La corona de hierba (63 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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—¡Por los dioses, Marco Livio, mereces ganar! —exclamó Escauro.

—Eso pienso yo —dijo Druso—. ¿Me excusáis? Tengo que escribir unas cartas a mis amigos itálicos para persuadirlos de que no emprendan la guerra porque aún no ha acabado la batalla.

—¡Es una tontería! —exclamó Escévola—. Si los itálicos están decididos a hacer la guerra si les negamos la ciudadanía, y en eso te creo, Marco Livio, de verdad, si no, me habría puesto a la derecha de Filipo, tardarán años en estar preparados.

—Pues en eso, Quinto Mucio, te equivocas, porque ya están en pie de guerra. Y mejor preparados que Roma.

Que los marsos estaban preparados para la guerra lo supieron el Senado y el pueblo de Roma días más tarde, cuando llegaron noticias de que Quinto Popedio Silo conducía dos fuertes legiones marsas, bien equipadas y armadas, por la Via Valeria camino de Roma. El sorprendido príncipe del Senado convocó sesión urgente de la Cámara y se encontró con que sólo asistían unos cuantos senadores; ni Filipo ni Cepio estaban, ni enviaron recado alguno explicando su ausencia. Druso también se negó a asistir, alegando que no se sentía con ánimos de estar presente en una sesión en que sus iguales iban a debatir la amenaza de guerra iniciada por un amigo suyo, como era Quinto Popedio Silo.

—¡Qué conejos! —exclamó Escauro dirigiéndose a Mario y mirando las gradas vacías—. Han echado a correr a sus madrigueras; creen, por lo visto, que si se quedan allí los enemigos retrocederán.

Pero Escauro no pensaba que los marsos vinieran en son de guerra y se las ingenió para convencer a su escaso auditorio de que lo mejor era tratar aquella «invasión» con métodos pacíficos.

—Cneo Domicio —dijo a Ahenobarbo, pontífice máximo—, tú que eres un consular de prestigio, que has sido censor y que eres pontífice máximo, ¿estás dispuesto a ponerte en marcha para salir al encuentro de ese ejército, igual que Popilio Laenas? Tú fuiste el iudex en el tribunal extraordinario que en virtud de la
lex Licinia Mucia
se estableció en Alba Fucentia hace unos años; los marsos te conocen, y me consta que te respetan mucho por tu clemencia. Averigua por qué se ha puesto en marcha ese ejército y qué quieren los marsos.

—Muy bien, príncipe del Senado, seré un nuevo Popilio Laenas —contestó Ahenobarbo—, a condición de que me otorgues pleno
imperium
proconsular para que pueda decir y hacer lo que dicten las circunstancias. Y te ruego que se incluyan las hachas en los
fasces
.

—Concedidas las dos cosas —dijo Escauro.

—Los marsos llegarán mañana a las afueras de Roma —dijo Mario con una mueca—. Supongo que os dais cuenta del día que es.

—Efectivamente —contestó Ahenobarbo—. Es la víspera de las nonas de octubre… el aniversario de la batalla de Arausio, en la que los marsos perdieron una legión entera.

—Lo han planeado aposta —dijo Sexto César, casi contento de asistir a la aciaga reunión en la que no comparecían Filipo ni Cepio y tan sólo lo hacían los senadores que él sabía que eran patriotas.

—Por eso, padres conscriptos, no creo que esto sea un acto de guerra —dijo Escauro.

—Funcionario, ve a convocar a los lictores de las treinta curiae —dijo Sexto César—. Tendrás
imperium
proconsular, Cneo Domicio, en cuanto se presenten los lictores de las treinta curias. ¿Nos informarás en una sesión especial pasado mañana? —inquirió.

—¿En las nonas? —replicó Ahenobarbo sin acabar de creérselo.

—En esta situación imprevista, Cneo Domicio, nos reuniremos en las nonas —dijo con firmeza Sexto César—. ¡Esperemos que sea una sesión más concurrida! ¿Dónde va a parar Roma si en una situación urgente sólo se congrega un puñado de senadores?

—Yo sé por qué, Sexto Julio —dijo Mario—. No han acudido porque no han creído que fuese una convocatoria real y han pensado que era una crisis provocada.

En las nonas de octubre la Cámara estaba más concurrida, aunque no del todo. Druso había acudido, pero Filipo y Cepio brillaban por su ausencia, dando a entender con ello a los senadores lo que pensaban de la «invasión».

—Cneo Domicio, cuéntanos qué ha sucedido —dijo Sexto César, único cónsul presente.

—Bien, me entrevisté con Quinto Popedio Silo cerca de la puerta Collina —contestó Ahenobarbo, pontífice máximo—. Venía a la cabeza de un ejército de unas dos legiones; diez mil soldados como mínimo, con el número debido de auxiliares, ocho piezas de excelente artillería y un escuadrón de caballería. Iba a pie, igual que sus oficiales. No vi señal alguna de pertrechos, por lo que supongo que han venido en orden de marcha ligera —añadió con un suspiro—. ¡Era un espectáculo impresionante, padres conscriptos! Soldados de gran prestancia, en perfectas condiciones y muy disciplinados. Mientras hablaba con Silo, permanecieron firmes al sol sin hablar ni romper filas.

—¿Puedes decirnos, pontífice máximo, si las cotas de malla y las armas eran nuevas? —inquirió Druso, angustiado.

—Sí, Marco Livio. No cabe duda; todo era nuevo y de la mejor calidad —respondió Ahenobarbo.

—Gracias.

—Continúa, Cneo Domicio —dijo Sexto César.

—Me detuve con los lictores a una distancia al alcance de la voz de Quinto Popedio Silo y sus legiones. Luego, Silo y yo nos apartamos para hablar donde no nos oyeran. «¿A qué viene esta expedición bélica, Quinto Popedio?», le pregunté con mucha serenidad y cortesía.

»«Venimos a Roma porque hemos sido convocados por los tribunos de la plebe», contestó Silo con igual cortesía.

»«¿Los tribunos de la plebe?», dije yo. «¿No por un tribuno de la plebe que se llama Marco Livio Druso?»

»«Por los tribunos de la plebe», contestó él.

»«¿Por todos ellos, queréis decir?», volví a preguntar para estar seguro.

»«Por todos ellos», me dijo.

»«¿Y por qué habrían de convocaros los tribunos de la plebe?», inquirí.

»«Para asumir la ciudadanía romana y comprobar que se les otorga a todos los itálicos», contestó.

»Yo me aparté un poco de él y, enarcando las cejas, observé las legiones que había a sus espaldas. «¿Por medio de las armas?», pregunté.

»«Si fuera necesario, sí», contestó.

»En consecuencia, utilicé mi
imperium
proconsular para hacer una afirmación que no habría podido hacer sin él, a tenor de las recientes sesiones de esta Cámara. Una afirmación, padres conscriptos, que consideré que requería la situación. Le dije a Silo: «La fuerza de las armas no será necesaria, Quinto Popedio.»

»Su respuesta fue una desdeñosa carcajada. «¡Vamos, Cneo Domicio!», dijo. «¿Esperáis sinceramente que me lo crea? Los itálicos hemos aguardado durante generaciones esa ciudadanía sin empuñar las armas y, por nuestra paciencia, hemos visto cómo se desvanecían nuestras esperanzas. Y hemos llegado a la conclusión de que la única manera de obtener la ciudadanía es por la fuerza.»

»Naturalmente, eso me turbó, padres conscriptos. Di una palmada y grité: «¡Quinto Popedio, Quinto Popedio, os aseguro que el día está muy cercano! ¡Os ruego que disperséis esa tropa, envainéis las espadas y regreséis a las tierras de los marsos! Os doy mi solemne palabra de que el Senado y el pueblo de Roma concederán la ciudadanía romana a todos los itálicos.»

»El se me quedó mirando un buen rato sin decir palabra, y luego contestó: «Muy bien, Cneo Domicio, alejaré de aquí mi ejército, pero sólo lo suficiente para ver si no mentís. Pues en verdad os digo, pontífice máximo, que si el Senado y el pueblo de Roma no conceden a Italia plena ciudadanía romana durante el plazo en que el actual colegio de tribunos de la plebe esté en el cargo, volveré a marchar sobre Roma. Y toda Italia me seguirá. Tomad buena nota. Toda Italia se unirá para destruir a Roma.»

»Tras lo cual dio media vuelta y se alejó. Asimismo, sus tropas dieron una media vuelta perfecta, mostrándome lo bien entrenadas que estaban, y se marcharon. Yo regresé a Roma y me he pasado toda la noche reflexionando, padres conscriptos. Me conocéis bien y de hace tiempo, no tengo fama de hombre paciente ni siquiera comprensivo, pero sé muy bien la diferencia entre un rábano y un toro. ¡Y yo os digo sin ambages, colegas senadores, que ayer vi un toro! Un toro con paja en los cuernos y fuego en las fauces. ¡Y no fue una promesa en vano la que le hice a Silo! Haré cuanto esté en mi mano para que el Senado y el pueblo de Roma concedan la emancipación a toda Italia.

Se oyeron murmullos y muchos miraron a Ahenobarbo, pontífice máximo, admirados del notable cambio de actitud en alguien famoso por ser tan intratable e intolerante.

—Volveremos a reunirnos mañana —dijo Sexto César con aire complacido—. Ya es hora de que hallemos solución a esto. Los dos pretores que han estado viajando por Italia a petición de Lucio Marcio —dijo Sexto César con una grave inclinación de cabeza hacia la silla vacía de Filipo— aún no nos han traído su respuesta. Hay que volver a discutir la solución. Pero antes quiero ver aquí, escuchando, a los que últimamente no se han molestado en escuchar… Mi colega consular y el pretor Quinto Servilio Cepio en particular.

Al día siguiente estaban los dos al corriente con todo detalle del informe de Ahenobarbo, aunque nada preocupados o interesados, según les pareció a Druso, a Escauro, príncipe del Senado, y a otros que tanto deseaban verlos cambiar de actitud. Cayo Mario, inopinadamente apesadumbrado, miró a los presentes. Sila no se había perdido ninguna sesión desde que Druso había sido elegido tribuno de la plebe, pero tampoco había colaborado; la muerte de su hijo le había hecho rehuir la compañía de todos, hasta de su colega en el futuro consulado, Quinto Pompeyo Rufo; escuchaba impasible y se limitaba a irse cuando se cerraba la sesión y era como si desapareciese de la faz de la tierra. Curiosamente, había votado mantener las leyes de Druso en las tablillas, por lo que Mario suponía que seguía estando de parte de ellos, pero nadie había hablado con él. Catulo César parecía incómodo aquel día, probablemente como consecuencia de la defección de su hasta entonces partidario incondicional, Ahenobarbo, pontífice máximo.

Se advirtió un revuelo y Mario dirigió su atención a la Cámara. Filipo tenía los
fasces
el mes de octubre, por lo que aquel día ocupaba él la presidencia y no Sexto César. Había traído otro documento, uno que, en esta ocasión, no había confiado a su ayudante. Una vez concluidos los formalismos de apertura de la sesión, se puso en pie para tomar la palabra.

—Marco Livio Druso —dijo con frialdad, marcando las palabras—, quiero leer a la Cámara algo de una importancia mucho mayor que ese conato de invasión de vuestro amigo Quinto Popedio Silo. Pero antes de leerlo, quiero que todos los senadores te oigan decir que estás presente y que vas a escuchar.

—Estoy presente, Lucio Marcio, y escucharé —contestó Druso secamente, marcando las palabras.

Se le veía terriblemente cansado, pensó el atento Cayo Mario; como si ya le hubiesen abandonado las fuerzas y sólo se aguantara por el poder de la voluntad. En las últimas semanas había perdido mucho peso, tenía las mejillas macilentas y los ojos hundidos y marcados por profundas ojeras.

¿Por qué me siento como un esclavo en la rueda de trabajo?, se preguntaba Mario. ¿Por qué estoy tan nervioso, tan angustiado y aprensivo? Druso no tiene mi temple, ni mi inquebrantable convicción de tener razón; es demasiado objetivo, demasiado razonable, demasiado inclinado hacia ambas partes. Le matarán mentalmente, si no fisicamente. ¿Por qué no habré visto lo peligroso que es Filipo? ¿Cómo no me había percatado de lo astuto que es?

Filipo desenrolló el pergamino y lo sostuvo entre ambas manos con los brazos estirados.

—No voy a hacer ningún comentario preliminar, padres conscriptos —dijo—. Me limitaré a leerlo para que vosotros extraigáis vuestras propias conclusiones. El texto dice así:

—«Juro por Júpiter Optimus Maximus, por Vesta, por Marte, por Sol Indiges, por Terra y
Tellus
, por los dioses y héroes que fundaron y protegieron a los pueblos de Italia en sus revueltas, que tendré por amigos y enemigos a los amigos y enemigos de Marco Livio Druso. Juro que me afanaré por el bienestar y prosperidad de Marco Livio Druso y de todos cuantos presten este juramento, aun a costa de mi vida, mis hijos, mis familiares y mis propiedades. Si con la ley de Marco Livio Druso me convierto en ciudadano de Roma, juro que adoraré a Roma como única nación y que me consideraré vinculado como cliente a Marco Livio Druso. Me comprometo a hacer prestar este juramento a cuantos itálicos pueda. Juro sinceramente, en el convencimiento de que mi palabra dará sus frutos. Y si soy perjuro, que pierda la vida, mis hijos, mis familiares y mis propiedades. Que así sea y así lo juro.»

Nunca había reinado tal silencio en la Cámara. La vista de Filipo iba de Escauro, boquiabierto, a Mario, con una cruel sonrisa; de Escévola, con los labios muy apretados, a Ahenobarbo, enrojecido; de Catulo César, con gesto horrorizado, a Sexto César, afligido; de Metelo Pío el Meneítos, francamente consternado, a Cepio, descaradamente contento.

Luego soltó con la mano izquierda el pergamino, que se enrolló ruidosamente y media Cámara se sobresaltó.

—Éste, padres conscriptos, es el juramento que han prestado miles y miles de itálicos el año pasado. ¡Y por ello, padres conscriptos, es por lo que Marco Livio Druso ha actuado tan esforzadamente, tan denodadamente, tan entusiásticamente, para que a sus amigos itálicos se les conceda el valioso regalo de nuestra ciudadanía romana! —dijo moviendo insistentemente la cabeza—. ¡No porque le importen un ápice sus sucios pellejos itálicos! ¡No porque crea en la justicia, incluso una justicia tan degenerada! ¡No porque sueñe con una carrera tan brillante que le lleve a los libros de historia! ¡Sino, colegas de esta Cámara, porque le ha prestado juramento de clientela casi toda Italia! ¡Si concediésemos la emancipación a Italia, Italia sería de Marco Livio Druso! ¡Imaginaos! ¡Una clientela desde el Arnus al Rhegium, desde el mar Toscano al Adriático! ¡Mi enhorabuena, Marco Livio! ¡Qué premio! ¡Qué razón para tanto denuedo! ¡Una clientela mayor que cien ejércitos!

Filipo giró sobre sus talones, bajó del estrado curul, al que dio la vuelta con pasos mesurados para dirigirse hasta el extremo del largo banco tribunicio de madera en que estaba sentado Druso.

—Marco Livio Druso, ¿es cierto que toda Italia ha prestado ese juramento? —inquirió—. ¿Es cierto que a cambio de ese juramento, tú has jurado otorgar la ciudadanía a todos los itálicos?

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