La clave de las llaves (15 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: La clave de las llaves
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Aparte de eso, sólo le hice otra pregunta, para tratar de aclarar una idea borrosa que me estaba rondando:

—¿Sabes dónde vive Joan Reig?

—De momento, en Sant Just. Pero se está haciendo una casa en Sitges. Seguro que no necesita pedir una hipoteca, después del contrato que acaba de firmar, jajá.

—Gracias.

Sant Just, lejos de Sant Cugat y de Les Planes. Difícilmente, la fiesta-orgía podía haberse celebrado en casa del jugador. Todo confirmaba que él y Mary se habían encontrado delante de El Corte Inglés, el de la avenida Diagonal, cerca del aparcamiento donde ella había dejado su coche. Desde allí, él la había llevado a donde se celebraba la fiesta.

Entretuve el resto de la mañana contemplando
El Beso de Judas
, por fin, con el secuestro de aquella especie de Bill Gates, y la persecución de coches donde, por una vez, los buenos tenían un accidente ridículo y acababa él con el pie roto y ella, Emma Thompson, con la nariz hecha una patata. Hasta que no pude aguantar más y llamé a Cristina. ¿Podía dejar a su madre con la enfermera y venir a comer conmigo? Cristina dijo que sí inmediatamente. Hija desnaturalizada. Me alegré de verla otra vez. Con aquella boca de Netol que no conocía la seriedad, la mirada descarada, cazadora de cuero y pantalón de cuadros escoceses.

La llevé a L'Escamarlá, en la playa del Bogatell, para invitarla a una paella de ciego. Las temperaturas habían subido un poco, parecía que el frío exagerado hacía fiesta, aquel domingo, y en lugares resguardados del viento se veía a un par o tres de almas temerarias en bañador.

Mientras comíamos la paella, le hablé de mí, de mi vida, de Marta, de los días oscuros que siguieron a su muerte, de Mónica, y de Ori, y de mis nietos, los gemelos Roger y Aina. Cristina me preguntó por casos especialmente emocionantes que hubiera resuelto y le hablé de la gente de la agencia, de la locura de Biosca, de la coquetería de Beth de los Cabellos Verdes, de la homosexualidad de Fernando, tan sosegado, equilibrado e introvertido. Las fantasmadas de Octavio nos dieron mucho juego y nos hicieron reír mucho.

Cuando yo le preguntaba por su vida, me pareció que ella se mantenía a la defensiva.

—¿Has estado casada?

—No me hagas hablar de mis fracasos.

—Eso quiere decir que te casaste y te separaste.

—O que nunca encontré a nadie que quisiera casarse conmigo.

—Imposible.

—No seas pelota. Venga, háblame de tus casos.

¿Mis casos? No me animaba a contarle ninguno de los casos complicados, que había muchos. Quizá por preservar la intimidad de nuestros clientes, quizá porque temía que Cristina creyera que me lo inventaba, quizá porque no quería que conociera mi faceta de canalla embrutecido a fuerza de limpiar la mierda ajena.

—¿El pelirrojo es natural?

—No seas grosero…

—¡Pero si me gusta!

—Es como si me preguntaras si mis pechos son tan bonitos como parecen o si son resultado de un generoso aporte de silicona.

Después, ya estábamos en la puerta número 5 y, desde el interior, venía hacia nosotros Tete Gijón, abriéndose paso a codazos y enarbolando un par de acreditaciones de prensa.

—Esquiusssss-mi, Esquiussssss-mi —gritaba, con voz aguda de payaso.

Alto y grueso, con los ojos de sapo desorbitados detrás de unas gafas de hipermétrope y montura de pasta negra, muy pasadas de moda. Cara llena y coloradota de bebedor. Había engordado desde la última vez que nos habíamos visto.

—¡Esquiusssss-mi!

Me trituró la mano derecha mientras descargaba su izquierda sobre mi hombro, ¡pías, pataplam!

—¡Cuánto tiempo sin verte, desleal, ruin y cruel y despiadado!

—Te presento a Cristina…

—¡Eh, Cristinita!

—¡Pero a ella no le hagas daño!

Como si la conociera de toda la vida, la agarró de los hombros y le clavó un beso en la frente.

—¡Muac! ¡Jodo, salao, que bien parido, el Esquiuss-mi! Siempre ha tenido suerte con las mujeres. ¡Pero vete con cuidado, que les acaba rompiendo el corazón!

Pensé, fugazmente, que no había tenido suerte con Marta, porque se había muerto. Y, además, había muerto de un ataque cardíaco. Aunque no era yo quien le había roto el corazón a Marta, supongo que técnicamente aquello se podía considerar una metedura de pata. Tete era especialista en meter la pata. Pero tenía la ventaja de que no era consciente de ello y no hacía nada por arreglarlo.

—O sea, que la nena también viene con nosotros, ¿eh? Jodo, salao, que bien parido es Esquius, qué vista, qué habilidad.

Ya estábamos dentro del recinto y avanzábamos rápidamente hacia el estadio con las acreditaciones colgadas del cuello.

—¿Qué más quieres saber de Reig? —preguntó el periodista situándose entre Cristina y yo y abarcándonos los hombros con sus largos brazos.

—Lo que sepas. Cómo está últimamente, qué hace, cómo juega, cómo se comporta…

—¿Para qué quieres saberlo?

—No puedo decírtelo.

—¿Para quién trabajas?

—No puedo decírtelo.

Llegamos a la puerta 16 de tribuna y allí pasamos el segundo control.

—¡Joder, Esquius! —exclamaba Tete—. ¡Jodius, Esquius! —Se dirigía a Cristina para demostrarle, con gesticulación histriónica, que yo era lo que no hay—. ¿Y qué le digo yo de Reig? Jodo, pues que está haciendo una temporada de puta pena.

—Pero es muy guapo —protestó Cristina.

—Pues que se meta a gigolò, ¿no? El año pasado todavía parecía que sabía lo que era un balón, pero esta temporada ha hecho tantas cagadas que incluso se dijo que no le iban a renovar el contrato…

—… Que todas las mujeres protestamos…

—… Pero es que ahora, desde que se lo han renovado, es aún peor.

—… Pero continúa estando igual de bueno…

Subíamos a la tercera gradería en ascensor.

—¿Cuándo se lo renovaron? —inquirí.

—Lo notificaron en la rueda de prensa del lunes pasado, día ocho. Y eso que el sábado seis hizo el peor partido de su vida.

Los asesinatos se habían cometido la noche del jueves cuatro al viernes cinco.

—Entonces, todavía no lo has visto jugar después de la renovación.

Salimos al pasillo de las cabinas de retransmisión de radio y televisión. Tete nos abrió una puerta y entramos en un recinto donde había una mesa de sonido, unos cuantos micrófonos, un televisor, cuatro sillas de tijera y un gran frontal de cristal desde donde se veía el campo perfectamente. Un lugar privilegiado.

—Lo he visto en los entrenamientos y no necesito más, y la cara que ponía a la rueda de prensa del lunes. Estaba hundido, pálido, como si fuera él quien tuviera que pagar todos esos millones al Club, y no al revés. Monmeló, en cambio, tan contento y tan alegre… —Se interrumpió para señalar a través del ventanal—: ¡Mira! ¡Monmeló! Hablando del rey de Roma.

En la tribuna, se estaba instalando el presidente del Club, Felip Monmeló, ese hombretón alto y grueso, con el cráneo afeitado, reluciente como una bombilla, y unas barbas blancas que le daban aspecto de gnomo gigantesco, la felicidad personificada, cigarro entre dientes, tan parecido al vejete que servía de emblema al Club. Saludaba al público en general con blandos movimientos de brazo que recordaban una bendición papal.

—Después, queríamos hacerle preguntas —reemprendió Tete Gijón el relato—, y no hubo forma. Que todo estaba dicho, que Reig estaba cansado, y se fue sin hablar con la prensa. En confianza—: Eso le viene del viernes cinco, que tuvo un encontronazo con Danny Garnett. Durante los entrenamientos, el inglés le hizo una entrada muy bestia, que casi me lo lesiona. Y se ve que, luego, en los vestuarios, se las tuvieron. Que si juegas sucio, que si eres un guarro, en fin… ¿Qué más puedo decirte? Que no está por la labor… ¡Pero siéntese, siéntese usted, señorita!

Desplegó una silla y, en lugar de ofrecérsela a Cristina, la ocupó él a horcajadas.

—Coged sillas, venga, Esquius, siéntate tú también. ¿Qué más quieres que te cuente?

Yo no sabía cómo formular la pregunta.

—¿Tú crees que… desde las, digamos, altas esferas… se puede hacer callar a la prensa? Quiero decir: ¿hasta qué punto hay libertad de prensa en los periódicos? ¿Hasta qué punto, si al director del periódico le dicen que de eso no hay que hablar, tendrá que agachar la cabeza y callar?

Se abrió la puerta y entraron un chico muy joven con cara de niño y otro periodista más veterano que asistían a Tete Gijón en la retransmisión. Iban cargados con dos cajas de cartón muy pesadas. Tete hizo las presentaciones:

—… Mi amigo detective y su amiga que, como es su amiga y las amigas de mis amigos son mis amiguitas, pues también es mi amante. ¿Qué os parece?

—¡No te enrolles, Tetón!

—¿Habéis traído bebercio?

—Birras.

—¿Con calisay? —Se echó a reír—. Jodo, tú, salao, Esquius bebía birra con cointreau, tíos…

—Ya no, ya no —decía yo, bajo la mirada ceñuda de Cristina.

—… Para que después digan que los detectives son sibaritas, a base de whisky de malta y bourbon… ¡Birras con cointreau, se metía en vena, este desleal, ruin, cruel y despiadado, rediós!

Descargó la palma de su mano sobre mi nuca.

—Y ahora me pregunta… —les explicó lo que yo le pedía—: hasta qué punto los poderes fácticos nos pueden tocar los huevos, nos pueden amordazar, manipular, prostituir. ¿Quieres saber la respuesta, de verdad, Esquius que parece mentira que seas detective? Mira: el robo en casa de Garnett, por ejemplo… ¿Ah, no te enteraste de que un ladrón quiso entrar en casa de Danny Garnett? Bueno, pues eso, que en su jardín se montó un sarao de cal Dios. El perro de Garnett atacó al ladrón, y se puso a ladrar, y el otro a gritar, y se presentó la policía y todo. Sabemos que un vecino estuvo haciendo unas fotos del jardín de Garnett. Un vecino que vive en un cuarto piso y tiene una vista privilegiada de ese jardín y tiene siempre una cámara a punto porque piensa que, cuando menos lo espere, captará la exclusiva de su vida y la podrá vender a los periódicos. Bueno, pues, salao, ¿tú has visto las fotos que hizo aquella noche? Yo tampoco. Se ve que fue a visitarle un representante de la directiva del Club y le compró los derechos de publicación a tocateja. Es una manera de bloquear una información, ¿no te parece?

—Antes —intervino el asistente más veterano, que había conectado el televisor y bebía una cerveza con los ojos clavados en la pantalla—, antes te prohibían que dijeras nada porque sí. Y entonces los periódicos se resistían. Publicar lo que te prohibían era una forma de resistencia y autoafirmación. En cambio, ahora no te lo prohíben. Te demuestran que es mejor que no lo publiques. Para no crear alarma social, o cosa por el estilo…

—Joder, como en el caso de las putas —dijo el periodista con cara de niño, que manipulaba una minicámara digital.

Se me cerraron los puños en un acto reflejo.

—¿Las putas? —balbuceé.

—Dos putas que mataron en Barcelona la semana pasada —explicó el chico mientras Tete Gijón asentía, muy de acuerdo con él—. ¿No lo leíste? No, claro, nadie no lo leyó porque todo el mundo echó tierra encima.

—Que a una la encontró un autocar de chicas que iban a una despedida de soltera… —apuntó Tete.

—Pues eso lo han tapado —dijo el periodista de la minicámara—. El especialista en casos policiales y tribunales que tenemos en la emisora, Carlos Pires, estaba enfurecido. La policía no le decía nada, pero él hizo un trabajo ile campo, una filigrana hablando con éste y con aquél, confidentes que tiene, y entonces va el director de la emisora y le dice no sé qué de la alarma social, y que tiene que dedicarse a otros temas, y el tema se murió. Y hasta ahora.

—Corre la voz —añadió Tete Gijón— de que alguien llamó desde algún estamento oficial y nos hizo callar.

—¿Quién llamó?

No lo sabían. Se encogían de hombros y se miraban intercambiando expresiones de escepticismo.

—Algún político muy bien situado e influyente.

Apuntó el periodista del televisor:

—… Seguramente no dijeron que no había que publicar lo de las putas, claro que no, seguro que fueron más sutiles: que si la alarma social, que si el efecto dominó…

Y Tete, alegremente:

—Nos hacen callar siempre que quieren. Noticias que tendrían que ir en primera plana acaban en un billete de mil espacios y noticias que no interesan a nadie van en las páginas preferentes. Es exactamente lo que ha ocurrido en el caso que comentábamos. ¿Quién habla de libertad de expresión? Aquí, el único que tiene libertad de expresión soy yo que, mientras retransmito el partido, puedo elegir si llamar al àrbitro hijo de puta o cabrón.

Escena 4

Los equipos saltaron al terreno de juego. Aunque empezaba a caer en picado la temperatura, había unos cuantos que llevaban camiseta de manga corta, Garnett y Reig entre ellos, seguramente para exhibir su musculatura ante las mujeres asistentes, que eran muy numerosas.

Durante los prolegómenos del partido, los visitantes tuvimos que guardar silencio. Los tres periodistas, en cambio, ya a micrófono abierto, iniciaron una tertulia libérrima y alborotada. Recitaron para los oyentes la lista de los jugadores de ambos equipos, recordaron el lamentable estado de la clasificación, decidieron la táctica que había que emplear para doblegar al rival y explicaron unos cuantos cotilleos que para mí no tenían ningún interés, cuatro biografías, un montón de estadística y comenzó el partido.

Con el micro en la boca, Tete Gijón empezó a hablar muy de prisa:

—… pelota colgada hacia la izquierda de la zona de medios rechaza de cabeza Modiano Garnett desplaza el esférico punta de ataque zigzaguea deja sentado a Molinero…, ¡deja sentado a Molinero, señores míos! El Escorpión pasa entre dos defensas se va a la línea de fondo…, atención el Trueno Pescosolido está solo está solo está solo está solo pase milimétrico pase de la muerte de Garnett… empalmará, empalmará… ¡Oooooh! ¡La cuelga de la gradería, Pescosolido la ha colgado de la galería! ¡Y estaba libre de marca! ¡Qué desastre, señoras y señores!

Yo sólo me fijaba en Joan Reig, que llevaba el dorsal 3. A los cinco minutos de partido, llegué a la conclusión de que el futbolista más guapo del país no conocía las reglas del fútbol y no sabía reconocer una pelota cuando la veía. Corría, perdido, como un alma en pena, de un lado a otro del campo, siempre en dirección contraria al lugar donde se depositaba la atención de todo el mundo. Cuando el público bramaba por cualquier cosa, o cuando uno de su equipo le imprecaba, o cuando el àrbitro pitaba, aunque no fuese a él, Joan Reig hacía señales que igual podían significar «¿Me estáis llamando a mí?» como «¿Se puede saber quién ha escondido el balón?». El delantero a quien se suponía que había de marcar incluso ponía cara de desamparado, y cada vez que recibía el esférico algún otro defensa del equipo local se veía obligado a perder la posición y, normalmente, a hacerle una entrada que acababa en falta. Cuando Reig conseguía ver el balón, normalmente éste pasaba muy lejos de su alcance, o muy alto, o por el otro lado del campo, pero él no dudaba en saltar cabeceando al aire o pegaba inútiles puntapiés, en un grotesco despilfarro de energías. Le vi correr a pasitos cortos mirando al cielo como si esperase la aparición de la Virgen de Fátima, le vi tropezar con sus propios pies, y girar sobre sí mismo como una bailarina, y excusarse con gesticulaciones ridículas cuando el público empezaba a tirarle objetos contundentes. Cuando el otro equipo marcó un gol, Reig no sé qué estaba haciendo en medio del campo, al lado de la banqueta rival y, al ver la alegría de los suplentes, también se puso a saltar y a dar volteretas, por puro mimetismo, antes de comprender que no era aquél el comportamiento que se esperaba de él y entonces quiso disfrazar su error fingiendo que se había caído y que le dolía una pierna. Reincorporado al juego, una vez que la pelota fue a parar a sus pies, por pura casualidad, se quedó mirándola con cara de susto, y entonces llegó un jugador contrario y le pegó un puntapié en la espinilla que lo derribó de verdad. Cinco minutos de revolcarse por el suelo esperando el agua milagrosa. Pocos minutos más tarde, volvió a tocar el balón, aquella vez con las manos y dentro del área. El àrbitro pitó penalti y fue el segundo gol a favor de los visitantes.

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