. A lo lejos, en algún lugar de la llanura, un coyote empezó a aullar y obtuvo la respuesta de otro coyote.

—No debería haberles contado nada de esto —dijo Beiyoodzin—. No me hará ningún bien, pero al menos ahora ya saben por qué deben abandonar ese lugar de inmediato.

Nora respiró hondo y añadió:

—Señor Beiyoodzin, muchas gracias por su ayuda. Le mentiría si le dijese que no me asustan sus palabras. Me producen un terrible espanto, pero estoy al frente de la excavación de unas ruinas a cuya búsqueda mi padre dedicó su vida entera. Le debo a él acabar lo que he empezado.

—¿Su padre murió aquí? —inquirió Beiyoodzin, un tanto sorprendido.

—Sí, pero nunca encontramos su cuerpo. —Algo en el modo en que había hablado el viejo la puso en guardia—. ¿Es que sabe algo al respecto?

—No sé nada —repuso, y se puso en pie bruscamente. Su inquietud parecía ir en aumento—. Pero lamento oírlo. Por favor, recapaciten sobre lo que les he dicho.

—Dudo que podamos olvidarlo —señaló Nora.

—Bien. Ahora creo que me retiraré. Tengo que le‐vantarme temprano, de modo que me despediré de ustedes ahora mismo. Pueden llevar a pastar a los caballos al valle de abajo. Hay hierba en abundancia junto al arroyo. Mañana, sírvanse el desayuno si quieren.

Yo no estaré por aquí.

—No será necesario… —empezó a decir Nora, pero el viejo ya estaba estrechándoles la mano. Luego se volvió y se afanó en preparar su saco de dormir.

—Creo que acaban de echarnos —susurró Smithback. Regresaron junto a los caballos, los desensillarony prepararon su propio campamento en el extremo opuesto de la pila de rocas.

—Menudo personaje —murmuró Smithback mientras desenrollaba su saco. Ya habían abrevado a los caballos, que ahora descansaban satisfechos cerca de allí—. Primero nos asusta con toda esa cháchara sobre los lapapieles y luego nos anuncia que es hora de ir a lacama.

—Sí —contestó Nora—. Justo cuando la conversación había derivado hacia mi padre. —Extendió su saco de dormir.

—No nos ha dicho a qué tribu pertenece.

—Creo que a los nankoweap. Por eso se llama así el pueblo.

—Algunas de las cosas que ha dicho sobre esos hechizos eran bastante asquerosas.

¿Tú te lo has creído?

—Yo creo en el poder del mal —respondió Nora acabo de un momento—, pero la idea de unas criaturas ataviadas con pieles de lobo que van por ahí embrujando a la gente con polvos de muerto resulta un poco inverosímil. Los objetos que hay en Quivira valen millones de dólares. Creo más bien que nos enfrentamos a un par de mercenarios que juegan a ser brujos para asustarnos.

—Es posible, pero parece un plan bastante elaborado. Disfrazarse de lobos, cortar trozos de caballo…

Ambos se quedaron en silencio, y el aire fresco dela noche los envolvió en su manto. Nora se frotó los brazos por el frío repentino. No tenía ninguna explicación para lo que le había ocurrido en el rancho, con la figura peluda persiguiendo su camioneta, como tampoco para la misteriosa silueta negra que había salido huyendo de la puerta de su cocina. Ni para la desaparición de
Thurber.

—¿En qué dirección sopla el viento? —le preguntó Smithback de improviso. La mujer lo miró con aire interrogador—. Lo digo para saber dónde dejar mis botas —le aclaró. En la oscuridad Nora creyó ver una sonrisa burlona en la cara del periodista.

—Déjalas a los pies de tu saco y mirando hacia el este —contestó—. Quizá así asustes a las serpientes de cascabel.

Lanzando un suspiro, también ella se quitó las botas, se tumbó y envolvió con el saco sus ropas polvorientas. En el cielo había empezado a dibujarse una media luna, tapada por los jirones de unas nubes. A escasos metros de distancia oyó a Smithback refunfuñar mientras ultimaba todos los preparativos para ir a dormir. En la callada oscuridad la idea de los brujos y los asesinos de caballos se desvaneció bajo el peso de su propio cansancio.

—Es extraño —dijo Smithback—, pero algo huele a podrido en el reino de Dinamarca.

—¿El qué? ¿Tus botas?

—Muy graciosa. Me refiero a nuestro anfitrión.

Está ocultando algo, pero no creo que tenga nada que ver con los caballos.

Desde lo alto, muy lejos, se oyó el ruido de un avión. Con aire distraído, Nora localizó la luz parpadeante recorriendo la aterciopelada oscuridad. Como si le hubiese leído el pensamiento, Smithback se dirigió a ella de nuevo:

—Sentado en ese avión va un tipo que está tomándose un martini, comiendo almendras tostadas y haciendo el crucigrama del
New York Times.

Nora soltó una risa silenciosa. Luego preguntó:

—Hablando del
Times…
¿cuánto hace que trabajaspara ellos?

—Ahora hará unos dos años, desde que publiqué mi último libro. He pedido una excedencia para venir a este viaje.

Nora se volvió y se apoyó en un hombro.

—¿Por qué has venido?

—¿Qué? —La pregunta pareció sorprender al escritor.

—Es una pregunta bastante sencilla. Éste es un viaje peligroso, agotador e incómodo. ¿Por qué dejaste tu querida y confortable Manhattan?

—¿Y perderme el mayor descubrimiento desde la tumba de Tutankamón? —Smithback se volvió en su saco—. Bueno, supongo que hay más razones. A fin de cuentas, la verdad es que sabía que no había ninguna garantía de que encontrásemos algo. Cuando lo analizas, el trabajo en un periódico puede resultar aburrido. Aunque sea el
New York
Times
y todo el mundo searrodille ante ti cada vez que entras en una habitación, pero… ¿sabes qué? De esto es de lo que se trata en realidad: de descubrir ciudades perdidas, escuchar historias sobre asesinatos, estar tumbado bajo las estrellas con una encantadora… —Carraspeó con nerviosismo—. Bueno, ya sabes a qué me refiero.

—No, no lo sé —repuso Nora, sorprendida por el súbito estremecimiento que le recorría la piel.

—Me refiero a estar tumbado bajo las estrellas con alguien como tú —terminó la frase—. Suena un poco cursi, ¿no?

—Si es una forma de tirar los tejos, sí, la verdad. Pero gracias de todos modos.

Miró la silueta larguirucha de Smithback, que apenas se vislumbraba bajo la luz de las estrellas, y vio cómo le brillaban los ojos al contemplar el cielo.

—¿Y bien? —preguntó Nora al cabo de un momento.

—Y bien, ¿qué?

—Durante una semana te has destrozado la columna vertebral montado en unas sillas durísimas, has pasado sed, te ha mordido un caballo, por poco te partes la crisma escalando los precipicios y has tenido que enfrentarte a serpientes de cascabel, arenas movedizas y lapapieles, así que… ¿todavía te alegras de haber venido?

El hombre volvió la mirada hacia ella, con los ojos resplandecientes bajo la luz de las estrellas.

—Sí —contestó sin más.

Mirándole fijamente a los ojos, Nora tendió el brazo en la oscuridad. Después de encontrar su mano, la apretó con suavidad y musitó:

—Yo también me alegro.

36

H
acia las doce, una media luna se había dibujado sobre el cielo oscuro, bañando las tierras desérticas del sur de Utah con una luz pálida. Al pie del lago Powell, el puerto deportivo de Walrtfeap dormitaba en el silencio de sus motos acuáticas y casas flotantes. Al norte y al oeste, el sistema laberíntico de grietas y gargantas que conducían hasta la mismísima Espalda del Diablo estaba en calma.

En el valle de Chilbah dos figuras trepaban lentamente por un agujero secreto. Más que una ruta, era una fisura en la roca diabólicamente escondida, convertida en una arista finísima por los siglos de erosión y desuso. Era la senda de los Sacerdotes, la puerta trasera de Quivira.

Surgiendo de la infinita oscuridad de las rocas, ambas figuras coronaron la meseta de arenisca donde se ocultaba el valle de Quivira. Mucho más abajo, en el largo valle que se extendía tras ellos, un caballo relinchaba y se encabritaba, nervioso, pero aquella noche habían decidido dejar a los animales en paz, al igual que al vaquero que los vigilaba, por cuyo lado habían pasado sin clavarle un cuchillo en la garganta. Éste seguía allí sentado, sin soltar el arma y con el suelo alrededorde él lleno de esputos de tabaco. Que se quedase allí el tiempo que quisiese… pronto llegaría su hora de todos modos.

Con sigilo animal, las dos figuras se escabulleron por la amplia meseta que dominaba el valle. A pesar de que la luna alumbraba un camino jaspeado por la arenisca, ambas evitaban la débil luz y permanecían entre las sombras. Las pesadas pieles de animal que llevaban sobre la espalda les colgaban por los costados, mientras se arrastraban por el abrupto suelo de roca. Las figuras seguían avanzando, silenciosas como fantasmas.

Al cabo de mucho rato, se detuvieron como accionadas por un solo cerebro. Ante ellas surgió un abismo de oscuridad: el diminuto valle de Quivira. Muchos metros más abajo, en la base del cañón, el pequeño arroyo brillaba bajo la luz de la luna. Desde una elevación del terreno alejada del arroyo, un débil resplandorse desprendió de la fogata mortecina y el olor a madera quemada, aún más débil, alcanzó a las figuras que observaban la escena desde el borde del desfiladero.

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