La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (58 page)

BOOK: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento
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El elogio del Pantagruelión, símbolo de toda la cultura técnica del hombre, contiene este admirable pasaje:

«De modo que las Inteligencias celestes, los Dioses, tanto marinos como terrestres, se asombraron todos al ver, gracias al bendito Pantagruelión, a los pueblos árticos tanto como los antárticos atravesar el mar Atlántico, pasar los dos Trópicos, circular la Zona tórrida, recorrer todo el Zodíaco, abatirse bajo la Equinoccial y tener ambos polos a la vista en su horizonte.

»Los dioses olímpicos, ante semejante fenómeno, exclamaron: "Pantagruel nos ha metido en un problema nuevo y fastidioso, peor que el que los Aloides nos dejaron, mediante el uso y virtudes de su hierba.
Pronto habrá de casarse, y de su mujer le nacerán hijos.
No podemos oponernos a este destino, pues ha pasado ya por las manos y los husos de las hermanas fatales, hijas de la Necesidad. (Tal vez) sus hijos inventen una hierba de poderes semejantes, gracias a la cual los humanos podrán visitar las fuentes del granizo, las botanas de las lluvias y el lugar donde nacen los rayos, podrán invadir las regiones de la Luna, ingresar al territorio de los signos celestes y vivir allí, unos en el Águila de oro, otros en Aries, otros en la Corona, otros en la Sierpe, otros en el León de plata, y sentarse a nuestra mesa y tomar a nuestras diosas por esposas, que tal es el único medio de ser deificado"»
280
(Libro III, cap. LI).

A pesar del estilo ligeramente retórico y oficial, las ideas expresadas no tienen por sí mismas nada de eso. Rabelais traza la deificación, la apoteosis del hombre. El espacio terrestre es vencido y los pueblos dispersos por toda la superficie de la tierra son vinculados gracias a la navegación marítima. Todos los pueblos, todos los miembros de la humanidad entraron
en contacto material y efectivo
cuando se inventó la vela.
La humanidad se convirtió en algo único.
Gracias a un nuevo invento: la navegación aérea, previsto por Rabelais, la humanidad podrá gobernar el tiempo, llegará a las estrellas y las someterá. Esta imagen del triunfo, de la apoteosis del hombre, está construida sobre las horizontales
del espacio y del tiempo
características del Renacimiento, no queda en ellas resto alguno de la vertical jerárquica de la Edad Media.
El movimiento en el tiempo está garantizado por el nacimiento de las generaciones que se renuevan sin cesar. Y es el nacimiento de las nuevas generaciones humanas lo
que asusta tanto a los dioses: Pantagruel tiene la intención de casarse y tener hijos. Es ésta la inmortalidad relativa a la que se refiere Gargantúa en su carta a Pantagruel. Aquí, la inmortalidad del cuerpo procreador del hombre es proclamada en lenguaje retórico. No obstante, su sensación viva y profunda organiza, como ya hemos visto, todas las imágenes de la fiesta popular contenidas en el libro de Rabelais. No es solamente el cuerpo biológico el que se repite en las nuevas generaciones, sino el
cuerpo histórico y progresivo de la humanidad,
que constituye el centro de este sistema.

A guisa de conclusión podemos decir que, a partir de la concepción grotesca del cuerpo, nació y fue tomando forma un sentimiento histórico nuevo, concreto y realista, que no es en modo alguno la idea abstracta de los tiempos futuros, sino la sensación viva que tiene cada ser humano de formar parte del pueblo inmortal, creador de la historia.

Capítulo 6

LO «INFERIOR» MATERIAL Y CORPORAL
EN LA OBRA DE RABELAIS

«Aquellos de vuestros filósofos que se quejan de que todas las cosas fueron ya escritas por los antiguos y que éstos no les dejaron nada nuevo por inventar, cometen, a todas luces, una grave equivocación. Pues lo que se os muestra en el cielo y que vosotros llamáis Fenómenos, lo que la tierra os exhibe y lo que contienen la mar y los ríos, no es comparable a lo que la tierra oculta.»
281

R
ABELAIS

Por doquier la eternidad se mueve
Todo ser a la nada aspira
Para ser parte de la nada.

G
OETHE,
Uno y todo

Estas palabras del
Libro Quinto,
que sirven de epígrafe al presente capítulo, no surgieron sin duda de la pluma de Rabelais.
282
Haciendo abstracción de su estilo, son eminentemente expresivas y representativas no sólo de la obra de Rabelais, sino también de numerosos fenómenos similares del Renacimiento y de la época anterior. En las palabras del oráculo de la Divina Botella, el centro de todos los intereses es dirigido hacia lo bajo, las profundidades, el fondo de la tierra. Las cosas y las riquezas que la tierra oculta superan con creces a lo que existe en el cielo, sobre la superficie de la tierra, y en los mares y ríos. La verdadera riqueza y la abundancia no residen en la esfera superior o mediana, sino únicamente en la zona inferior.

Estas palabras están, además, precedidas por las que cito a continuación:

«Poneos, amigos, bajo la protección de esta esfera intelectual cuyo centro está en todas partes y en ningún lugar tiene circunferencia, que nosotros llamamos Dios: y, una vez llegados a vuestro mundo, dad testimonio de que, debajo de la tierra, existen grandes tesoros y cosas admirables» (Lib. V, cap. XLVIII).

Esta célebre definición de la divinidad:
esfera cuyo centro está en todas partes y en ningún lugar tiene circunferencia,
no es de Rabelais, sino que fue tomada de la doctrina de Hermes Trismegisto; la encontramos en el
Román de la Rose,
en San Buenaventura, Vincent de Beauvais y otros autores. Rabelais, al igual que el autor del
Libro Quinto
y la mayoría de sus contemporáneos, la consideraba ante todo como una
descentralización del universo;
su centro no está en el cielo, sino está en todas partes; así pues,
todos los lugares son iguales.
Lo que daba al autor de este pasaje el derecho de trasladar el
centro relativo
del cielo a un punto situado
bajo tierra,
es decir al lugar que, según las concepciones de la Edad Media, era diametralmente opuesto a Dios:
en los infiernos.
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Antes de las palabras del epígrafe, el oráculo dice también que Ceres había tenido el presentimiento de que su hija encontraría bajo tierra más cantidad de bienes y excelencias que la que su madre había hecho en la superficie.
284

La evocación de Ceres
(diosa de la fecundidad),
y de su hija Perséfone
(diosa de los infiernos),
así como la alusión al
misterio eleusino
resultan igualmente significativas en todo este
elogio de las profundidades terrestres;
todo el episodio de la visita efectuada al oráculo de la Divina Botella es una alusión camuflada al
misterio eleusino.

Las palabras del oráculo de la Divina Botella constituyen, pues, la mejor introducción al tema del presente capítulo. El poderoso movimiento hacia abajo, hacia las profundidades de la tierra y del cuerpo humano, invade todo el universo rabelesiano de un extremo a otro. Todas estas imágenes, todos los episodios principales, todas las metáforas y comparaciones son ritmadas por este movimiento. Todo el universo rabelesiano, tanto en su conjunto como en cada uno de sus detalles, está dirigido hacia los infiernos, terrestres y corporales. Ya hemos explicado que según el proyecto inicial, el centro de toda la obra debería ser la búsqueda de los infiernos y el descenso de Pantagruel, es decir, el tema de Dante trasladado al plano cómico. Ahora nos vemos obligados a reconocer que, aunque el libro haya sido escrito en el lapso de veinte años, y con importantes intervalos, Rabelais no se alejó de su deseo primitivo y que, en realidad, logró prácticamente realizarlo. De modo, pues, que su movimiento hacia las regiones inferiores, hacia los infiernos, arranca con el proyecto novelesco y va descendiendo en cada detalle de la obra.

La orientación hacia lo bajo es característica de todas las formas de la alegría popular y del realismo grotesco. Abajo, al revés, el delante-detrás: tal es el movimiento que marca todas estas formas. Se precipitan todas hacia abajo, regresan y se sitúan sobre la cabeza, poniendo lo alto en el lugar que corresponde a lo bajo, el detrás en vez del delante, tanto en el plano del espacio real como en el de la metáfora.

La orientación hacia lo bajo es propia de los pleitos, luchas y golpes: son elementos que hacen caer, tiran al suelo, pisotean. Entierran también, en cierta medida. Al mismo tiempo, son fundidos: secan y cosechan (recordemos las «bodas a golpes» del señor de Basché, la transformación de la batalla en cosecha o banquete, etc.).

Como ya dijimos, las imprecaciones y groserías también son caracterizadas por esta orientación: cavan a su vez una tumba, que es corporal y tiene un fundamento.

El destronamiento carnavalesco acompañado de golpes e injurias es a la vez un rebajamiento y un entierro. En el bufón, todos los atributos reales se hallan trastocados, invertidos, con la parte superior colocada en el lugar inferior: el bufón es el rey del «mundo al revés».

El rebajamiento es, finalmente, el principio artístico esencial del realismo grotesco: todas las cosas sagradas y elevadas son reinterpretadas en el plano material y corporal. Hemos hablado del columpio grotesco que funde el cielo y la tierra en su vertiginoso movimiento; sin embargo, el acento es puesto allí no tanto en al ascensión como en la caída: es el cielo que desciende a la tierra y no al revés.

Todos estos rebajamientos no tienen un carácter relativo o de moral abstracta, sino que son, por el contrario, topográficos, concretos y perceptibles; se dirigen hacia un centro incondicional y positivo, hacia el principio de la tierra y del cuerpo que absorben y dan a luz. Todo lo acabado, casi eterno, limitado y obsoleto se precipita hacia lo «inferior» terrestre y corporal para morir y renacer en su seno.

Estos movimientos hacia abajo que se hallaban dispersos en las formas e imágenes de la alegría popular y del realismo grotesco, son reunidos nuevamente por Rabelais, interpretados desde una nueva perspectiva, fundidos en un movimiento único dirigido hacia el centro de la tierra y del campo, donde se ocultan las riquezas inmensas y las novedades de las que no hablaron los filósofos de la Antigüedad.

Quisiéramos proceder a un análisis detallado de dos episodios que, mejor que todos los restantes, revelan el sentido de este movimiento hacia lo bajo contenido en todas las imágenes de Rabelais, así como el carácter particular de su infierno. Nos referimos al célebre capítulo de los limpiaculos de Gargantúa
(Libro primero,
cap. XIII) y al de la resurrección de Epistemón y sus relatos de ultratumba
(Libro segundo, cap.
XXX).

Veamos el primero.

El joven Gargantúa explica a su padre que ha encontrado, después de largas experiencias, el mejor limpiaculos que existir pueda, y que él califica de «más señorial, excelente y expeditivo que jamás fuera visto».
285

Sigue luego la larga lista de los limpiaculos ensayados, cuyo comienzo es como sigue:

«En cierta ocasión me limpié con el tapaboca de terciopelo de una señorita, y me pareció bueno, pues la blandura de su seda me produjo una voluptuosidad indecible en el trasero;

»Otra vez lo hice con una caperuza y sucedió lo mismo;

»Otra vez con una bufanda;

»Otra vez con orejeras de raso carmesí, pero la doradura de una serie de esferas de mierda que allí había me desollaron todo el trasero, ¡que el fuego de San Antonio consuma la tripa cular del orfebre que las hizo y de la señorita que las llevaba!

»El dolor se me pasó limpiándome con una gorra de paje, bien emplumada a la suiza.

»Luego, cuando cacareaba detrás de un arbusto, encontré un gato de marzo y me limpié con él, pero sus garras me ulceraron todo el perineo.

»De esto me curé al día siguiente, limpiándome con los guantes de mi madre, bien perfumados de benjuí.

»Luego me limpié con saliva, hinojos, eneldos, mejorana, rosas, hojas de calabaza, de col, de beterraga, de pámpano, de malvavisco, de verbasco (que es escarlata del culo), de lechuga y hojas de espinaca —todo lo cual me hizo gran bien para mi pierna—, de mercurial, de persicaria, de ortigas, de consolda; pero luego tuve las almorranas de Lombardía, de las que me curé limpiándome con mi bragueta.»
286

Detengámonos un momento en esta parte, a fin de examinarla.

Transformar un objeto en limpiaculo es, ante todo, rebajarlo, destronarlo, aniquilarlo. Las fórmulas injuriosas del tipo «como limpiaculos» o «no lo quisiera ni como limpiaculos» (que son bastante numerosas), son empleadas de manera corriente en las lenguas modernas, pero sólo han conservado su aspecto denigrante, destronador y destructor.

En el episodio que nos ocupa, el aspecto renovador no se halla solamente vivo, sino que predomina. Toda esta serie de objetos que sirvieron de limpiaculo es destronada antes de ser renovada. Su imagen difuminada surge en un contexto nuevo.

En esta larguísima lista, cada uno de los objetos aparece de manera totalmente imprevista: su llegada no es ni preparada ni justificada; cualquier otro hubiera podido surgir con idéntico éxito. Las imágenes de los objetos son liberadas así de los lazos de la lógica o del significado, se suceden unas a otras con la misma libertad que en el
coq-à-l'ane
(como por ejemplo los discursos de los señores de Humeveisne y Baisecul).

Pero, a partir del momento en que surge en esta lista poco banal, el objeto es juzgado desde un punto de vista totalmente inadaptado al uso que le da Gargantúa. Esta distinción inesperada obliga a considerarlo desde una perspectiva nueva, a medirlo en función de su lugar y destino nuevos. En esta operación, su forma, la materia de la que está hecho y su dimensión son evaluadas desde una perspectiva totalmente nueva.

Lo importante no es, desde luego, esta renovación formal considerada aisladamente: ésta no es más que el aspecto abstracto de la renovación fecunda en sentidos, relacionada con lo «bajo» material y corporal ambivalente. En efecto, si examinamos de cerca la lista de los limpiaculos, observaremos que la elección de los objetos no es tan fortuita como podría parecer a simple vista, sino que está dictada por una lógica, en verdad bastante insólita. Los cinco primeros limpiaculos —el tapaboca, la caperuza, la bufanda, las orejeras y la gorra de paje— sirven para cubrir el rostro y la cabeza, o sea la parte alta del cuerpo. Al ser utilizados como limpiaculos se produce una verdadera
permutación de lo alto con lo bajo. El cuerpo da la voltereta. El cuerpo sirve de rueda.

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