La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (68 page)

BOOK: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento
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Abordemos ahora los blasones populares, en el sentido restringido del término. Hablando propiamente, la tradición popular englobaba con preferencia las apreciaciones elogiosas-injuriosas que se aplicaban a los otros países, a las diversas regiones, provincias, ciudades y villas; los epítetos muy precisos, más o menos desarrollados, eran atribuidos a cada una de ellas con una significación ambivalente, aunque con cierta predominancia de lo denigrante.

La colección más antigua de este género se remonta al siglo
XIII
; en la época de Rabelais apareció una nueva antología llamada
Dict des Pays,
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que daba características muy breves, agrupadas, en la mayor parte de los casos, bajo un índice único: nacionalidades, provincias, ciudades.

Encontramos, bajo la pluma de Rabelais, una serie de características que reflejan los blasones populares. Dice, por ejemplo: «borracho como un inglés»; desde el siglo
XIII
, en efecto., en una antigua antología, Inglaterra se caracteriza por su gusto por la bebida: «El mejor bebedor está en Inglaterra».
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En el primer capítulo de
Pantagruel,
Rabelais habla de los «cojones de Lorena». Los habitantes eran blasonados por las dimensiones extraordinarias de sus «cojones». Rabelais señala además la velocidad de los vascos, el amor en Avignon, la curiosidad de los parisinos; todo ello no es otra cosa que los epítetos de los blasones populares. He aquí otro, muy antiguo: «El más tonto en Bretaña».

Advertimos que los blasones populares son profundamente ambivalentes. Cada nación, provincia o ciudad es la mejor del mundo por algo bastante preciso; los ingleses son así los más borrachos, los lorenenses, los más potentes sexualmente, Avignon posee las mujeres más ligeras, los bretones son los más tontos, etc., pero este signo tiene, en la mayoría de los casos, un carácter de doble sentido, o más exactamente es doble (tontería, ebriedad, etc.). Finalmente, la alabanza y la injuria se funden en una indisoluble unidad. La tontería de los bretones nos recuerda el blasón de Triboulet. Se suele calificar de irónicos a los blasones populares, y esto es exacto en el sentido original, griego, del término, pero falso si uno le atribuye un sentido nuevo, más subjetivo y negativo. De hecho, los blasones populares tienen doble rostro.
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En la obra de Rabelais están representados los dos tipos de blasón de la época.
Pantagruel
contiene el blasón en verso en el espíritu de la escuela de Marot, de los licenciados de la Universidad de Orléans. Además, los blasones populares (es decir, los epítetos étnicos) están diseminados por todas partes; ya hemos citado algunos. El elogio del bufón Triboulet y las letanías paródicas del hermano Juan y Panurgo, son la revelación más profunda de la esencia del blasón, de su doble rostro, de su entera ambivalencia, de su plenitud contradictoria. En fin, los tonos blasonantes penetran todo el libro de Rabelais, de comienzo al fin; está lleno de alabanzas y de injurias de doble sentido.

Cierta dosis de doble sentido es igualmente propia de las series de calificativos puramente injuriosos, sin mezcla aparente de alabanza. He aquí, por ejemplo, la del capítulo XXV de Gargantúa: «Al pedido de los pastores no solamente no dieron oídos los roñeros sino que, (y eso fue mucho peor), los ultrajaron mucho llamándolos pobres diablos, bocarranas mellados, libertinos, groseros, granujas, sarnosos, mamarrachos, hipócritas, gamberros, robabolsas, gandules, tumbaollas, panzudos, vanos, parásitos, patanes, tontos, ladrones, maricones, burros, payasos, sapos inflados, lechuguinos, mendigos, estafadores, bobos, boyeros, pastores de mierda, y otros tantos epítetos difamatorios, agregando que ellos no merecían comer aquellas toñas, sino que debían contentarse con pan y tortas.»

Quedamos sorprendidos por la extensión de esta serie de injurias, (veintiocho en total). No es un solo hombre quien las lanza sino toda la multitud de panaderos; no obstante, dichas injurias están dispuestas en una serie sucesiva, aunque en realidad sean pronunciadas a la vez por todos. Esta serie, en tanto que todo no ambivalente, está constituida de injurias puras. Sin embargo, en el interior de la serie, la mayoría de las injurias son ambivalentes, ya que están ligadas a rasgos animales, a defectos corporales, a la tontería, a la ebriedad, la glotonería, las excreciones, rasgos éstos característicos del sistema de imágenes de la fiesta popular. Una injuria como
chienlictz,
(mamarrachos), es también el nombre de un disfraz del carnaval. De suerte que en esta serie de injurias banales se encuentra la doble faz del mundo, la característica específica de los hombres y las cosas que están fuera del sistema oficial del lenguaje literario. Trataremos ahora otro aspecto del lenguaje-injuria en Rabelais: la célebre inscripción sobre la gran puerta de Théléme, en virtud de la cual unos son expulsados de la abadía mientras que otros son invitados a ella. Por su carácter, esta inscripción en verso puede ser ubicada en el género del «pregón», es decir de los gritos que iniciaban los misterios y las farsas y con que se invocaba a los representantes de los diversos talleres o a los «bobos», (en la farsa). Es la apelación lanzada sobre la plaza pública en el estilo oficial o paródico.
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De hecho, la inscripción de Théléme no es sino una variedad de estos «pregones», aparte, evidentemente, de su construcción en estrofas versificadas.

La inscripción se divide en dos partes; una para expulsar, otra para invitar. La primera tiene un carácter puramente injurioso, la segunda, uno laudatorio. La primera parte es rigurosamente trazada en el estilo de la injuria. La estrofa inicial, por ejemplo, expulsa a los hipócritas. Rabelais da quince nombres, hipócritas, rastreros, viejos fariseos, míseros, etc.); casi todos los otros términos de la serie tienen una gradación injuriosa («abusos malignos, malignidad, falsedad, etc.»). En las estrofas de invitación, (a partir de la quinta), al contrario, todas las palabras escogidas tienen un matiz elogioso, afectuoso, positivo («gentiles, alegres, agradables, graciosos, serenos, sutiles», etc.). De tal suerte que son opuestas una serie injuriosa y otra elogiosa. En su conjunto, la inscripción es ambivalente. Sin embargo, no hay ninguna ambivalencia interna; cada palabra es o bien un elogio exclusivo, o bien una injuria exclusiva. Estamos así ante una ambivalencia algo retórica y exterior.

Esta retorización del elogio-injuria aparece en Rabelais cada vez que se aleja de las formas de la fiesta popular y de la plaza pública para aproximarse al lenguaje y al estilo oficiales. El episodio de la abadía de Théléme sigue esta pauta hasta cierto punto. Si hay aquí un elemento de inversión, un juego de la negación y otros aspectos propios de la fiesta popular es porque en el fondo, Théléme, no es sino una utopía humanista que refleja la influencia de fuentes librescas (esencialmente italianas).

Observamos un fenómeno análogo allí donde Rabelais se expresa directamente como el «propagandista del rey», casi oficial.

El
Tercer Libro
(cap. XLVIII), contiene un diálogo entre Gargantúa y Pantagruel sobre un tema de actualidad: la imposibilidad de consagrar un matrimonio legal contraído contra la voluntad de los padres. Encontramos aquí un brillante ejemplo de retorización en series de injurias y de elogios: «De acuerdo a las leyes de que os hablo, no hay rufián, bellaco, malandrín, malhechor, apestoso, desvergonzado, leproso, bandolero, ladrón ni malvado en sus comarcas que, violentamente, no rapte a alguna muchacha que quiera escoger, por más noble, bella, rica, honesta y púdica que sea, de la casa de su padre, de entre los brazos de su madre y a pesar de todos sus parientes, si el rufián se ha asociado con algún fraile, que un día participará en la presa.»

Las series de elogios o de injurias no tienen nada de ambivalente, están disociadas y opuestas una a la otra; en tanto que fenómenos cerrados y no unificados, sus destinatarios están rigurosamente delimitados. Es éste un lenguaje puramente retórico que traza fronteras netas y estáticas entre los fenómenos y los valores. Del elemento de la plaza pública no queda sino la extensión algo exagerada de la serie de injurias.

La fusión de la alabanza y de la injuria que acabamos de analizar reviste una enorme importancia teórica para la historia literaria. Los aspectos laudatorios e injuriosos son evidentemente propios de toda palabra, de todo lenguaje viviente. No existen palabras neutras, indiferentes, no puede haber, en realidad, sino palabras artificialmente neutralizadas. Lo que caracteriza a los fenómenos más antiguos del lenguaje es, aparentemente, la fusión del elogio y la injuria, el doble tono de la palabra. Más tarde, este doble tono se mantiene, pero adquiere un sentido nuevo en las esferas no oficiales, familiares y cómicas, donde observamos este fenómeno. La palabra de doble tono permitió al pueblo que se reía y no tenía interés alguno en que se estableciera el régimen existente y el cuadro del mundo dominante (impuestos por la verdad oficial), apoderarse de un mundo en devenir, de la festiva relatividad de todas estas verdades de clase limitadas, del estado de no acabamiento constante del mundo, de la fusión permanente de la mentira y de la verdad, del mal y del bien, de las tinieblas y la claridad, de la ruindad y la gentileza, de la muerte y de la vida.
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La palabra popular de doble tono no se desprende nunca, ni del todo ni del devenir, y los aspectos negativo y positivo tampoco son nunca expresados aparte, aisladamente, o de manera estática; la palabra de doble sentido no intenta detener la rueda que gira a fin de encontrar y delimitar lo alto y lo bajo, lo anterior y lo posterior; al contrario, fija su permutación y su fusión continuas. En la palabra popular, el acento está siempre puesto en el aspecto positivo, pero, lo repetimos, sin que sea separado de lo negativo.

En las concepciones oficiales de las clases dominantes, el doble tono de la palabra es, en conjunto, imposible, en la medida en que hay fronteras cerradas y estables, trazadas entre todos los fenómenos, que están, al mismo tiempo, separados del mundo en proceso de convertirse en algo contradictorio. En las esferas oficiales del arte y de la ideología, es el tono único del pensamiento y del estilo lo que ha dominado casi siempre. En el Renacimiento, asistimos a una lucha cerrada entre la palabra popular de doble tono y las tendencias estabilizadoras del estilo oficial de tono único. Para comprender mejor los fenómenos complejos y las variedades de estilo de esta gran época, el estudio de esta lucha (como el de la lucha de los cánones grotesco y clásico) ofrece un interés y una importancia excepcionales.

Esta lucha, ciertamente, ha sido proseguida en épocas posteriores, aunque esta vez bajo formas nuevas, más complicadas y a veces disimuladas. Este tema excede, por otra parte, el cuadro de nuestro estudio.

La vieja palabra de doble tono es el reflejo estilístico de la antigua imagen bicorporal. En el curso del proceso de descomposición de esta imagen, podemos observar, en la historia de la literatura y de las formas del espectáculo, el curioso fenómeno de las imágenes dobles que encarnan lo alto y lo bajo, lo posterior y lo anterior, la vida y la muerte existentes de una manera casi distinta. El ejemplo clásico es la pareja Don Quijote-Sancho; estas parejas son hoy corrientes en el circo, el teatro de saltimbanquis y otras formas cómicas.

El
diálogo
de estos personajes constituye un fenómeno interesante en la medida en que supone la palabra de doble tono, en estado de descomposición parcial. Es, de hecho, el diálogo de lo delantero y lo trasero; de lo alto con lo bajo, del nacimiento con la muerte. Los
debates
antiguos y medievales del invierno con la primavera, de la vejez con la juventud, del ayuno con la abundancia, del tiempo antiguo con el tiempo nuevo, de los padres con los hijos, son fenómenos análogos. Estos debates constituyen una parte orgánica del sistema de las formas de la fiesta popular, ligadas a la alternancia y a la renovación, (Goethe hace alusión a ello en su descripción del carnaval de Roma).

Estos ejercicios, (agonías) eran conocidos en la literatura antigua. Poseemos, por ejemplo, un interesante fragmento de una pieza llamada el debate de los tres coros: el de los viejos, de los hombres y de los muchachos, donde cada uno de ellos demuestra las cualidades de su edad.
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Estas «agonías» estaban particularmente difundidas en Esparta y en la baja Italia, (actualmente en Sicilia son un elemento indispensable de la fiesta popular). Tales son las «agonías» de Aristófanes, que revisten naturalmente un carácter de complicación literaria. Los debates de este género, tanto en latín, (por ejemplo,
Conflictus veris et hiemis),
como sobre todo en lenguas vulgares, se habían extendido en la Edad Media por todos los países.

Todos estos ejercicios y debates eran, en el fondo, diálogos de las fuerzas y fenómenos de épocas diferentes, los diálogos del tiempo, de los dos polos del devenir, del comienzo y fin de la metamorfosis; desarrollaban y, más o menos, racionalizaban o retorizaban el diálogo, que residía en la base de la palabra de doble tono, (y de la imagen de doble tono). Estos debates de los tiempos y las edades, lo mismo que los diálogos de las parejas, de lo anterior y posterior, de lo alto y lo bajo, eran aparentemente una de las raíces folklóricas de la obra y de su diálogo específico. No obstante, este tema también rebasa el marco de nuestro estudio.

Nos falta sacar algunas conclusiones de este capítulo.

El último fenómeno que hemos examinado, la fusión del elogio-injuria, refleja en el plano estilístico la ambivalencia, la bicorporalidad y el inacabamiento perpetuo, del mundo, cuya expresión hemos observado en todas las particularidades, sin excepción, de las imágenes del sistema rabelesiano. Al morir, el viejo mundo da a luz uno nuevo. La agonía se funde con el nacimiento en un todo indisoluble. Este proceso es descrito en las imágenes de lo «bajo» corporal y material: todo desciende a lo bajo, a la tierra y la tumba corporal, a fin de morir y renacer. Así, el movimiento hacia lo bajo penetra todo el sistema rabelesiano de imágenes, de comienzo a fin. Todas estas imágenes precipitan, conducen hacia abajo, rebajan, absorben, condenan, denigran, (topográficamente), dan la muerte, entierran, envían a los infiernos, injurian, maldicen, y al mismo tiempo conciben de nuevo, fecundan, siembran, renuevan, regeneran, elogian y celebran. Es un movimiento general hacia lo bajo, que mata y da vida a la vez, unificando acontecimientos extraños uno al otro, como las riñas, las groserías, los infiernos, la absorción de alimentos, etc.

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