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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (23 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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Entró con el sigilo de un lobo; al fin y al cabo, eso es lo que era: un lobo atrapado entre humanos que únicamente deseaban hincarle puntas en los costados, descuartizarlo vivo y pavonearse con su cabeza por sombrero; unos miserables seres, cobardes e ineptos, que se lanzaban en horda a cazar al rey del bosque. Que vinieran, su pellejo les costaría caro. Los lobos temían a los hombres, y además ignoraban todas sus pérfidas tretas; él no. Aun odiando aquel vestigio de humanidad que le frenaba, Urdin era tan astuto, embustero y tramposo como un hombre. Más incluso, puesto que se había visto obligado a luchar contra ellos desde su llegada al mundo. Y ahora todavía más, ya que debía proteger a Claire de estos.

La niña parecía un hada. Éloi o Sidonie habían debido de apañárselas para lavarle los cabellos, que ahora flotaban por sus hombros como nubes de algodón. ¿De dónde habría robado el enano aquel magnífico vestido de grueso brocado, un poco grande para ella, pero con el que parecía la princesa de una torre? Seguramente del ropero donde se guardaban las vestimentas de las oblatas
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adineradas que ingresaban en Clairets. Sobre sus escuálidos hombros habían echado un suntuoso mantel violeta forrado con piel de zorro, una forradura reservada a las nobles. Ella se la merecía. Nada estaba por encima de Claire. Sorprendentemente, fue al ver los pequeños zapatos de cendal con tacón cuando el corazón del hombre lobo dio un vuelco. Eran tan bonitos, tan preciosos. Siempre había visto a Claire con los pies desnudos o, en invierno, envueltos en harapos de tela basta, o si acaso en piel de conejo o cabra, tan mal curtida que apestaba a carroña. Esas cosas, tan absurdas a su juicio, tan extraordinarias, tan inútiles, bordadas con hilos de plata y oro, lo impresionaron de un modo inexplicable. ¡Zapatos! ¡Su Claire calzaba zapatos como una graciosa damisela de palacio! Era maravilloso. Gracias a Éloi y Sidonie, que habían sabido escamotear como nadie todo lo que habían podido encontrar, su princesa al fin parecía una de verdad.

Claire estaba absorta en el juego del tarot. ¿Qué vería exactamente? ¿Era capaz de descifrar por el tacto aquellas misteriosas cartas? Después de todo, el dueño del circo la obligaba a predecir en las ferias el porvenir de los curiosos que se tragaban sus grotescas profecías como si del Evangelio se tratase. Los oráculos únicamente variaban según el sexo y el interlocutor: «Monedas, veo muchas monedas», puesto que el dinero contante y sonante era lo que ante todo le interesaba a la gente. Una vez tranquilos con su fortuna venidera, Claire les colaba lo de costumbre: «Veo una mujer» o «veo un hombre», «también buena salud», «y enemigos, por supuesto, ya que cuando uno posee todo lo que despierta envidia, ¡a fe mía, cómo se concomen los envidiosos!». Adoraban todos esos enemigos inventados que evidenciaban, con más fiabilidad que un contrato ante notario, que el mundo se postraría ante ellos en breve.

—Ahí estás, mi protector, puedo sentirte —exclamó una voz risueña.

—¿Te molesto?

—¿Tú? Qué tonto eres, mi dulce Urdin. ¿Cómo has logrado llegar hasta aquí? ¿Lo ves?, sabía que encontrarías la manera. Acércate, ¡te he echado tanto de menos!

Barrió las cartas con la mano. Era tal la emoción que la embargaba que al principio a Urdin no le extrañó el gesto. Se despojó de la túnica dejándola caer al suelo. En aquella habitación desprovista de luz, en las entrañas de la tierra, reinaba un ambiente cálido. Le dio las gracias mentalmente a Éloi y a su hermana. Allí todo rezumaba hermosura. Jamás había visto tantas maravillas en su vida. La belleza te hace sentir dichoso y humilde y, sobre todo, benévolo. Unos altos candelabros emitían una luz tenue, la única que Claire podía tolerar. Las colgaduras, un poco raídas mas de preciosa factura, alegraban los muros de piedra. El suelo estaba cubierto de una alfombra amplia que Sidonie había remendado. El lecho de su querida niña desaparecía bajo una profusión de almohadones, edredones y forros. En la cabecera había un intimidatorio aunque emotivo crucifijo de plata. Eloi había rateado todo lo que pudo para crear el acogedor nido de una princesa herida, maltratada y violada. Por ello, Urdin estaría en deuda con él toda la vida.

Tendió la mano hacia el rostro de Claire. ¿Lo vio ella, lo habría notado? Lo ignoraba. La pequeña la cogió y apoyó su frente en ella, murmurando:

—Estoy bien. Soy feliz, ¿sabes?; gracias a ti, a todos vosotros. —Claire prorrumpió en carcajadas, algo que Urdin adoraba, pues las había oído en contadas ocasiones—. ¿No estaré un poco loca, mi dulce Urdin? Eso me preocupa. Estamos tan tranquilos aquí, tan protegidos. ¿Podremos quedarnos para siempre?

Bajo la débil luz que despedían las velas robadas por el enano, Urdin se percató de que los sarpullidos de la piel se habían desvanecido. Tuvo la impresión de que incluso la película opaca de sus córneas había adelgazado. Apabullado como de costumbre, se sentó sobre la cama, junto a ella. Claire hundió su rostro en el torso recubierto de largo pelaje, suspirando reconfortada. Ahí. Ahí estaba la perfección, en ese preciso momento. ¿Por qué tuvo la desastrosa idea de preguntarle, cuando habrían podido adormentarse acurrucados el uno junto al otro?

—Has recogido todas las cartas en cuanto me has oído, ¿es que eran malas?

—No te preocupes por esas cosas, mi buen Urdin. Ya sabes, el tarot es muy cambiante.

—Pero tú lo dominas, ¿no?

—Un poco. Mejor háblame del exterior —sugirió Claire, intentando desviar la conversación—. ¿Qué tiempo hace? ¿Ya se ha fundido la nieve?

—Eran malas, ¿eh? Dime la verdad, Claire.

Ella se despegó de él y se reincorporó en la cama. Al hombre lobo aquella separación le dolió tanto como una herida.

—El arcano sin nombre —murmuró.

—La muerte, ¿no es eso?

Se hizo un silencio.

—La muerte no es realmente la muerte. Bueno, no siempre; al menos en el tarot.

—¿Y entonces qué es?

—El decimotercer
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arcano mayor. En efecto simboliza el luto, la desilusión, el pesimismo, aunque también el alejamiento, el cambio, el inicio, la transformación profunda, el acceso a una existencia superior. En el fondo, la muerte no es más que la continuación de la vida.

—¿El cambio, el inicio? Claro, eso es —soltó Urdin.

—¿Qué quieres decir?

—Nada, querida. Debo irme, pero volveré pronto.

—¿Lo prometes?

—Te lo prometo de todo corazón. No lo olvides: nada nos separará jamás, ni siquiera ese arcano sin nombre.

—No lo olvidaré.

Adèle Grosparmi, totalmente lívida tras las revelaciones retocadas por la abadesa a propósito de la muerte de Rolande, anunció la llegada de la hermana carnal de la difunta: Marguerite Bonnel. Plaisance se levantó del sitial y fue a su encuentro.

Con actitud jovial, intrigada por la convocatoria de su madre a esas horas tardías, la hospedera entró preguntando en tono alegre:

—¿En qué os puedo servir, madre?

Incapaz de pronunciar palabra, Plaisance la miró fijamente, conteniendo las lágrimas. Rodeó las manos de su hija con las suyas. La duda se reflejó en el semblante rollizo de esta. Después, la alarma inundó aquellos cálidos ojos marrones, frunciendo sus pobladas cejas.

—Vuestro silencio me inquieta, madre… ¿He cometido tal vez…?

—No es eso —interrumpió la abadesa bajando la vista, incapaz de mantener la mirada de su hija.

La joven hizo acopio de fuerzas y declaró con un hilo de voz:

—Marguerite, mi queridísima Marguerite, preparaos para lo peor. Perdonadme. Se trata de Rolande.

La hospedera adoptó una expresión de desconcierto. Titubeó:

—En efecto, me he percatado de su ausencia durante la cena. Seguramente tendría algunas cuentas que acabar. —De repente, su voz se tensó—: ¿Acaso está enferma? Os lo ruego, madre, decídmelo.

Las palabras salieron abruptas de la boca de Plaisance, sin poder contenerlas.

—Ha fallecido, Marguerite.

Los labios de la hospedera temblaron esbozando una sonrisa vacilante. La mujer farfulló:

—Mis excusas, madre, yo… no comprendo…

—Muerta. Asesinada, como Blanche.

La joven abadesa pensó que jamás, aun viviera mil años, olvidaría aquella mirada. Una mirada oceánica, vacua. Acto seguido, la mirada se llenó de desesperación. Marguerite empalideció. Se apartó con brusquedad, liberándose de las manos amigas que estrechaban las suyas. De su garganta ascendió un gemido prolongado y Plaisance tuvo la certeza de que ya no la oía. El gemido se intensificó y se transformó en un alarido. Luego el alarido paró en seco y fue reemplazado por un silencio desolador.

Plaisance estaba paralizada, sin poder amagar un gesto, una palabra. Cuando Marguerite se desmoronó en el suelo, cuando percibió el choque sordo de su cuerpo inconsciente contra las baldosas, permaneció allí, inmóvil, convencida de que Dios la había llamado a su seno… para siempre.

Abadía de Dame-Marie,
Perche,
febrero de 1308,
esa misma noche

A
poyado contra la muralla de la abadía, Urdin esperaba con un fardel colgado en bandolera. A sus pies, una larga soga rematada con un gancho de varias puntas. Se pasó el dorso velludo de la mano por los labios escarchados y agrietados por el frío. La caminata desde Clairets había sido larga y agotadora. El fino pelaje de su cuerpo no lo protegía del frío más que las múltiples capas de trapos con los que se había envuelto antes de salir por el portalón de los Hornos. Tan solo las calzas de grueso cuero arrebatadas al cadáver de su antiguo amo y forradas por él mismo de pieles de conejo le procuraban algo de abrigo. Vaya chollo, si uno se para a pensarlo: para los demás, no era humano, y por otro lado, tampoco disfrutaba de ninguna de las ventajas de los animales. Su olfato no detectó, pues, que aquel al que se negaba a llamar «su amo» se acercaba. Únicamente oyó el crujir de la nieve al ceder bajo unos pasos. La mano de Urdin se deslizó hacia el cuchillo de despedazar que llevaba colocado debajo del cinto de su sayo corto
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.

Arnau Amalric, ataviado tan solo con una sobreveste de lana azabache superpuesta sobre una túnica, también azabache, avanzó tranquilamente hacia Urdin. Imágenes horripilantes desfilaron por la mente del caballero: la carnicería de Béziers; montañas de cadáveres sanguinolentos, cubiertos de moscas; charcos de sangre; gargantas degolladas; torsos empalados. Aquel día, ya de vuelta en su tienda, él, Arnau Amalric, juró ante el Cristo de plata ensangrentado que jamás volvería a torturar. Con voz queda, preguntó:

—¿Estás listo?

—Claro que sí —susurró Urdin.

—Entonces, procede. Pero antes, ¿has conseguido acercarte a mi querida Anne?

—Qué va —admitió Urdin—. La única Anne del noviciado no se parece ni de lejos a la que me habéis descrito. Es un tonelete ojituerto.

Arnau Amalric apretó los labios, disgustado, y murmuró como para sí:

—Y sin embargo… estoy seguro de que se encuentra en Clairets. Llegó hace poco, por lo que deben de haberla admitido en el noviciado. —Reflexionó un instante y añadió—: Con otro nombre, entonces. Guíate por el boceto que te dibujé. Olvídate del nombre. Desconfía de ella, es mortífera, ya te lo dije. Mátala por sorpresa. Sobre todo, no le des tiempo a reaccionar, no te dará cuartel. Es despiadada como yo. Mas al contrario que quien te habla, se regodea con el sufrimiento y la muerte.

—El trato sigue en pie, ¿no?

—Siempre cumplo mis promesas, las buenas y las malas —contestó el hombre de negro. Cerró los ojos sonriendo casi con ternura antes de precisar—: Tu protegida vivirá. No obstante, seguirá morando en la oscuridad, o al menos la penumbra, puesto que esos son mis dominios. Por ahora. Hasta que por fin encuentre… lo que me fue arrebatado hace ya tanto tiempo.

—Con eso me basta. Me acostumbraré a las sombras. ¡Para lo que me sirve la luz! Trepo yo primero para engarzar el gancho, no tengo ganas de que nos oiga alguien. Y luego os echo la cuerda.

Arnau Amalric se quitó los guantes de montar hechos de fino cuero bruno. Urdin advirtió la oblonga sortija de su dedo meñique.

—El muro no tiene aspecto de ser muy irregular. No te será fácil subir —indicó Arnau Amalric.

—Soy un animal de feria. Trepo por donde sea.

Urdin alzó el rostro, cubierto ya por una pelusa sedosa que se afeitaría en cuanto regresara a Clairets, y añadió:

—Hay luna llena. No nos queda otra que bordear la muralla. Pero aparte de algunos sirvientes laicos de guardia o de faena, no debe de haber mucho individuo fuera con este tiempo.

—Las celdas están bajo la bodega —señaló Arnau mientras Urdin tanteaba sus primeros agarres a la piedra.

El hombre lobo escaló la muralla con una habilidad impresionante. Claire iba a vivir. Ella y su salvación le infundían toda la fuerza del mundo. En el fondo, poco importaba quién fuera exactamente ese hombre. ¿El diablo, quizás? Fue lo que pensó Urdin cuando se conocieron, pero ya no lo creía. El diablo no hubiera necesitado su ayuda. Aunque si así fuera, ¿qué? Después de todo, Dios se negaba a curar a Claire, le había impuesto aquel injusto y monstruoso castigo.

Al alcanzar la cima de la muralla, Urdin se tendió boca abajo. Comprobó que no hubiera nadie en los alrededores y fijó dos de las puntas del gancho al mortero que aglutinaba los bloques de piedra.

En un abrir y cerrar de ojos, Arnau Amalric ya estaba arriba. No parecía haber perdido el aliento por el esfuerzo. Descendieron uno tras el otro y bordearon la muralla del recinto sigilosamente; luego rodearon las caballerizas y el locutorio y llegaron a la pesada puerta de la bodega sin haberse cruzado con un alma viviente.

Urdin extrajo una larga varilla de grueso metal doblada por un extremo romo y anunció en voz baja:

—Con esto no hay puerta que se me resista. Lo he ido perfeccionando poco a poco. Es mi secreto. Lo necesitaré para cuando tenga que llevarle comida a Claire.

En un visto y no visto, la cerradura sucumbió a la ganzúa.

Ambos se adentraron en un pequeño cuarto que olía a vino, cidra, cera de tapón de botella y madera impregnada de taninos. Urdin observó el hoyo excavado en el suelo donde flameaba un exiguo fuego.

—¡Vaya, como en Clairets! Con este frío calientan un poco el vino. Lo que significa que es mejor ser botella que hombre. Lo que también significa que alguien regresará a alimentar el fuego. —Urdin cerró la puerta con llave para no levantar sospechas—. Debemos actuar rápidos y silenciosos, señor. Sobre todo con el sujeto al que vamos a visitar —añadió sin gran emoción.

BOOK: La cruz de la perdición
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