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Authors: Andrea H. Japp

Tags: #Novela histórica

La cruz de la perdición (35 page)

BOOK: La cruz de la perdición
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—Mis emociones no son de vuestra incumbencia —se defendió Hermione.

—¡Claro que sí, diantre! Al menos si, como sospecho, guardan relación con el asunto que nos concierne. —Mary escrutó a Hermione y fue descendiendo la vista lentamente hacia los bajos de su túnica manchada—. ¿De dónde salís? ¿Dónde habéis cogido ese olor tan… desagradable?

La hermana Gonvray dudó. La anglosajona emanaba tal autoridad e impertinencia que Hermione se vio tentada de ponerla en su sitio sin miramientos. Con todo, ahora sabía que Mary de Baskerville era ajena a la maldad. Los juicios categóricos, los comentarios acerbos y la arrogancia de esta, todo nacía de una suerte de fascinación por el mundo y sus procesos que dejaba poco margen a la diplomacia. Antes siquiera de que pudiera pensar en qué decir, Hermione se oyó a sí misma:

—¿Alguna vez habéis tenido miedo?

Aparentemente la pregunta divirtió sobremanera a Mary, que respondió resoplando:

—Habría de carecer de razón para no sentir miedo, ¿no creéis? Los peligros que nos amenazan son tan numerosos que con frecuencia me sorprendo de seguir aún con vida. —La tristeza ahuyentó su efímera hilaridad. Tras vacilar un instante, añadió—: De cualquier forma, al igual que ocurre con el dolor, podemos acostumbrarnos al miedo y sus diferentes grados.

—¿Qué queréis decir?

—Ya lo sabéis, querida. Yo…

Mary de Baskerville pareció adentrarse en un lugar recóndito de su alma; sus ojos azulados se perdieron en un pasado que había aprendido a acallar sin con ello ser capaz de borrarlo del todo. Continuó con voz monocorde:

—De niña, tenía miedo a morir asfixiada. El miedo no me abandonaba un segundo. Se introducía en cada poro de mi piel. ¿No resulta inconcebible comprender un día que la que debiera protegeros desea vuestro fin, rápido y definitivo?

—¿Vuestra madre?

—Mmm… En el fondo, más que mi… madre, lo que me aterrorizaba era mi impotencia. Hasta el día en que, en lugar de esperar a que ella me autorizara a vivir (autorización que no tenía la más mínima intención de concederme, pues me consideraba una enemiga acérrima), decidí otorgarme yo misma dicha licencia. La rebelión, no obstante, fue imperfecta, ya que dudo que ella llegara a percibirla. Esa mujer era increíblemente estúpida. Me hubiera encantado aplastar sin contemplaciones a ese engendro pérfido y bobo. No lo hice. Aunque había que sobrevivir, por encima de todo, así que ingresé en el convento. ¡Pero basta de evocar recuerdos desgraciados! ¿No os habéis percatado de que son nuestras heridas, más que nuestros triunfos, las que nos hacen tal como somos?

—Acabáis de definir mi vida a la perfección.

—¿De dónde salís, querida? —inquirió de nuevo Mary de Baskerville.

La mirada azul pálido de Hermione se enfrentó a los intensos ojos azulados de su compañera. En un tono tajante, la hermana Gonvray exigió:

—No rebelaréis nada de lo que me dispongo a confiaros. Nunca. Ni tan siquiera a la abadesa, que no embargante goza de toda mi confianza. Ni tan siquiera en confesión. Quiero vuestra palabra ante Dios y por vuestro honor, hermana.

—¿Tan grave es? Me estáis asustando.

—Vuestra palabra; de lo contrario guardaré mi secreto.

—La tenéis. Ante Dios y por mi honor.

Mary no se inmutó, no pestañeó, hubiérase dicho que incluso dejó de respirar durante los minutos que duró la narración de Hermione de Gonvray sobre su extraño descenso al mundo subterráneo, escoltada en silencio por unos fenómenos de la naturaleza tan decididos a matar como a ser torturados hasta la muerte con tal de salvar a una niña.

—La niña de las tinieblas —resumió Mary de Baskerville—. En efecto, esto explica muchas cosas. Su llegada a la abadía a fin de hallar un escondite propicio, la docilidad para no ser expulsados…

Hermione tuvo la impresión de que una sombra acuosa velaba la mirada incisiva de la anglosajona. La nueva apoticaria murmuró:

—¡Qué extraño es el amor! ¿No opináis lo mismo? ¡Qué magnífica extrañeza! —En un tono más grave, prosiguió—: Querida, ¿estáis plenamente convencida de la sinceridad de todos ellos?

—Juraron por los Evangelios no tener nada que ver con los dos primeros asesinatos, mientras que no tuvieron reparos en confesar el tercero. Éloi posee un oído fino y lo aguza allá por donde pasa. Una cuestión de supervivencia, como él lo describió. Había escuchado hablar de las cartas del tarot en relación con los dos primeros crímenes. Así que crearon una puesta en escena similar para el suyo. A mi entender, Éloi, y sobre todo Urdin, serían capaces de cometer perjurio para salvar a Claire. En cambio, a ella, a la niña de las tinieblas, la creo. Además, en este caso, al contrario de los otros dos, la reproducción del arcano era perfecta. Claire posee un gran conocimiento del tarot. Y por otra parte, Urdin tiene la fuerza necesaria para estrangular o romperle el cuello a una mujer. No lo veo recurriendo a una plancha como arma homicida.

Hermione de Gonvray vaciló, mas de repente necesitó imperiosamente confiar a aquella mujer extranjera la turbación que había sentido y que no la abandonaba.

—Mary… en un momento dado, estuve plenamente convencida de que yo formaba más parte de ellos que de los otros, los normales. Desde que mi hermana de sangre, Jeanne, me dejara para entregar su alma a Dios, jamás he vuelto a sentir… «alivio» no es la palabra, «confort» sería más apropiado. Hasta ahora. No penséis, empero, que dicha familiaridad o camaradería que siento hacia ellos nubla mi juicio.

—Tengo a vuestra inteligencia en más alta estima que vos, querida. En cuanto a la familiaridad de la que habláis, la entiendo. Cuando estoy en compañía de mis congéneres siempre tengo la constante sensación de no encajar entre ellos. Quizás sea la razón por la que siento tanta afinidad con vos. Cada una de nosotras, a nuestra manera, somos aberraciones a las que Dios ha ofrecido el inestimable regalo de una apariencia normal.

—No en mi caso —corrigió Hermione con tristeza.

—En efecto. Eso significa que yo he sido más afortunada que vos.

—¿Por qué os consideraríais una monstruosidad?

—Una anormalidad, mejor dicho. El término, aun siendo sinónimo, suena más amable. ¿Por qué? Porque nunca pienso como vos. Me refiero a un «vos» genérico. De ahí que vuestra necesidad de poneros una venda en los ojos me deje atónita; así como vuestra aflicción (que juzgo sincera) por la muerte de una tal o cual a la que no conocíais lo suficiente como para amarla de verdad. Blanche es abrumadora prueba de ello. Por no hablar de vuestra pasmosa credulidad. Ciertamente, la verdad duele la mayoría de las veces, pero negarla no la hace desaparecer.

Hermione de Gonvray sonrió y espetó:

—Ahora soy yo quien os replica que sois muy joven. La lucidez que predicáis como modelo de existencia resulta una pesadilla inviable. No podéis incomodaros con los demás porque prefieran vivir en una hermosa ilusión de realidad velada.

—¿Y pasarse la vida sumido en un adormecimiento engañoso de la mente?

—¿Y si uno no se despierta nunca? ¿Qué importancia tiene? Son los momentos de vigilia los que mortifican.

Mary de Baskerville digirió las palabras en silencio. Después, dio una palmada y, en un repentino tono alegre, expuso:

—¡Bueno! Recapitulemos. ¿Qué tenemos? Dos enanos, demasiado pequeños para llegar a la nuca de Blanche, Anne, en fin… poco importa, o de Rolande, y asestarles un golpe tan mortífero, a menos que las víctimas avinieran a arrodillarse. Éloi ha demostrado con Agnès que posee el suficiente coraje para atacar de frente. Lo mismo puede deducirse de Urdin. En conclusión, efectivamente es muy probable que no estén involucrados en las dos primeras muertes. No obstante, analicemos las circunstancias en detalle. He de estudiar cuál será mi próximo paso. ¿Debo informar o no a la abadesa?

—Pero… ¡me habéis dado vuestra palabra incondicional! —protestó Hermione airada.

—¡Ah! —resopló la hermana Baskerville—. ¿Veis lo que os decía? Vuestra venda en los ojos, vuestra credulidad. ¿Por qué habría de cumplir una palabra que me habéis arrancado antes de que supiera exactamente a qué me comprometía? Eso me convertiría en una estúpida redomada. Por otro lado, de no habérosla dado, no me habríais contado nada. La eficacia y la inteligencia requería, pues, que fingiera plegarme a vuestras exigencias. Sin embargo, voy a demostraros cómo la lucidez no siempre es la pesadilla que describís y puede, en cambio, resultar una ayuda decisiva. He podido constatar por mí misma que Agnès Ferrand era un ser odioso, envidioso y amargado. Las confidencias a medias palabras de unas y otras así me lo han confirmado. Dicho de otro modo, su muerte no ha sido una pérdida sino todo lo contrario, prácticamente nos han hecho un favor al habernos liberado de semejante simulacro de bernarda. En definitiva, vuestros nuevos amigos, los contrahechos, nos han prestado una especie de… servicio. Ya que casi tenemos la total certeza de que no han tenido nada que ver con los dos primeros asesinatos (pues el de Blanche se trató igualmente de un justo castigo por sus actos pasados), dejemos que, llegado el día, ellos mismos traten el asunto directamente con Dios.

Hermione, tras contener un suspiro de tranquilidad, preguntó:

—¿Y cómo explicamos entonces el fallecimiento de la portera?

—Con la ayuda de Aristóteles
[121]
. Apliquemos el extraordinario arte de la lógica. Desembaracémonos de nuestra puerilidad y razonemos con la mente.

Hermione reprimió una sonrisa: sin duda Mary de Baskerville se había esforzado en ser cortés al mencionar la puerilidad de
ambas
, cuando se refería exclusivamente a la de su compañera de hábito.

—Por lo tanto —continuó la anglosajona—, la muerte de Blanche apenas puede considerarse un pecado, ya que, si nuestras conjeturas son ciertas, merecía acabar en la hoguera. Lejos de eso, la de Rolande, un alma noble, es inexcusable. Su asesino o asesina ha de ser castigado, merece ser ajusticiado por haber cometido un crimen tan inefable, y sé por descontado que así será. —Entonces, visiblemente divertida, declaró—: De todas formas, no podemos matarla dos veces, ¿cierto? ¿Por qué no, en tal caso, sembrar la sospecha de que el culpable del crimen de Agnès y el de Rolande son el mismo? Eso salvaría la vida de vuestros camaradas de imperfección, quienes, a menos que la abadesa decidiera lo contrario, podrían permanecer bajo la protección de la abadía.

—Pero se trataría de una calumnia —protestó Hermione sin demasiado énfasis.

—¿Y? Si la astucia y el engaño sirven a los intereses de la lógica y la justicia al mismo tiempo, ¿qué habríamos de reprocharles? ¿Acaso pensáis que Dios es tan ingenuo como para no conocer las intenciones que subyacen en los actos de unos y otros?

—¡Estáis yendo demasiado lejos!

Cambiando de tema, Mary de Baskerville lanzó una mirada vivaracha a Hermione y exclamó:

—¡Qué cosa tan rara!, ¿no creéis? Apenas os conozco, mas los secretos que compartimos son tan inconfesables que bien podríamos ser hermanas de sangre. He de reconocer, querida, que solo confío en mí misma. Ahora bien, llega un momento en que una ha de arriesgarse, librarse de sus recelos y convencerse de que la otra persona es digna de su confianza. Ese momento ha llegado. Sellemos nuestro pacto con un apretón de manos —propuso la anglosajona tendiendo la suya.

Sin vacilar, Hermione la estrechó y concluyó, bastante satisfecha:

—Henos aquí, pues, cómplices de por vida.

Mi adorada señora, mi verdugo:

El término os va como anillo al dedo, querida. Mas no me guardéis demasiado rencor por el calificativo, pues mil veces he creído morir al saberos aislada del mundo, entre esas murallas sombrías. Pensé volverme loco ante la ausencia de noticias vuestras. Veinte veces ensillé el caballo, forzándolo contra toda lógica hasta la extenuación para que avanzara mientras se hundía hasta el pecho en la nieve. Pido perdón al noble animal que descansa en las caballerizas aguardando el deshielo, aguardando poder volar hacia vos. Dentro de poco.

Sé que vuestro proceder no obedece a un acto de coquetería femenino de los que desorientan la razón de los hombres. Mi corazón y mi alma os pertenecen. No he ocultado mis sentimientos y vos estáis por encima de esos artificios, estoy seguro de ello. Vuestros motivos eran imperiosos y, por ende, inquietantes. ¿Dudáis de vuestra llama, mi señora? Juzgaréis que soy un necio o un presuntuoso, mas me cuesta creerlo.

El mensajero tan solo nos aventaja, a mí y a mi comitiva, en unas horas. Anhelo vuestros brazos, vuestra sonrisa y vuestro rostro con tal ardor que me falta el aliento.

Ya llego, luz de mis ojos.

Vuestro devoto y fiel enamorado, Aimery.

A punto estuvo de tropezar con Marguerite Bonnel, que llevaba la lengua fuera y estaba evidentemente contrariada. La hospedera se quejó, molesta:

—Siempre soy la última en enterarse. Y el caso es que si a alguien ha de preocuparle tan noble visita, es a mí, ni más ni menos. ¡No hay ninguna habitación digna del conde preparada! ¡Ay, santo Dios!

—El conde Aimery es un caballero y se contentará con poco, máxime habiendo anunciado su visita con tan solo unas horas de antelación —intentó calmarla Alexia—. Además, en su calidad de hombre de armas, está hecho a los campamentos improvisados.

—¿Y hacer el ridículo por no acoger como se merece a un huésped de su talla y a su séquito, a un amigo de nuestra madre, por lo que tengo entendido, y a un protector de la abadía? ¡Ni pensarlo! —exclamó Marguerite indignada.

La joven advirtió que los bajos de la túnica blanca de Marguerite estaban empapados y ennegrecidos, y preguntó:

—¿De dónde venís querida?

—¡Ah, no me habléis! Desde que leí la nota que el conde me envió (un elegante detalle por su parte, informar a una insignificante hospedera de su venida), y figurándome que la abadesa ya estaba al tanto, corrí a la cocina para dar aviso a Clotilde Bouvier. Así, esta podrá enriquecer con algo más sustancioso nuestra vigilia en la cena de hoy y en los días siguientes, y aderezar la austeridad de nuestras rebanadas para complacer al conde. Os ruego que no lo contéis a nadie, pero la buena de Clotilde adora estas visitas fastuosas. Le permiten poner en práctica sus excepcionales dotes culinarias preparando elaborados y suculentos platos muy alejados de las comidas autorizadas por la estricta observancia de nuestra norma. Me ha sido imposible encontrarla. Hecha un manojo de nervios al ver que el tiempo se me echaba encima, me fui a toda prisa hasta el gallinero. Pensaba (y me disculpo por la falta de tacto en la que voy a incurrir y que espero sea excusada dada la urgencia de la situación), en resumen, pensaba ir a espabilar un poco a la gentil Éloïse, la hermana a cargo de los viveros de peces y el gallinero. Éloïse es un encanto, pero su vagancia y pachorra son aún mayores. ¡Dios Santo, no se puede tener más pachorra! Cualquiera diría que concentra todas las energías en consolar a las gallinas el día entero mientras estas ponen huevos. Pero tampoco he dado con ella. Por lo demás, hace tanto que no limpian el gallinero que los excrementos se han acumulado hasta un pie de altura. Se lo comentaré a la abadesa, es repugnante y huele fatal. Lo cierto es que la gallinaza se ha mezclado con la nieve del deshielo y ese lodazal pestilente me llegaba hasta la mitad de las pantorrillas. ¡Ah, querida! ¡Qué alegría recibir al conde! Pero al mismo tiempo, ¡qué preocupación! No hay nada preparado. Me dan ganas de llorar de rabia. Mis disculpas, he de ir a cambiarme. ¡Tengo la sensación de haberme metamorfoseado en una cola de gallina!

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