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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (39 page)

BOOK: La colina de las piedras blancas
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—Gracias, señor —dije sinceramente—. He padecido mucho hasta llegar hasta aquí.

—Decidme. ¿Cuál es vuestro nombre? No logro acordarme.

Le repetí mi nombre, mi compañía y mi condición de náufrago. Le relaté lo sucedido con la Armada, hasta donde yo recordaba. Y luego le resumí mis aventuras, pero no parecía creerlas del todo, pues me preguntaba detalles como para evidenciar mis mentiras.

—Le juro que todo es cierto. No puedo contarle más, porque no sé qué pasó con los barcos. Ni siquiera sé si el duque de Medina Sidonia salvó la vida.

Permaneció callado. Era evidente que tenía prisa y que todo mi relato le sonaba a cuento. Luego se quedó pensativo y aproveché para preguntar:

—¿Sabe vuestra merced si se encuentra en Flandes la compañía de don Álvaro de Mejía? —le pregunté.

—Mejía…Mejía…

Don Juan Saavedra —que así se llamaba, según pude averiguar más tarde—, se levantó y llamó a alguien. Se presentó en la tienda un alférez al que preguntó por mi compañía.

—La compañía de don Álvaro de Mejía se descompuso en la jornada de Inglaterra, señor. Su capitán salvó la vida y ha sido reformado. Luego ha servido en Flandes como soldado a la espera de otra capitanía. Ha permanecido aquí hasta hace dos días, pero obtuvo conducta para reclutar una nueva compañía y partió ayer mismo hacia España.

—¡Dios bendito! —exclamé emocionado—. ¡Está vivo!

El alférez me miró extrañado. Aprovechando sus conocimientos le pregunté:

—¿Y el alférez Idiáquez? ¿Y don Martín Ledesma? ¿Y don Francisco de Cuéllar?

Negó a cada nombre; no los conocía. Luego pregunté dónde podía obtener mi soldada, pues no tenía donde caerme muerto y las ropas que vestía me las había dado un mercader.

—De todo ello se encargará el alférez Córdoba —dijo el maestre de campo—. Yo he de dejaros, ha sido un placer. ¡Ah! Y si desea obtener licencia, por expreso deseo del duque le será concedida. Puede aprovechar y marchar aprisa a dar alcance a las compañías que se dirigen a España, vía Milán. Nos veremos en mejor ocasión y volveréis a contarme eso de Irlanda…

Me despedí del maestre de campo, muy contento por verme libre de la obligación de participar en la campaña de París. Me inquietaba tener que dar alcance a Mejía, con un día de retraso, pero había de intentarlo. La alegría de saber que se encontraba con vida me había hecho rejuvenecer y recuperar fuerzas.

El alférez me hizo esperar un buen rato. Luego vino con malas noticias:

—Vuesa merced no consta en el tercio. Ni hay rastro de nada. Tendrá que ir a la Corte a reclamar su soldada y ver si se le ha dado de baja. Probablemente está en la lista de muertos de la Armada.

La afirmación, aunque lógica en todo extremo, me hizo palidecer. Así que yo era, con seguridad, un muerto. Y, lo peor de todo, un muerto pobre de solemnidad. La obligación de ir a Madrid a reclamar lo que era mío deshacía mis pocas fuerzas, pues mi intención era acudir raudo a Llerena, llevando lo poco que pudiera cobrar por los atrasos de servicio al rey y entregárselo a mi pobre madre.

Al acordarme de mi madre me di con la palma de la mano en la frente. ¡Qué descuido imperdonable! Tenía que escribir a Llerena inmediatamente, para contar que seguía vivo. Si lo que me decía el alférez era cierto, mi madre y mi hermana estarían… ¡de luto por mí y muertas de pena! ¡Oh, Dios mío! ¡Cuánto padecimiento para una madre!

Recordé entonces a los padres de los Mendoza y de tantos otros muertos en aquella empresa maldita. ¿Qué habría pasado en cada casa? ¿Cómo se habría vivido en España el desastre de la Armada? Nadie en aquel campamento parecía dar importancia al hecho. Tal vez en España sabrían darme razón de lo acaecido tras la derrota. ¿Cómo se lo habría tomado el rey? ¿Qué consecuencias habría tenido en la política internacional? ¿Qué reacción habría tenido el Santo Pontífice? Todas estas preguntas y otras muchas me hacía por primera vez, pues era como si durante los dos años de vagar por Irlanda y Escocia hubiera estado demasiado preocupado por salvar el pellejo, ajeno a todo lo demás, que ahora tomaba importancia extrema.

—Soldado Montiel —me dijo al fin el alférez—. Aunque no le corresponde ni un maravedí por sus servicios, el duque ha dado la orden de que se le entreguen sus armas, nueva ropa de soldado y dos pagas a cuenta, con lo que podrá partir de inmediato en pos de las compañías que salieron ayer camino de Milán.

Me vestí como un soldado español, con la cruz de Borgoña bordada en el jubón a la altura del pecho. Ceñí el cinto con la espada y la vizcaína que algún soldado muerto había dejado sin dueño. Y partí de Bruselas junto a unos soldados que habían decidido abandonar aquel ejército y unirse a las compañías que regresaban.

Capítulo 50

C
aminamos muy deprisa con el ánimo de dar alcance a los casi mil soldados de las cuatro compañías que nos precedían. Los tercios españoles utilizaban varias rutas alternativas que se dieron en llamar el camino de los españoles, ideado por el cardenal Granvela, de tan triste apellido para mí, pues me traía el recuerdo de su sobrino, fallecido junto a don Alonso Martínez de Leyva en las costas irlandesas.

El camino iba desde Bruselas hasta Namur en un primer tramo, y luego transitaba por el obispado-principado de Lieja hasta llevarnos a Luxemburgo. De allí a Thionville, Lorena, Alsacia, el Franco Condado borgoñón y las altas montañas que lo separaban del Piamonte. Habíamos de pasar por el Pequeño San Bernardo, en los Alpes, en busca de la Alta Saboya, y luego bajar hasta Milán. Desde allí tendríamos que dirigirnos a la costa para embarcar rumbo a Barcelona, Valencia, Denia o Cartagena.

Nuestro objetivo era dar alcance a los hombres de delante antes de llegar a Namur. Así que recorrimos aquellos caminos como liebres, a pesar de que mi pierna seguía maltrecha y tenía que descansar más frecuentemente de lo que deseaba. Cuando tuvimos a la vista la ciudadela de Namur, donde había muerto don Juan de Austria, héroe de nuestros ejércitos y hermano del rey, vimos que una masa de hombres avanzaba camino de la ciudad.

—¡Allá van! —gritó alguien.

—¡Los alcanzaremos mañana, antes del mediodía! —calculó otro.

Era casi de noche cuando decidimos detener la marcha. Por el camino me habían hecho muchas preguntas, pero apenas pudimos hablar de tan deprisa como íbamos. Luego, rendidos por la caminata, tampoco pude contarles casi nada de mis aventuras.

—Cuando les demos alcance os lo cuento, que iremos más despacio — me disculpaba yo—. Además, también vuestras mercedes tienen que contarme qué ha pasado desde entonces, pues yo he estado dos años perdido.

—¡Bah! Si nosotros aquí no nos enteramos de nada. Eso en España. En los mentideros de la Corte…

A la mañana siguiente emprendimos la marcha de nuevo y nos fuimos acercando a la gran caravana de soldados. Cuando los tuvimos a una milla alcanzaron a vernos y se detuvieron a descansar por darnos ventaja. Se me aceleró el corazón a medida que nos aproximábamos, por no saber cuál sería la reacción del capitán Mejía al verme y si Idiáquez y los otros supervivientes estarían con él.

Cuando tomamos contacto con ellos, se armó un gran revuelo. Todos acudían alborotados, a saludarnos y darnos acogida, especialmente cuando se supo que uno de nosotros procedía de Irlanda y era náufrago de la Armada.

De inmediato pregunté por el capitán Mejía, y obtuve respuesta enseguida, cuando se escuchó:

—¡Quién me llama!

—¡Un hidalgo de Castilla! —respondí alzando la voz.

Se abrió paso entre la gente y cuando estuvo ante mí permaneció perplejo unos instantes, palideció, me miró con los ojos desorbitados como si hubiese visto un fantasma y con la voz temblorosa por la emoción acertó a decir:

—Cagüen mi sangre —y se vino a mi muy despacio, con las lágrimas rodando por sus mejillas y los brazos abiertos, como quien recupera a un hijo después de creerlo muerto.

Algunos de los soldados que viajaban con el capitán habían sido compañeros míos en otros tiempos. Incluso varios de ellos habían navegado en el
San Marcos
con nosotros y se holgaron mucho de verme. Nos abrazamos todos y no me dejaron probar bocado, ni respirar siquiera, pues no se cansaban de preguntarme acerca de lo sucedido en aquellos dos años en los que se me había dado por muerto.

—¿Pero no ha dicho nada de mí el capitán Cuéllar?

—¡Ca! Si de milagro sé yo que Cuéllar está vivo —afirmó Mejía—. Fue a parar a Amberes y luego no supe más de él. No he tenido ocasión de verlo.

Luego les conté todo con gran detalle. Muy por lo menudo les fui desgranando mi aventura, excluyendo algunos aspectos que, por ser un hidalgo, me privé de contar a tantos hombres que desconocía, y me los reservé para los amigos algo más tarde. Cuando hubieron saciado su sed de pormenores nos pusimos de nuevo en marcha, y entonces caminé junto a Mejía y algunos otros camaradas de antaño. Y me tocó a mí preguntar para saber cuánto quería:

—Contadme —les rogué—. ¿Qué pasó cuando naufragamos en la ensenada? Sé que el
San Marcos
se fue a pique y se ahogaron muchos hombres. Otros salvaron la vida, como os he contado, pero luego fueron ahorcados. Sin embargo, no sé qué fue de vosotros, los que lograsteis seguir a flote.

—Fue lamentable. No sé por dónde empezar.

Al capitán se le ensombreció el rostro. Lo vi de pronto como envejecido y muy triste, como si le costase afrontar la narración de los hechos. Entonces comenzó muy despacio, haciendo grandes pausas mientras rememoraba los momentos de angustia que habían vivido. Pues, si mal lo pasamos los que quedamos en Irlanda, los que lograron poner rumbo a España vivieron lo peor de su triste existencia.

Me contó que no fueron conscientes de cuántos barcos habían ido contra el litoral hasta que se hizo recuento en España. Incluso así, no tenían certeza aún de cuántos habían sido, pues ignoraban cuáles habían ido a parar a otros puertos del norte. Una vez que el capitán Cuéllar hubo arribado con otros hombres a las costas de Flandes, narró los desastres de algunos de esos barcos de los que no se tenían noticias.

—En total, se perdió el rastro de más de cuarenta barcos y quince mil hombres —me explicaba taciturno—. Fue un desastre, Rodrigo. Un desastre. No hay casa noble en España que no esté de luto. Murieron sus hijos; mayorazgos muchos de ellos, que habían ido en busca de gloria y se hincharon, pero no de dinero, sino de agua del océano. ¡Qué triste! Cuando me has contado lo de los ahorcados… don Antonio de la Fragua, Mendoza, Parra y los otros. Hasta lo del
Carbonero
me da lástima…, y eso que sé que está vivo y bien cuidado…

Luego me entristecí muchísimo al preguntarle por el duque de Medina Sidonia y ponerme él al corriente de lo sucedido con el general y otros oficiales:

—Cuando pusimos rumbo a España todos los barcos íbamos sin víveres ni agua y con los aparejos destrozados, como sabes. Incluso algunos con grandes vías de agua, las quillas partidas y los cascos deshaciéndose. Pero seguimos navegando, y los hombres estaban tan débiles que no podían tirar de los cabos, ni laborear en la jarcia, ni sujetar peso alguno…

Me contó que estaban la mayoría enfermos y que cada día tiraban por la borda cientos de cuerpos, casi sin poder hacerlo, pues se necesitaban las fuerzas de muchos hombres para conseguirlo, de tan menguadas como estaban. El duque, desde su lecho de enfermo, dio las órdenes para intentar que los barcos que lo seguían pudieran llegar a buen puerto.

El 24 de septiembre avistaron tierra desde el
San Martín
. Dispararon tres cañonazos para que supieran en la costa que necesitaban ser remolcados. Embarcaron al duque en un batel para llevarlo a Laredo, cediendo el mando a Diego Flores de Valdés. Don Alonso estaba muy enfermo y en su nave casi todos padecían tabardillo.

Al mismo puerto llegaron más barcos, igual que a otros lugares del Cantábrico, todos ellos en las mismas o peores condiciones que el
San Martín
. Se desembarcaba a los enfermos y se llevaban a improvisados hospitales, exhaustos, muertos de hambre y abatidos por la enfermedad.

El
Santa Ana
, después de conseguir llegar al puerto de Pasajes, había explotado y habían muerto cuatrocientos hombres ante la mirada de las gentes que los esperaban en tierra. Tan triste y enfermo venía don Miguel de Oquendo que no quiso ver a sus parientes, ni a su mujer, y murió en el mismo puerto a primeros de octubre.

—¿Y el duque de Medina Sidonia? —pregunté impaciente.

—Cuando el rey escuchó de voz de don Francisco de Bobadilla el informe sobre el desastre, dicen que dio orden de eximir al almirante del besamanos, lo relevó de su cargo y le dio permiso para retirarse a Sanlúcar.

—Pero… ¿vive? —le dije sin aguantar un segundo más.

—¿Vive? —se preguntó él mismo, lo cual me desconcertaba—. Dicen que está muerto en vida. Una litera tirada por caballos y escoltada por unos cuantos desgraciados lo llevaron hasta su tierra. Creo que desde entonces no levanta cabeza; se cree responsable de los llantos de media España. Imagínate, cuando se empezó a saber por toda la nación la cantidad de muertos…

Entonces recordé de nuevo a mi madre y a mi hermana.

—Yo mismo, dije. Se me ha dado por muerto.

—Ya.

—¿Y mi madre y mi hermana? —pregunté por si sabía algo.

—¡Qué sé yo! Cuando llegamos a La Coruña a bordo del
San Pedro
, Idiáquez pidió licencia después de reponerse. Dijo que quería embarcarse en las flotas de Indias y viajar al Nuevo Mundo. Y de paso, cumplir en Llerena tu última voluntad.

—¿Mi última voluntad? —me extrañé—. ¡Claro! Cuando estaba enfermo yo mismo le pedí que cumpliese mi última voluntad: dar cuanto me correspondiese por los servicios prestados a mi madre y a mi hermana, y cuidar de ellas si era posible.

Me dio un vuelco el corazón. Idiáquez había ido a Llerena y había dicho allí que yo estaba muerto. No quería imaginar la cara de mi pobre madre, desesperada, con esos ojos tristes, más tristes que nunca, mirándolo sin saber si ir o no en busca de mi dinero, pues sólo ella o mi hermana podrían cobrarlo.

—¿Y qué fue de Ledesma? —pregunté inocentemente.

—También se fue para casa, a descansar. Luego tenía intención de embarcarse igualmente en los galeones de Indias, creo recordar.

—¿Y Recalde? —me interesé.

El capitán negó con la cabeza e hizo un chasquido con la lengua.

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