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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (83 page)

BOOK: La corona de hierba
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—Infarto —balbució.

La mano de Sila fue automáticamente a acariciar aquel cabello sudoroso; ahora se le podía querer. Estaba acabado.

—¡Oh, mi pobre amigo! —exclamó Sila acercando su mejilla a la del postrado y rozando con los labios sus lágrimas—. ¡Pobre! Ahora sí que estás acabado.

Pero el postrado replicó inmediatamente, con palabras muy distorsionadas pero lo bastante claras para entenderlas con la cara tan cerca.

—Aún… no… Siete… veces.

Sila se apartó como si Mario se hubiese incorporado y le hubiera golpeado. Luego, conforme se enjugaba las lágrimas con la mano, lanzó una aguda carcajada casi histérica, que cesó tan bruscamente como había comenzado.

—¡Cayo Mario, para mi que estás acabado!

—No… lo estoy —replicó Mario, con una mirada inteligente de la que había desaparecido todo terror y que despedía ira—. Siete… veces.

De una zancada, Sila llegó hasta la divisoria de la tienda y pidió auxilio como si el mismísimo Cancerbero anduviera pisándole los talones.

Sólo una vez que por la tienda hubieron desfilado todos los médicos del ejército y después de que Mario quedó acostado lo más cómodo posible, convocó Sila una reunión con todos los que se apiñaban afuera, contenidos por el joven Mario, que lloraba desconsolado.

Celebró la reunión en el foro del campamento, por considerar más conveniente que los soldados vieran que se adoptaban medidas, ya que la noticia del ataque de Mario se había difundido y no era el joven Mario el único que lloraba.

—Asumo el mando —dijo Sila con voz tranquila a los doce hombres que le rodeaban, sin que hubiera ninguna objeción.

—Regresamos inmediatamente al Lacio, antes de que la noticia llegue a oídos de Silo o de Mutilo.

Esto suscitó la protesta de Marco Cecilio, de la rama con el sobrenombre de Cornutus.

—¡Es absurdo! —exclamó indignado—. ¡No estamos ni a treinta millas de Alba Fucentia y dices que tenemos que dar media vuelta!

Con los labios muy prietos, Sila hizo un amplio gesto con la mano abarcando los grupos de soldados que miraban, algunos llorando.

—¡Míralos, loco! —espetó—. ¿Cómo quieres ir con ellos a pleno territorio enemigo? ¡Han perdido la moral! ¡Tenemos que cuidarlos hasta hallarnos seguros dentro de nuestras fronteras, Cornutus… y luego hay que encontrar otro general al que tengan un mínimo aprecio!

Cornutus abrió la boca para decir algo, pero calló y se encogió de hombros.

—¿Alguien tiene algo más que decir?

Nadie planteó objeciones.

—Bien, pues levantad el campamento a toda prisa. Mis legiones al otro lado de los viñedos ya están avisadas y nos esperarán en la carretera.

—¿Y Cayo Mario? —inquirió el jovencísimo Licinio—. Puede morir si le movemos.

La estentórea carcajada que lanzó Sila le dejó de piedra.

—¿Cayo Mario? ¡Ni con un hacha de sacrificio le matarías, muchacho! —Al ver cómo reaccionaban, antes de seguir hablando dominó todo lo que pudo sus emociones—. No temáis, caballeros, Cayo Mario me aseguró hace apenas dos horas que no está acabado ni mucho menos. No faltarán voluntarios para llevar su litera.

—¿Vamos todos a Roma? —preguntó tímidamente el joven Licinio.

Sólo en aquel momento, en que ya estaba del todo sobrepuesto, se dio cuenta Sila de lo atemorizados y desamparados que se encontraban; pero eran nobles romanos y eso hacia que todo lo cuestionasen y sopesasen con arreglo a su posición. Tenía que tratarlos con la misma delicadeza que a gatitos recién nacidos.

—No, no vamos todos a Roma —contestó Sila sin delicadeza alguna en la voz ni en el gesto—. Cuando lleguemos a Carseoli, tú, Marco Cecilio Cornutus, asumirás el mando del ejército y lo acamparás fuera de Reate. Su hijo y yo llevaremos a Mario a Roma con cinco cohortes como guardia de honor.

—Muy bien, Lucio Cornelio; si tú así lo quieres, supongo que es como debe hacerse —dijo Cornutus.

La impresión que le causó la mirada de aquellos extraños ojos claros fue como un rebullir de gusanos en las mandíbulas.

—No te equivocas, Marco Cecilio, en pensar que debe hacerse como yo deseo —replicó Sila con voz suave y acariciante—. ¡Y si no se hace exactamente como digo, te juro que te arrepentirás de haber nacido! ¿Está claro? ¡Muy bien! ¡Moveos!

VI

L
a noticia de la derrota que infligió Lucio César a Mutilo en Acerrae llegó a Roma y levantó un tanto la moral de los senadores. Con tal motivo se emitió una proclama anunciando que no era necesario que los ciudadanos romanos siguieran vistiendo el
sagum
. Luego llegó la noticia de la derrota de Lucio César en el paso de Melfa por segunda vez, junto con unas cifras de bajas casi iguales a las pérdidas del enemigo en Acerrae y nadie en el Senado solicitó que se decretase lo contrario, por no dar a conocer la nueva derrota.

—Una futesa —dijo Marco Emilio, príncipe del Senado, a los escasos senadores que se presentaron para hablar del asunto. Le temblaban los labios, pero se contuvo cuanto pudo—. A lo que tenemos que hacer frente es a un asunto mucho más serio: estamos perdiendo esta guerra.

No estaba Filipo para discutir. Ni tampoco asistía Quinto Vario, que aún continuaba instruyendo casos secundarios de traición en el tribunal, y que ahora que había abandonado la querella contra Antonio Orator y Escauro, príncipe del Senado, se ensañaba con numerosas víctimas.

Así, privado del estímulo de la oposición, Escauro se encontraba sin voluntad para proseguir y allí estaba pesadamente sentado en su silla. Soy demasiado viejo, se decía, ¿cómo podrá Mario, que tiene mi edad, llevar el peso de todo un frente de guerra?

El interrogante tuvo respuesta a finales de Sextilis, cuando llegó un correo informando al Senado de que Cayo Mario y sus tropas habían derrotado a Heno Asinio, causándole la baja de siete mil marrucini, y entre ellos el propio Heno Asinio. Pero era tal el desánimo en Roma, que nadie juzgó prudente celebrarlo. No, la ciudad aguardaba que al cabo de otros cuantos días llegasen noticias de otra derrota. Y, efectivamente, unos días después llegó otro correo que se personó ante los miembros del Senado, quienes, sentados muy erguidos, con cara imperturbable, se disponían a oír la mala nueva. De entre los consulares, sólo estaba Escauro.

Cayo Mario tiene el placer de informar al Senado y al pueblo de Roma de que, en este día, él y sus ejércitos infligieron una aplastante derrota a Quinto Popedio Silo y a los marsos. Quince mil marsos han muerto y otros cinco mil han sido hechos prisioneros.

Cayo Mario quiere hacer constar la valiosa contribución a esta victoria de Lucio Cornelio Sila, y ruega le excuséis un informe completo hasta que pueda informar al Senado y al pueblo de Roma de que Alba Fucentia ha sido liberada. ¡Viva Roma!

A la primera lectura, nadie lo creía; un sobresalto recorrió las poco nutridas filas. Escauro dio otra vez lectura al comunicado con voz temblorosa y, finalmente, estallaron los vítores. Una hora después, toda Roma lo celebraba. ¡Cayo Mario lo había logrado! ¡Cayo Mario había dado un vuelco a la fortuna de Roma! ¡Cayo Mario, Cayo Mario, Cayo Mario!

—Otra vez el héroe popular —dijo Escauro al
flamen dialis
Lucio Cornelio
Merula
, que no había faltado a una sola reunión del Senado desde el inicio de la guerra, a pesar de los innumerables tabúes que afectaban al cargo; entre sus iguales, el
flamen dialis
no podía vestir toga, sino ir envuelto en una gruesa capa doble de lana, la laena, cuyo corte tenía forma de círculo, y a guisa de tocado llevaba un ajustado casco de marfil adornado con los símbolos de Júpiter y rematado por un disco macizo de lana atravesado por un pincho. Era el único entre sus iguales que no se cortaba el pelo, porque él en concreto había optado por dejarse el pelo largo y la barba hasta el pecho, en lugar de aguantar la tortura de ser rasurado con hueso o bronce. El
flamen dialis
no podía entrar en contacto corporal con hierro de ninguna clase, lo que significaba que no podía participar en la guerra. Menguado en la posibilidad de prestar servicio militar por su patria, Lucio Cornelio
Merula
había optado por asistir con asiduidad al Senado.

—Bien, Marco Emilio —dijo
Merula
con un suspiro—, por muy patricios que seamos, creo que ya es hora de que admitamos que nuestros linajes están tan agotados que somos incapaces de generar un héroe popular.

—¡Bobadas! —espetó Escauro—. ¡Cayo Mario es un monstruo!

—¿Y cómo nos las veríamos sin él?

—¡Como auténticos romanos!

—¿Es que no apruebas su victoria?

—¡Claro que la apruebo! ¡Unicamente que me habría gustado que quien firmase el comunicado hubiera sido Lucio Cornelio Sila!

—Sí, ya sé que fue un buen
praetor urbanus
, pero no sabia que fuese un Mario en el campo de batalla —comentó
Merula
.

—¿Cómo vamos a saberlo mientras Cayo Mario no abandone el campo de batalla? Lucio Cornelio Sila ha estado siempre con Cayo Mario… vamos, desde la guerra contra Yugurta. Y siempre ha contribuido notablemente a las victorias de Cayo Mario. Pero es Mario quien se lleva el mérito.

—Sé justo, Marco Emilio, en su carta Cayo Mario hace mención específica de Lucio Sila. Yo no veo que sea un elogio cicatero, ni puedo oír palabras denigrantes hacia el hombre que, al fin, se ha hecho eco de mis plegarias —dijo
Merula
.

—¿Un hombre se hace eco de tus preces,
flamen dialis
? Ése sí que es un modo curioso de decirlo.

—Los dioses no nos responden directamente, príncipe del Senado. Si no están conformes, nos lo hacen saber por medio de algún fenómeno, y cuando propician nuestros ruegos lo hacen a través de los hombres.

—¡Eso lo sé tan bien como tú! —exclamó Escauro, picado—. ¡Mi afecto por Cayo Mario es igual que mi odio, pero tengo todo el derecho a desear que fuese otro quien firmase la carta!

En aquel momento entró en la desierta Cámara un funcionario del Senado.

—Príncipe del Senado, acaba de recibirse un comunicado urgente de Lucio Cornelio Sila.

—¡Ahí tienes, una respuesta a tus plegarias! —comentó Escauro con una risita—. ¡Una carta con la firma de Lucio Sila!

Por toda respuesta,
Merula
le dirigió una mirada mordaz. Escauro cogió el diminuto rollo, lo desplegó y, atónito, vio que no constaba más que de dos líneas, escritas en letras mayúsculas separadas por guiones. Sila no quería errores de interpretación.

CAYO-MARIO-ABATIDO-POR-INFARTO-EJÉRCITO-RETIRADO-A-REATE-REGRESO-A-ROMA-INMEDIATAMENTE-TRAYENDO-A-MARIO-SILA.

Enmudecido, Escauro, príncipe del Senado, entregó el comunicado a
Merula
y se sentó en la grada inferior.


Edepol!
—exclamó el
flamen Dialis
, sentándose también—. ¡Ah!, ¿es que no va a salir nada bien en esta guerra? ¿Crees que habrá muerto Cayo Mario? ¿Es eso lo que quiere decir Lucio Sila?

—Yo creo que vive, pero no puede ejercer el mando y sus tropas lo saben —contestó Escauro, aspirando profundamente—. ¡Funcionario! —gritó con voz atronadora.

El funcionario, que permanecía inmóvil junto a la puerta, se les acercó lleno de curiosidad.

—Llama a los heraldos y que proclamen la noticia de que Cayo Mario ha sufrido un infarto y lo trae a Roma su legado Lucio Cornelio Sila.

El escriba contuvo un grito de asombro, palideció y salió a toda prisa.

—¿Es una medida prudente, Marco Emilio? —inquirió
Merula
.

—Sólo el Dios griego lo sabe,
flamen Dialis
. Yo no. Lo único que sé es que si convoco primero al Senado para discutirlo, votarían no dar la noticia, y eso no puedo sancionarlo —replicó Escauro decidido, poniéndose en pie—. Acompáñame. Voy a comunicárselo a Julia antes de que los heraldos comiencen a vocearlo desde los
rostra
.

Y así estaban las cosas cuando las cinco cohortes que escoltaban la litera de Mario cruzaron la puerta Collina, con las lanzas envueltas en ramas de ciprés y las espadas y puñales invertidos; pasaron por la plaza del mercado adornada con guirnaldas y flores y atestada de gente en silencio. Parecía a la vez una fiesta y un funeml. Y así fue todo el camino hasta el Foro, donde también colgaban guirnaldas por doquier, pero la multitud guardaba silencio. Las flores las habían colocado para celebrar la gran victoria de Mario, pero su desgracia les había sumido en aquel silencio.

Cuando, tras los soldados, apareció la encortinada litera, se oyó un profundo susurro:

—¡Debe de estar vivo! ¡Debe de estar vivo!

Sila y sus cohortes hicieron alto en el bajo Foro, junto a los
rostra
, mientras a Cayo Mario le llevaban a su casa, clivus Argentarius arriba. Marco Emilio, príncipe del Senado, fue quien subió a la tribuna de los
rostra
.

—¡
Quirites
, el tercer fundador de Roma vive! —tronó Escauro—. Como de costumbre, él ha inclinado la balanza de la guerra a favor de Roma, y Roma jamás podrá agradecérselo debidamente. Haced sacrificios por su salud, aunque puede que en esta ocasión Cayo Mario nos deje. Su estado es grave. Pero gracias a él,
quirites
, nuestra situación ha mejorado increiblemente.

Nadie lanzó vítores, ni nadie lloró. Las lágrimas se reservaban para el entierro, para una ocasión desesperada. Escauro bajó de la tribuna y la gente comenzó a dispersarse.

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