La conjura de los necios (45 page)

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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

BOOK: La conjura de los necios
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—Oh, tú habla, habla, habla lo que quieras —chilló Dorian—. Ahora, vamos a la cocina. Quiero que conozcas al cuerpo auxiliar femenino.

—¿Es verdad eso? ¿Hay un cuerpo auxiliar femenino? —preguntó Ignatius ávidamente—. Bueno, he de felicitarte por tu previsión.

Entraron en la cocina donde todo estaba tranquilo, salvo dos jóvenes del sexo masculino que estaban discutiendo muy acalorados en un rincón. Sentadas a una mesa, había tres mujeres bebiendo latas de cerveza. Miraron a Ignatius de arriba abajo. La que estaba aplastando con la mano una lata de cerveza dejó de hacerlo y tiró la lata a una planta enmacetada que había junto al fregadero.

—Chicas —dijo Dorian; las tres chicas cerveceras lanzaron un áspero vítor del Bronx—. Este es Ignatius Reilly, una cara nueva.

—Chócala, Gordo —dijo la chica que había espachurrado la lata. Y cogió la manaza de Ignatius y la amasó como si fuera también un candidato al espachurramiento.

—¡Oh, Dios santo! —gritó Ignatius.

—Esa es Frieda —explicó Dorian—. Y ellas son Betty y Liz.

—Qué tal —dijo Ignatius, metiendo la mano en el bolsillo de su ropón para impedir cualquier futuro estrechón de manos—. Estoy seguro de que seréis de gran valor para nuestra causa.

—¿De dónde lo sacaste? —preguntó Frieda a Dorian, mientras sus dos compañeras examinaban a Ignatius y se daban codazos.

—El señor Greene y yo nos conocimos a través de mi madre —contestó grandilocuentemente Ignatius, en vez de Dorian.

—No fastidies —dijo Frieda—. Tu madre debe ser una persona muy interesante.

—Ni mucho menos —replicó Ignatius.

—Bueno, gordinflón, cógete una cerveza —dijo Frieda—. Ojalá la tuviéramos en botellas, así Betty podría abrirte una con los dientes. Tiene unos dientes que son como una garra de acero —Betty hizo a Frieda un gesto obsceno—. Y un día de estos va a tener que tragárselos todos.

Betty pegó a Frieda en la cabeza con una lata vacía.

—Estás pidiendo que te atice —dijo Frieda, levantando una de las sillas.

—Basta ya —disculpó Dorian—. Si ustedes tres no saben portarse como es debido, pueden marcharse ahora mismo.

—La verdad es que nos estamos aburriendo muchísimo, sentadas aquí en la cocina, sin nada que hacer —dijo Liz.

—Sí —chilló Betty. Y agarró un travesaño de la silla que Frieda sostenía sobre la cabeza, y empezaron a forcejear las dos para apoderarse de ella—. ¿Por qué tenemos que estar aquí sentadas, a ver?

—Dejad esa silla ahora mismo —dijo Dorian.

—Sí, por favor —añadió Ignatius, que había retrocedido a un rincón—. Alguien puede hacerse daño.

—Como tú —dijo Liz, y le lanzó una lata de cerveza llena a Ignatius, que se agachó.

—¡Dios santo! —dijo Ignatius—. Creo que me volveré a la otra habitación.

—Lárgate, culo gordo —le dijo Liz—. Estás dejándonos sin aire.

—¡Chicas! —chillaba Dorian a las forcejeantes Frieda y Betty, cuyas camisetas iban humedeciéndose. Resoplaban y forcejeaban con la silla por la cocina, aplastándose mutuamente contra la pared y la fregadera.

—Está bien, se acabó —chilló Liz a sus amigas—. Esta gente va a pensar que sois unas chicas vulgares y groseras.

Y cogió otra silla y se metió con ella alzada entre las dos contendientes. Luego, la bajó con fuerza sobre la que se disputaban Frieda y Betty, derribando a las chicas. Las dos sillas cayeron al suelo con un gran estruendo.

—¿Quién te mandó meterte? —dijo Frieda a Liz, agarrándola por el pelo casi rapado.

Dorian, tropezando con la silla, intentó empujar a las chicas otra vez a la mesa, mascullando:

—Vamos, sentáos ahí, a ver si os portáis como personas decentes.

—Esta fiesta es una mierda —dijo Betty—. No hay ninguna animación.

—¿Cómo nos invitaste si todo lo que podemos hacer es estar sentadas aquí en esta cocina horrible? —preguntó Frieda.

—Fuera lo único que hacíais era pelearos. Lo sabéis de sobra. Me pareció que sería un detalle amistoso pediros que bajarais aquí, una cortesía. No quiero problemas. Es la fiesta más bonita que tenemos desde hace muchos meses.

—Está bien —gruñó Frieda—. Nos quedaremos aquí en la cocina como señoras —las chicas se dieron golpes en los brazos unas a otras en señal de conformidad—. Después de todo, no somos más que inquilinas que pagan. Cómo vamos a entrar ahí y ser amables con ese vaquero falso, ése que parece Jeanette McDonald, que intentó fastidiarnos el otro día en la Calle Chartres.

—Es una persona muy amable y muy fina —dijo Dorian—. Estoy seguro de que no os vio.

—Nos vio perfectamente —dijo Betty—. Le atizamos un golpe en la cabeza.

—Me gustaría arrearle una patada en los huevos —dijo Liz.

—Por favor —dijo engoladamente Ignatius—. Todo lo que veo a mi alrededor es lucha y conflicto. Debéis cerrar filas y presentar un frente unido.

—¿Pero qué le pasa a este tío? —preguntó Liz, abriendo la lata de cerveza que le había tirado a Ignatius.

Saltó un chorro de cerveza de la lata y mojó a Ignatius en su estómago ensanchado por los Productos Paraíso.

—Bueno, ya estoy harto de esto —dijo Ignatius, furioso.

—Bueno —dijo Frieda—, pues lárgate.

—Esta noche la cocina es territorio nuestro —dijo Betty—. Somos nosotras las que decidimos quién la utiliza.

—Tengo gran interés en asistir a la primera fiesta que dé el cuerpo auxiliar femenino, desde luego —dijo Ignatius, y se dirigió torpemente hacia la puerta.

Cuando salía, una lata de cerveza vacía se estrelló contra el marco de la puerta, cerca de su cabeza. Dorian le siguió y cerró la puerta.

—No puedo entender por qué decidiste mancillar el movimiento invitando a venir aquí a esas camorristas.

—Tenía que hacerlo —explicó Dorian—. Si no las invitas a una fiesta, de todos modos irrumpen en ella. Y se portan peor aún. En realidad, son chicas muy divertidas cuando están de buen humor. Pero últimamente tuvieron ciertos problemas con la policía y se desahogan con todo el mundo.

—¡Habrá que echarlas del movimiento inmediatamente!

—Lo que tú digas, Princesa Magiar —suspiró Dorian—. A mí, me dan un poco de lástima. Antes vivían en California y lo pasaban muy bien allí. Luego surgió un incidente, un ataque a un levantador de peso en Playa Músculo. Habían estado luchando con el chico, o eso dicen, y luego, al parecer, las cosas se descontrolaron. Tuvieron, literalmente, que huir del sur de California y cruzar el desierto en ese majestuoso automóvil alemán que tienen. Las he acogido en casa. Son unas inquilinas maravillosas en ciertos aspectos. Guardan la casa mucho mejor de lo que podría hacerlo un perro guardián. Tienen montones de dinero que reciben de una reina del cine envejecida.

—¿De veras? —preguntó con interés Ignatius—. Quizá me haya precipitado al prescindir de ellas. Los movimientos políticos han de sacar el dinero de donde puedan. Las chicas tienen cierto encanto, sin duda, con sus vaqueros y sus botas —contempló la masa efervescente de invitados—. Tienes que conseguir que se callen. Tenernos que poner aquí un poco de orden. Hemos de tratar un asunto crucial.

El vaquero —que el diablo se lo lleve— estaba azotando con su fusta a un elegante invitado. El patán del cuero negro inmovilizaba en el suelo a un invitado extasiado. Por todas partes se oían gritos, suspiros, chillidos. Cantaba ahora en el fonógrafo Lena Horne. «Inteligente», «Fresco», «Terriblemente cosmo», decía reverente el grupo que rodeaba el fonógrafo. El vaquero se apartó de sus excitados admiradores y empezó a sincronizar sus labios con la letra del disco, bailoteando como una cantante con botas y sombrero. Los invitados se agruparon a su alrededor, con una andanada de chillidos, dejando al patán del cuero negro sin nadie a quien torturar.

—Hemos de parar todo esto —gritó Ignatius a Dorian, que estaba haciéndole guiños al vaquero—. Aparte del hecho de que lo que estoy presenciando es una ofensa estruendosa al buen gusto y a la decencia, empiezo a asfixiarme a causa del hedor de las emisiones glandulares y de la colonia.

—Oh, no seas tan pelma. Están divirtiéndose un poquito.

—Lo siento muchísimo —dijo Ignatius en tono profesional—. He venido aquí esta noche con una misión de la máxima seriedad. Hay una chica a la que hay que dar una lección, una pelandusca impertinente y radical. Apaga esa música afrentosa y tranquiliza a esos sodomitas. Tenemos que tratar cuestiones militares.

—Creí que ibas a ser divertido. Si te pones grosero y pesado, será mejor que te vayas.

—¡No me iré! Nadie puede detenerme. ¡Paz! ¡Paz! ¡Paz!

—Oh, querido. Tú te lo tomas en serio, ¿verdad?

Ignatius se separó de Dorian, cruzó precipitadamente la estancia, apartando a empellones a los elegantes invitados, y desconectó el fonógrafo. Cuando se volvió, le saludó la versión castrada de un grito de guerra apache de los invitados.

«Bestia.» «Loco.» «¿Es esto lo que Dorian prometió?» «Esa fantástica Lena.» «Qué atuendo... es grotesco. Y el pendiente. Oh, qué barbaridad.» «Esa era mi canción favorita.» «Es horrible.» «Qué grosería increíble.» «Qué corpachón tan monstruoso.» «Es una pesadilla.»

—¡Silencio! —aulló Ignatius por encima del furioso parloteo—. Estoy aquí esta noche, amigos míos, para explicaros cómo podéis salvar al mundo y traer la paz.

«Está absolutamente loco.» «Dorian, esto es una broma de mal gusto.» «¿De dónde demonios ha salido?» «No tienen ningún atractivo.» «Sucio.» «Es deprimente.» «Que alguien ponga otra vez ese disco delicioso.»

—Tenéis ante vosotros —continuó Ignatius a pleno pulmón—. Un reto. ¿Consagraréis vuestras dotes singulares a salvar al mundo, u os limitaréis a dar la espalda a vuestros semejantes?

«¡Oh, qué espanto!» «No es nada divertido.» «Tendré que irme si continúa esta broma de mal gusto.» «Qué falta de gusto.» «Que alguien vuelva a poner el disco. Queremos oír a nuestra queridísima Lena.» «¿Dónde está mi abrigo?» «Vamonos a un bar elegante.» «Mira, me he derramado el martini por esta chaqueta tan cara.» «Vamonos a un bar elegante.»

—El mundo está hoy en estado de grave inquietud —chilló Ignatius frente a los maullidos y siseos.

Luego, hizo una pausa para buscar en el bolsillo algunas notas que había garrapateado en un trozo de hoja Gran Jefe. Pero, en vez de las notas, sacó la fotografía rota y arrugada de la señorita O'Hara. Algunos invitados la vieron y gritaron.

—Hemos de impedir el Apocalipsis. Hemos de combatir el fuego con el fuego. En consecuencia, recurro a vosotros.

«Oh, vamos, ¿pero de qué demonios habla?» «Esto está deprimiéndome tanto.» «Qué ojos tiene, dan miedo.» «Vamonos a un bar elegante.» «Vamonos a San Francisco.»

—¡Silencio, pervertidos! —gritó Ignatius—. Escuchadme.

—Dorian —suplicó el vaquero en un soprano lírico—. Hazle callarse. Estábamos divirtiéndonos tanto, pasándolo tan bien. Este tipo ni siquiera es divertido.

—Es cierto —dijo un invitado muy elegante, con el terso rostro moreno de maquillaje de bronceado—. Es verdaderamente horroroso. Muy deprimente.

—¿Por qué tenemos que escuchar todo esto? —preguntó otro invitado, blandiendo su cigarrillo como si fuera una vara mágica que pudiera hacer desaparecer a Ignatius— ¿Qué clase de broma es ésta, Dorian? Sabes que nos encantan las fiestas con un motivo, pero
esto
... En fin, yo ni siquiera veo las noticias de la televisión. He estado trabajando todo el día en esa tienda y no quiero venir a una fiesta y tener que oír estas cosas. Que hable después, si tiene que hacerlo. Sus comentarios son de un mal gusto horrible.

—Completamente inadecuados —suspiró el patán del cuero negro, volviéndose súbitamente afeminado.

—Está bien —dijo Dorian—. Poned el disco. Creí que podría resultar divertido —miró a Ignatius que resoplaba sonoramente—. Me temo, queridos míos, que ha resultado una bomba terrible, terrible.

«Maravilloso.» «Dorian es estupendo.» «Ahí está el enchufe.» «Me encanta Lena.» «Creo que éste es su mejor disco, la verdad.» «Es tan elegante. Y con esa letra tan especial.» «Yo la vi una vez en Nueva York. Magnífica.» «Luego pon
Gypsie
. Me encanta.» «Oh, menos mal, ya está.»

Ignatius se quedó allí como el chico que se queda en la cubierta en llamas. La música se elevó una vez más del tabernáculo. Dorian huyó a hablar con un grupo de invitados, ignorando visiblemente a Ignatius, igual que el resto de los que estaban en la habitación. Ignatius se sintió tan solo como se había sentido aquel lúgubre día en el instituto, cuando en el laboratorio de química había explotado su experimento, quemándole las cejas y aterrándole. La conmoción y el terror le habían hecho mearse en los pantalones, y nadie del laboratorio le había hecho caso, ni siquiera el profesor, que le odiaba ostensiblemente por otras explosiones similares anteriores. Durante el resto de aquel día, mientras deambulaba penosamente por el instituto, todos habían fingido que era invisible. Ignatius, sintiéndose invisible, allí de pie en el salón de Dorian, comenzó a fintear con un adversario imaginario con el sable para aliviar su embarazo.

Muchos cantaban con el disco. Dos empezaron a bailar cerca del fonógrafo. El baile se extendió como un incendio forestal, y pronto se llenó aquello de parejas que giraban y danzaban alrededor del solitario Ignatius, una especie de mole gibreltaresca. Cuando Dorian pasó a su lado en brazos del vaquero, Ignatius intentó inútilmente atraer su atención. Intentó incluso golpear al vaquero con el sable, pero formaban los dos una pareja de baile escurridiza y ladina. Justo cuando estaba a punto de esfumarse por completo, irrumpieron Frieda, Liz y Betty, procedentes de la cocina.

—No podíamos soportar más esa cocina —le dijo Frieda a Ignatius—. Después de todo, también somos seres humanos.

Luego le asestó un golpecito en el estómago.

—Parece que te han dejado de lado, ¿eh, Gordito? —dijo.

—¿Qué quieres decir exactamente? —preguntó con altivez Ignatius.

—Parece que tu disfraz no ha tenido demasiado éxito —comentó.

—Perdónenme, señoras, he de irme.

—Eh, no te vayas, gordinflón —dijo Betty—. Ya te sacará alguien a bailar. Sólo quieren hacerte rabiar un poco. No abandones el barco. Son capaces de hacer rabiar hasta a su propia madre.

En aquel momento, Timmy, que había vuelto al sector de los esclavos a por el amuleto que había perdido y, esperaba, a por más jueguecitos con las cadenas, apareció en el salón. Se acercó a Ignatius y le preguntó lánguidamente:

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