La Corte de Carlos IV (29 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: La Corte de Carlos IV
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—Eres singular, Pepilla, y me estás descubriendo tesoros de bondad que no sospechaba existiesen en tu corazón.

—Yo —continuó mi ama más conmovida—, no vivo más que para él, y los demás me importan poco. Contigo debo ser franca y decírtelo todo, menos su nombre, que nadie debe saber. Yo no sé cómo ni cuándo empezó mi funesto amor, y me parece que nací con esta viva inclinación, más dominadora cuanto más intento sofocarla. Por él sacrificaría gustosa mi vida. Tú quizás no comprensas esto; ni menos que yo sacrifique mi reputación de artista, el aprecio y la admiración de la multitud. ¿Qué importa todo eso? Se ama a la persona por la persona y no por la vanidad de poseerla.

—El que te ha inspirado tan noble cariño, sin corresponder a él —dijo Isidoro con brío—, es un miserable que merece arrastrar su existencia despreciado de todo el mundo. ¿No puedo saber tampoco quién es la mujer preferida?

—Tampoco debes saberlo —replicó mi ama, y después, no pudiendo contener el llanto, exclamó así: —Yo no soy cruel; yo no deseaba una venganza que puede ser muy terrible; pero se me ha venido a las manos y he de llevarla adelante.

—Haces bien —dijo Isidoro recreándose con pensamientos de exterminio—. Véngate: yo también me vengaré. Nos ayudaremos el uno al otro. ¿Puedo servirte de algo?

—De mucho —dijo mi ama secando sus lágrimas—. Espero que tu ayuda será de la mayor eficacia.

—¿Y yo puedo contar contigo?

—¿Y me lo preguntas?

—Oye bien: Lesbia confía en tu amistad. ¿No ha celebrado en tu casa entrevista alguna con ese joven?

—Hasta ahora no.

—Pues la celebrará. Si ella no te lo propone, propónselo tú con buenos modos.

—¿Cuál es tu objeto?

—Sorprenderla en algún sitio con ese Mañara. Ella busca siempre las casas de las amigas que no son de su clase, para evitar de este modo la vigilancia de su familia y de su esposo.

—Entiendo.

—Confío en que no te dejarás sobornar por ella, y en que ante todas las consideraciones, será para ti la primera el servicio que me prestes, a mí, tu protector, tu amigo. Espero que te será muy fácil lo que propongo. Si van a tu casa, les entretienes allí, y me avisas. Yo haré de manera que ese joven se acuerde de mí para toda la vida.

—Ya tiemblas de gozo, al pensar en tu venganza —dijo mi ama—. Lo mismo me pasa a mí; pero con más motivo, porque la mía está más cercana.

—¿Puedo confiar en ti? ¿Me pondrás al corriente de todo cuanto veas?

—Puedes estar tranquilo, Isidoro. Tú no me conoces bien: en esta ocasión sabrás lo que soy.

—Y tú ¿qué crees? —preguntó el moro con interés—. ¿Crees que tengo razón? ¿Lesbia amará a ese hombre?

—Sí creo que te engaña del modo más miserable; creo que todos los que asisten a la representación se ríen de ti esta noche y el afortunado amante no cabe en sí de satisfacción y orgullo.

—¡Rayos y centellas! —dijo Máiquez con más furia—. Le escupiré la cara desde el escenario. ¡Oh! Pepilla: yo admiro y envidio tu tranquilidad. No desees nunca parecerte a mí; ojalá no sepas nunca lo que son estas culebras de fuego que se enroscan dentro de mi pecho y desparraman por mis arterias su veneno. ¡Oh, qué gran talento tuvo ese poeta inglés que inventó el
Otelo
! ¡Qué bien pintó la rabia del celoso, la horrible fruición con que se recrea, pensando que ha de poner el cuerpo inanimado y sangriento de su rival ante los ojos que le cautivaron! ¡Qué razón tuvo al suponer el corazón de la mujer antro de maldades y perfidias; qué bien se comprende la espantosa determinación del moro, y el terrible placer de su alma al considerarse sepultando el cuchillo en los miembros palpitantes de quien le ofendió, y arrastrar después su infame cadáver!

—¿Qué cadáver, Isidoro? ¿El de él o el de ella? —preguntó mi ama con frialdad.

—El de los dos —contestó Otelo cerrando los puños—. ¿Con que dices que se ríen de mí? ¡Y lo saben todos, y me observan, y estoy sirviendo de espectáculo a ese miserable zascandil! De modo que Isidoro es el hazme reír de las gentes, y tendrá que ocultarse y huir para evitar las burlas de los envidiosos, y ya ninguna mujer se dignará mirarle a la cara. Pero tú, si sabías esto que pasa, ¿por qué no me lo dijiste? ¡Eres tonta sin duda! ¡Oh!, no tengo amigos verdaderos… nadie se interesa por mi honor ni por mi decoro. ¡Estoy solo!… pero solo ¡vive Dios!, sabré volver al lugar que me corresponde.

Diciendo esto, se levantó con resuelto ademán. En aquel momento sonaron algunos golpes en la puerta: era la señal que llamaba a todos los actores para empezar el tercer acto. Máiquez iba a salir; pero al dar los primeros pasos un objeto cayó de su cintura al suelo. Era la daga con puño de metal y hoja de madera plateada: Pepa, durante la conversación había
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estado jugando con la larga cadena que la sostenía y ésta se rompió.

—Se ha saltado un eslabón —dijo mi ama recogiendo el arma—: yo te la compondré en seguida atándola fuertemente.

Isidoro salió, y mi ama, acercándose a una mesa arrimada a la pared de en frente, se entretuvo durante un rato y con mucha prisa en una operación que no pude ver; pero presumí fuera la compostura de la cadena rota. Al fin salió, y quedándome solo, pude dejar mi sofocante escondite para correr a la escena.

- XXV -

Dio principio el último acto, donde ocurren las principales escenas del drama. En él Pésaro despierta poco a poco los celos en el alma del crédulo moro hasta que, engañándole con cruel y mañosa calumnia, precipita el trágico desenlace. La importancia de mi papel, me obligaba, pues, a fijar en él toda mi atención, apartándola de las impresiones recientemente recibidas. Durante mi primera escena con
Otelo
, advertí que Máiquez, inquieto y receloso, dirigía sus miradas al joven Mañara, sentado muy cerca del escenario: a causa de la ansiedad de su alma, el gran histrión desatendía impensadamente la representación. A veces algunas de mis frases se quedaban sin réplica; también suprimía él bastantes versos, y hasta llegó a trabarse su expedita lengua en uno de los pasajes donde acostumbraba hacerse aplaudir más. El auditorio estaba descontento, pues aunque conocía las genialidades de Isidoro, no creía natural que se permitiera tales descuidos en una representación de confianza y amistad verificada ante lo más selecto de sus admiradores. El silencio reinaba en la sala, y sólo un sordo murmullo de sorpresa o enfado acogía los versos, mal sentidos y fríamente dichos por el príncipe de nuestros actores.

Mas se esperaba verle repuesto en la segunda escena entre Otelo y Pésaro. Este, urdiendo muy bien la trama que ideó contra Edelmira su diabólica astucia, adquiere al fin las pruebas materiales que Otelo exige para creer en la infidelidad de la veneciana. Aquellas pruebas son una diadema entregada por Edelmira a Loredano, y cierta carta que su padre le obligó a firmar, amenazándola con matarse si no lo hacía. Ni la entrega de la diadema ni la carta firmada por fuerza, eran pruebas que ante la fría razón comprometerían el honor de la esposa de Otelo: pero éste, en su ciego arrebato y salvaje impetuosidad, no necesitaba más para caer en la trampa.

Antes de comenzar esta escena, y hallándome entre bastidores, oí a los concurrentes quejarse de la torpeza de Isidoro, y alguno achacó este defecto no al gran actor, sino a mí, por haberle irritado con mi detestable declamación. Esto me ofendió, y creyéndome autor del deslucimiento de la pieza, resolví hacer todos los esfuerzos de que era capaz para arrancar algún aplauso.

Mi ama, como he dicho, dirigía la escena; indicaba las entradas y salidas; cuidando de entregar a cada actor los objetos de que debía hacer uso durante la representación. Diome la diadema y la carta y salí en busca de Otelo que estaba solo en las tablas concluyendo su monólogo. Entonces empecé aquella grandiosa escena, que es patética, sublime y arrebatadora aun después de haber sido tamizada por el romo ingenio de D. Teodoro la Calle.

—¿Sabes tú padecer?

—le dije—, y al punto Isidoro mirándome sombríamente, repuso:

—Me han enseñado.
—Y sin agitación —dije yo— ¿el triste aviso
de un infortunio grande escuchar puedes?
—Hombre soy.

—Respondió con calma.

Continuó el diálogo, y parecía que Isidoro recobraba todo su genio, pues los versos, inspirados por el recelo y la ansiedad, le salían del fondo del alma. Cuando dijo:

Infeliz!, ¡la prueba necesito!
¡Con que dámela luego!

Me apretó tan fuertemente la muñeca y sus rabiosos ojos me miraron con tanta furia, que perdí la serenidad, y por un instante los versos que seguían a aquella demanda, huyeron de mi memoria. Pero no tardé en reponerme: le di la diadema, y poco después la carta.

Mas en el momento en que vi en sus manos el fatal papel, un súbito estremecimiento sacudió todo mi ser, y me quedé mudo de espanto. En el color y en los dobleces del papel, en la forma de la letra, que distinguí claramente cuando él fijó en ella la vista, reconocí la carta que Lesbia me había dado en el Escorial para Mañara, y que después mi ama sustrajo de mis ropas al llegar a Madrid.

Otelo debía leer en voz alta la carta, que según el drama decía: «Padre mío: conozco la sin razón con que os he ultrajado. Vos sólo tenéis derecho de disponer de vuestra hija—
Edelmira
». Pero el pliego que la pícara Pepa había hecho llegar a sus manos, decía: «Amado Juan: Te perdono la ofensa y los desaires que me has hecho; pero si quieres que crea en tu arrepentimiento; pruébamelo viniendo a cenar conmigo esta noche en mi cuarto, donde acabaré de disipar tus infundados celos, haciéndote comprender que no he amado nunca, ni puedo amar a Isidoro, ese salvaje y presumido comiquillo, a quien sólo he hablado alguna vez deseando divertirme con su necia pasión. No faltes, si no quieres enfadar a tu —
Lesbia
.

»P.D. No temas que te prendan. Primero prenderán al Rey».

Ocurrió una cosa singular. Isidoro leyó el papel en silencio; sus labios secos y lívidos temblaron, y como si aún creyera que era ilusión lo que veía, lo leyó y releyó de nuevo mientras el público, ignorando la causa de aquel silencio, mostró su asombro en un sordo murmullo. Isidoro al fin alzó la vista, se pasó las manos por la frente; parecía despertar de un sueño; balbuceó algunas voces terribles, cerró los ojos, como tratando de serenarse y reanudar su papel; dio algunos pasos hacia el público y retrocedió luego. Los rumores aumentaron; el apuntador le llamó repitiendo con fuerza los versos, hasta que al fin Isidoro se estremeció todo, su semblante se encendióvivamente, cerró los puños, agitó los brazos, golpeó el suelo, y declamó los terribles versos siguientes:

Mira: ves el papel, ves la diadema;
pues yo quiero empaparlos, sumergirlos,
en la sangre infeliz y detestable,
en esa sangre impura que abomino.
¿Concibes mi placer, cuando yo vea
sobre el cadáver, pálido, marchito,
de ese rival traidor, de ese tirano,
el cuerpo de su amante reunido?

Jamás estos versos se habían declamado en la escena española con tan fogosa elocuencia, con tan aterradora expresión. El artificio del drama había desaparecido, y el hombre mismo, el bárbaro y apasionado Otelo espantaba al auditorio con las voces de su inflamada ira. Un aplauso atronador y unánime estremeció la sala, porque nunca los concurrentes habían visto perfección semejante.

Después las facciones del moro se alteraron; su rostro palideció: oprimiose el pecho con ambas manos, y su voz, trocando el áspero tono en otro desgarrador y patético, dijo:

Las recias tempestades
el viento anuncia con terrible ruido;
el rayo con relámpagos avisa
su golpe destructor, y los rugidos
del león su presencia nos advierten;
mas la mujer con ánimo tranquilo
y aparentes halagos nos destroza
el corazón cual pérfido asesino.

Nueva explosión de entusiastas aplausos. Las mujeres lloraban, algunos hombres no podían conservar su entereza y lloraban también. La concurrencia estaba estremecida, atónita, electrizada, y cada cual, suspensa y postergada su propia naturaleza, vivía momentáneamente con la naturaleza y las pasiones de Otelo.

La representación seguía: fuese Otelo, cambió la escena, apareció la cámara de Edelmira. Entretanto, todos me preguntaban la causa de la turbación y desasosiego de Isidoro; mas yo no sabía qué responder.

Entre bastidores le buscamos con inquietud, pero no le podíamos ver por ninguna parte, ni nadie se daba razón de dónde pudiera encontrarse. Edelmira dijo los versos de su monólogo con extraordinaria sensibilidad: no cesaba de mirar a Mañara, y la vanidosa coquetería de sus ojos, parecía decir: «¡qué bien represento!», mientras el afortunado amante, embebecido en contemplarla, parecía contestarle: «¡qué guapa estás!».

Y así era. Lesbia estaba encantadora
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, con los cabellos sueltos sobre la espalda, y el ligero vestido blanco que le ceñía el cuerpo indolente. Entró luego Hermancia, la fiel amiga, y Edelmira le contó sus tristes presentimientos. ¡Qué tono tan melancólico y dulce tenía su voz al expresar el temor de la muerte funesta! ¡Cuán grande interés despertaba su pena! Aunque yo había visto muchas veces la misma tragedia, dentro de la escena, y había perdido toda ilusión, en aquella noche sentía un terror inexplicable, y me conmovía la suerte de la infeliz e inocente Edelmira.

La esposa de Otelo, ansiando desahogar la sofocante angustia de su pecho, toma el arpa y entona la canción de Laura al pie del sauce, cuyos lastimeros quejidos son la voz de la misma muerte. Edelmira, a quien Manuel García había enseñado la hermosa estrofa, cantó con dulce y poética expresión. Su voz parecía que nos penetraba hasta los huesos, y nos hacía estremecer con horripilante escalofrío, como el contacto de una hoja de acero.

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